Nacida en 1991 sin tratado fundacional, la Comunidad Iberoamericana ha creado una amplia red de acuerdos y programas políticos, económicos, sociales, culturales y de cooperación. Ante la nueva realidad de los países miembros, ¿qué avala hoy el proyecto iberoamericano?
La XXII Cumbre Iberoamericana de Cádiz concluyó con éxito: por la elevada asistencia de mandatarios, por el diálogo intenso en la parte privada o “retiro” y por la ausencia de desencuentros en la parte pública de la reunión. Éxito también por los acuerdos adoptados en cuestiones económicas, culturales y de cooperación en torno a lo que ha sido el tema de la cumbre: “Una relación renovada en el bicentenario de la Constitución de Cádiz”. No ha sido fruto de la casualidad, sino de la voluntad de progresar de los 22 países de la Conferencia Iberoamericana, de la intensa y eficaz preparación española y de la tarea desarrollada por la Secretaría General Iberoamericana en los últimos siete años.
Cuando, en la XV Cumbre de Salamanca (2005), el secretario general iberoamericano, Enrique V. Iglesias, iniciaba una función que transformaría el espacio iberoamericano, había varias certezas adquiridas: “No hacer de las cumbres un estilo de vida” (Reynolds); no dilapidar recursos escasos, buscar la asociación con otras organizaciones internacionales. El perfil del secretario, bruñidor de consensos con auctoritas en el espacio iberoamericano, ha aportado relaciones, recursos y visibilidad a una organización de reciente creación y con reducidos medios humanos y materiales. Seguramente también, su labor ha alejado el riesgo de lo “hispano-español”, y contribuido a una mayor apropiación del proyecto por los países latinoamericanos…