Es decir, un ejército mixto en cuanto a la procedencia de sus efectivos –unos, reclutados por el procedimiento del servicio militar obligatorio; otros, voluntarios, integrantes de una tropa profesional–. Y dual por lo que hace referencia a la clasificación de sus funciones y a la atribución del contingente que debe realizarlas: mientras que las más directamente relacionadas con la defensa de los espacios nacionales de soberanía quedarían básicamente en manos del sector “obligatorio” de las Fuerzas Armadas, aquellas tareas que implicaran una proyección defensiva hacia el exterior serían mayoritariamente confiadas a los profesionales. (En este contexto los profesionales son los integrantes de la tropa –soldados y suboficiales– y no los oficiales. También en este contexto la distribución de funciones debe entenderse como factor mayoritario, no absoluto –”básicamente”, “mayoritariamente”– porque llevar la regla hasta sus últimas consecuencias produciría graves problemas de planificación y despliegue.) Pero, en sus líneas maestras, esas deberían ser las características más visibles de las Fuerzas Armadas españolas en este final de siglo. Es, quizá, el modelo que mejor pueda responder a las circunstancias de transición y cambio por las que atraviesa la reflexión y la práctica en torno a la política de defensa en nuestro país – en casi todos los de nuestro entorno socio-político–.
Es este un modelo que, en primer lugar, mantiene un servicio militar obligatorio. No es, desde luego, baladí el que su tiempo de prestación sea reducido de manera significativa: podría serlo hasta ocho meses desde los doce que en el curso de los últimos años se habían venido conociendo –y a diferencia de los dieciocho que en otras épocas se habían practicado–. Pero, en realidad, y con ser importante esa reducción, el dato significativo del modelo radica precisamente en el mantenimiento de la obligatoriedad. Es en torno a ese dato en donde…