Un brindis trágico por el futuro europeo
Venimos del infierno. Por si lo habíamos olvidado, o por si lo ignoran las jóvenes generaciones, nos lo recuerda Timtohy Garton Ash en su nuevo y singular libro, una historia personal, aunque no autobiográfica, de los últimos 80 años de Europa, propiamente desde que un soldado inglés, su padre, puso el pie en la playa normanda de Ver-sur-Mer en 1944, el Día-D en que empezó el desembarco aliado en Europa, hasta ahora mismo, en su meditación ante el memorial a los 22.442 soldados británicos que perecieron entonces.
Aquel infierno fue construido por los propios europeos. Así hay que empezar cuando se escribe desde la adversa percepción de un retroceso sin remedio, que nos atormenta por el regreso de la guerra en su peor forma, incluso genocida, como si fuera un retorno a los orígenes. “En la primera mitad del siglo XX –leemos al principio— los europeos hicimos en nuestro propio continente lo mismo que habíamos hecho en siglos anteriores en otros continentes”. Para explicar el peso del pasado y el olvido, hay que echar mano de la vieja sabiduría, del Antiguo Testamento, como hace el escritor, cuando advierte que la iniquidad de los padres visita a los hijos “hasta la tercera y la cuarta generación”. Esa desgracia imposible de ignorar, que se abatió sobre Europa hace un siglo, fue “barbarie europea, de mano de los europeos contra los europeos y a veces en nombre de Europa”. Este es el amargo punto de vista y de partida.
Pocos ciudadanos europeos pueden contar una experiencia tan larga y tan densa, que extiende su mirada desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín y se adentra luego en la paz de 30 años que empezó entonces y ha terminado definitivamente con la guerra de Ucrania en 2020. Es una narración personal, en la que accedemos a las anotaciones de sus cuadernos donde recoge las impresiones de cada momento, sus encuentros y conversaciones como historiador y reportero con sus numerosos amigos, conocidos y saludados, una colección única, probablemente la mejor agenda política del último medio siglo de periodismo europeo, en la que están todos los grandes protagonistas, desde Gorbachev, Kohl y Wojtila, pasando por Walesa, Geremek y Dahrendorf, hasta Putin, Merkel y Obama.
Además de una historia, también es un gran libro de viajes, en el que el reportero siempre regresa sobre sus pasos por esa Europa que ha recorrido ya de punta a punta varias veces durante medio siglo. Regresar a los lugares de los crímenes, revisitar el pasado, el suyo y el de los suyos, es una técnica excelente que ya utilizó en El expediente, el libro que le dio notoriedad, cuando rebuscó en los ficheros de la Stasi recién abiertos el rastro de su vida de estudiante en la Alemania oriental, para tropezar con la sorpresa de que prácticamente todas sus amistades y contactos eran agentes del régimen que le vigilaban y espiaban. Ahora recorre de nuevo los lugares de sus reportajes y de sus libros, también de su propia biografía, desde su primer viaje de colegial inglés al continente europeo en 1969, cuando su país ni siquiera se había incorporado a la familia europea de la que se separaría 47 años después, un intervalo que compone y da sentido a la entera vida adulta del escritor.
Fue George Kennan, el “padre” de la política de contención frente a la Unión Soviética, quien le otorgó el título de “historiador del presente” en la reseña de uno de sus primeros libros sobre la ebullición previa a la caída del comunismo en la Europa bajo el telón de acero, un excelente oxímoron que le sirvió luego como título de un libro posterior. Observar directamente los hechos, a ser posible como testigo directo, escribir luego, sin la distancia temporal que antaño exigía la historia, tal es la tarea que Kennan reconoció de inmediato e incluso definió “en el pequeño y raramente visitado territorio del esfuerzo literario en el que van de la mano el periodismo, la historia y la literatura”.
Documentarse, observar e interrogar en caliente, y luego discutir, reflexionar y escribir. Eso es el historiador del presente y además observador comprometido, el merecido título acuñado para Raymond Aron, como Garton Ash columnista de prensa, como Garton Ash también liberal y atlantista, aunque no tan militante en su europeísmo como nuestro incansable viajero inglés, un internacionalista especialmente atraído por las fronteras y por los países donde todavía se combate por la libertad, como demostraba en sus ímpetus juveniles: “‘Europa, mi Europa, fue y es todavía la lucha por la libertad. Polonia es mi España’, escribí en mi cuaderno de notas en diciembre de 1980”.
Esta es una historia enteramente europea, de Europa como idea e incluso como patria, y de las numerosas patrias que contiene esa Europa casada con la libertad, con todo lo que pueda significar de tropiezos, retrocesos y disgustos la pugna por la libertad. También una historia trágica, porque es el sentido trágico de la historia el que ha regresado a nuestra Europa después de haber desaparecido durante varias décadas. Si la guerra fue la experiencia definidora de la generación que la vivió, la paz ha sido la que ha definido a las generaciones posteriores, ahora asaltadas por el regreso de la guerra a lo grande, como hace 80 años.
Pocos acontecimientos reflejan con tanta emoción el carácter de esta experiencia europea como su visión de los juegos olímpicos de Londres en 2012, hasta el punto de que podría ser la de cualquier de los lectores españoles exactamente 20 años antes respecto a Barcelona. “Cuando veo otra vez la ceremonia de apertura de 2012, en una húmeda y ventosa mañana de 2012, veo que mis ojos se llenan de lágrimas. Lágrimas de amor hacia esta emocionante e inclusiva versión del moderno Reino Unido, pero también de tristeza por lo que hemos perdido a través del Brexit y de las divisiones que acompañaron y siguieron al Brexit. Mirando hacia atrás, muchos de nosotros creíamos en la visión de un país en paz consigo mismo y con su lugar en el mundo, orgulloso de su historia insular pero también de la diversidad que ha llegado con la inmigración, abierto a Europa y a la anglosfera, creativo, inclusivo, económicamente dinámico pero también socialmente cuidadoso, con el cálido corazón dickensiano y el humor –quizás nuestro mayor recurso natural—que oscila entre la amable ironía y la lunática crudeza de Monty Python”.
Sin examen crítico, de poco vale la reflexión sobre el pasado, y menos la nostalgia. Hemos sufrido el “trágico pecado de la excesiva confianza en nosotros mismos”, se dice a sí mismo con abundantes argumentos respecto al pecado de “hybris” sufrido por todos, incluidos los intelectuales liberales. Ante la valla de Melilla, identifica el nuevo Telón de Acero, construido para que no entren desde fuera, en busca de la libertad, en vez de evitar que salgan desde dentro, para escapar de la dictadura, como sucedía con el que conoció y vio caer hace 40 años en Berlín. Esta es una visión sobre el futuro y la expresión de una radical disconformidad con una Europa rodeada de muros y vallas, fortaleza para defender a los privilegiados del planeta, políticamente imposible y moralmente intolerable, una Europa que ya no es la Europa de la libertad de los combates pasados.
La meditación europea termina en la misma playa donde desembarco su padre 80 años antes, cuando intenta arrancar un brindis por Europa de un simpático pero reticente votante de Marine Le Pen, que obtuvo un tercio de los votos en Ver-sur-Mer. Recordando el pasado, pensando en el futuro y acompañado de las palabras de su querido y admirable Vaclav Havel, no hace un pronóstico, sino que señala una orientación del espíritu, una capacidad de trabajar por lo que está bien, no porque deba tener éxito, sino porque es lo que nos proporciona sentido, que eso es la esperanza. Para no regresar al infierno de nuestros orígenes, la dirección que advierten en nuestro camino las señales de tráfico y el destino a evitar a toda costa.