“La historia no se repite, pero tiene rima”, escribe Margaret MacMillan en su imprescindible ensayo sobre las lecciones de la Primera Guerra mundial. La escalada del conflicto que estalló en Ucrania el otoño pasado ha llevado a las tropas rusas a ocupar Crimea. Los países occidentales amenazan con sanciones a Moscú. La prensa internacional ha recuperado un lenguaje de guerra fría. Como aconseja la historiadora canadiense, parece el momento para “echar la vista atrás, aunque no dejemos de mirar adelante”.
Pequeños o grandes incidentes producen cada día imprevisibles consecuencias. Pero hay corrientes de fondo que explican la realidad y trazan pistas sobre el futuro. Ese es el objetivo de Política Exterior al publicar trabajos como el de MacMillan, que explica con clarividencia la mezcla de nacionalismo, populismo, alianzas clientelares y dirigentes con sueños de grandeza que llevaron a la Gran Guerra. Encontramos mucho de todo esto en la crisis de Ucrania y en la respuesta de Rusia.
El deseo de Moscú de mantener su influencia creando una Unión Euroasiática en el espacio exsoviético tiene una lógica en términos económicos y de seguridad. Con razones o sin ellas, Rusia se siente cercada por Occidente, amenazada en sus fronteras e intereses. Una economía y una demografía en retroceso son los mayores impedimentos a la proyección de su poder. La Rusia de Putin es, además, una combinación de Estado policial y corrupción. Lo cual no es simplificar, aunque el doble factor esté presente en tantos rasgos de la vida pública rusa, desde la cumbre a la pequeña provincia. Brutalidad policial unida a corrupción no lo explica todo, de acuerdo; pero explica un nervio central del país. La represión policial está presente en Rusia, en horizontal, geográficamente, desde San Petersburgo a Vladivostok; o en vertical, desde los círculos plutocráticos altos, dependientes casi todos del…