Para desarrollar un argumento sobre la relación del turismo con la política exterior hay que armarse de valor primero (¿hay de verdad alguna relación entre ambas cosas?) y luego trazar un marco de referencia. Habitualmente se piensa que turismo es sinónimo de viajes. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española lo define como la actividad o el hecho de viajar por placer, lo que le ensarta una divisa hedonista. Los profesionales que se ocupan de él, sin embargo, destacan un elenco de motivos del turista más amplio: negocios, visitas a parientes y amigos, participación en actos culturales, aprendizaje de lenguas, familiarización con otras culturas, cuidados médicos, voluntariado…
Pero cuando decimos turismo no solo nos referimos a esa plétora de motivaciones, sino a un fenómeno social específico de las sociedades modernas. En épocas anteriores, el viaje tenía características totalmente distintas. Cazadores y recolectores eran trashumantes: se asentaban temporalmente en un área geográfica, consumían los recursos disponibles y la abandonaban para iniciar un nuevo ciclo en otro lugar. En porcentaje, seguramente, había muchos más viajeros entre ellos que en las sociedades complejas de hoy. También viajaban con mayor frecuencia y por periodos más largos. Pero no eran turistas.
Tras el neolítico, los campesinos difícilmente abandonaban sus lugares de residencia. Su trabajo devino más productivo, pero ellos permanecían unidos a la tierra. Durante muchos siglos, viajar fue una actividad reservada a las élites que se movían para guerrear, comerciar, participar en peregrinaciones religiosas, entretener sus ocios o relacionarse con sus iguales de otras regiones. Pero sus medios de transporte eran primitivos, y los viajes requerían mucho tiempo, tenían altos costes y eran enormemente azarosos. Los peregrinos de Geoffrey Chaucer en Los cuentos de Canterbury iban en grupo no para contarse historias, sino porque los caminos estaban llenos de salteadores. En…