Túnez vivió el 18 de marzo el capítulo más sangriento de la complicada transición democrática que empezó en 2011 y que inspiró aires de cambio en buena parte del mundo árabe. Desde entonces, el terror había hecho aparición puntualmente con el asesinato de los diputados Chokri Belaid y Mohamed Brahmi, y con escaramuzas continuadas entre terroristas y fuerzas policiales, especialmente en el Monte Chaambi, al oeste del país.
Esa latente amenaza no ha sido, sin embargo, óbice para que, gracias a una movilizada y organizada sociedad civil, el proceso de transición haya continuado avanzando. Hasta el punto de ser el primer país del mundo árabe donde se ha registrado la primera alternancia de un gobierno democrático. Bajo la presidencia de un político de la era Burguiba fundacional de la República como Beyi Caid Essebsi y un gobierno de amplia representatividad en el que participa Ennahda, Túnez se erige hoy en la excepción democrática de una región que vio cómo la Primavera Árabe dejaba a su paso en algunos países leves reformas democráticas, el retorno a formas autoritarias o, en el peor de los casos, el hundimiento del Estado y el enquistamiento de conflictos civiles, como en Libia o Siria.
Y es la excepcionalidad tunecina la que atacan ahora los demonios surgidos de esos conflictos, sea bajo la marca de Estado Islámico (EI) o de otros grupos terroristas. Por eso, el objetivo del ataque sufrido en Túnez es revelador: el complejo residencial que alberga tanto el Parlamento como el museo del Bardo y sus visitantes. De una tacada, los terroristas amenazan dos símbolos fundamentales del país: la voluntad popular expresada democráticamente en las urnas que encarna el Parlamento y el principal museo de mosaicos de época romana del mundo. Para el EI, las culturas preislámicas y el arte figurativo deben ser…