Escaparate de estabilidad, Túnez ha revelado una vulnerabilidad que nadie reconocía: la injusticia, la marginación de las regiones y una juventud abandonada a sus frustraciones.
Cuando, el 15 de diciembre de 2010, convocó un Consejo de Ministros para decidir una nueva estrategia de desarrollo regional, el presidente Zine El Abidine Ben Ali no podía imaginar que un mes más tarde se vería obligado a huir con su familia de un país al borde de la implosión: el brutal despertar de las regiones había provocado, mientras tanto, una agitación social sin precedentes que se propagó por todo el país y degeneró en una revolución, sin guía ni programa, como una explosión de cólera largo tiempo contenida. ¿Qué ocurrió durante esos días de locura de diciembre y enero en los que el país se tambaleó tan cerca del abismo? ¿Quién prendió la mecha? ¿Y está realmente apagado el fuego? El después de Ben Ali está en marcha, ¿pero de qué estará hecho?
Lo ocurrido en Túnez, un país presentado durante mucho tiempo como modelo de desarrollo equilibrado y de relativa prosperidad, era previsible y estaba casi programado. Frente a la explosión de furia, excesiva, irracional y violenta, de la que ha sido escenario, realmente es necesaria una fuerte dosis de hipocresía o de ceguera para fingir asombro o sorpresa, ya que algunas señales precursoras estaban ahí, pero desgraciadamente no se tomaron lo bastante en serio, ni por parte del poder vigente ni de sus socios y proveedores de fondos extranjeros.
Recordemos el levantamiento de la cuenca minera de Gafsa, que duró varios meses, en 2008, y que degeneró en enfrentamientos sangrientos entre una población harta de las malas condiciones de vida y de las fuerzas del orden, antes de extenderse como un reguero de pólvora por las ciudades y los pueblos…