Durante la primera mitad de los años noventa, los acontecimientos económicos y políticos en los países en vías de desarrollo superaron todas las previsiones. Algunas naciones de las que la mayoría pensaba que no recuperarían el acceso a los mercados financieros mundiales hasta pasada una generación se convirtieron de repente en las favoritas de los inversores privados, con movimientos de capital a una escala no vista desde antes de la Primera Guerra mundial. Gobiernos que habían pasado medio siglo ejerciendo una política estatista y proteccionista se convirtieron de pronto al libre mercado. Era, según pensaban muchos observadores, el amanecer de una nueva edad de oro para el capitalismo mundial.
Hasta cierto punto, ese cambio simultáneo en la política de los gobiernos y la actitud de los inversores se debió a factores externos. Los bajos tipos de interés de los países avanzados animaron a los inversores a reconsiderar las oportunidades que existían en el Tercer Mundo; la caída del comunismo no sólo ayudó a desacreditar en todas partes la política estatista, sino que tranquilizó a los inversores, que pasaron a considerar poco probable que sus activos en el mundo en vías de desarrollo fueran confiscados por gobiernos izquierdistas. Pero el factor probablemente más importante en la nueva cara de los países en vías de desarrollo fue una transformación radical e intelectual del espíritu de los tiempos: la aceptación casi universal, tanto por los gobiernos como por los mercados, de una nueva concepción de lo que es necesario para el desarrollo.
Este nuevo concepto ha pasado a ser conocido como el “consenso de Washington”, expresión acuñada por John Williamson, del Institute for International Economics. Con “Washington”, Williamson no se refería exclusivamente al gobierno de EE UU, sino a todas las instituciones y redes de líderes de opinión que están centradas en la…