Estados Unidos, un país admirable en muchos y variados sentidos, es también un país en el que todos los días nos llevamos las manos a la cabeza exclamando: ¡Cómo es posible que esté pasando esto! Mientras los problemas que sumen al mundo crecen en número y carácter, aparentemente sin remedio, un guirigay de contrasentidos sacude a toda la nación: lo que más preocupa y lo que más agita a los medios de comunicación y a la opinión pública es el culebrón, también aparentemente sin fin, de la investigación de la colusión de Donald Trump con los servicios de inteligencia rusos y sus propias gestiones con bancos de Alemania y Rusia.
El presidente no sabe cómo detener la investigación: por proseguirla destituyó al director del FBI, James Comey; ha querido deshacerse del fiscal general, Jeff Sessions, por haberse recusado debido a sus propias relaciones con los rusos en vez de detener la investigación; truena contra el fiscal general adjunto, Rod Rosenstein, por haber nombrado un fiscal especial, Robert Mueller (olvidando que ese nombramiento fue aplaudido por su propio partido) y ahora fulmina contra la justicia cuando un juez de Nueva York, actuando sobre las denuncias de la fiscalía, ha requisado toda la documentación de su abogado personal, Michael Cohen, para esclarecer la ilegalidad de los negocios de Trump y los pagos efectuados para silenciar sus escapadas sexuales con una o varias actrices, pero que al parecer también revelan importantes datos de las relaciones del presidente y de sus colaboradores más cercanos con los rusos, y no solo por razones políticas sino también por salaces revelaciones que naturalmente intrigan a la opinión pública.
Por si fuera poco, Comey acaba de publicar las memorias de sus relaciones con el presidente y de su destitución en términos que sorprenden no tanto por los datos…