POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 223

El presidente Donald Trump firma sus primeras órdenes ejecutivas ante sus seguidores congregados en el estadio Capital One de la capital de Estados Unidos. (Washington, DC, 20 de enero de 2025). GETTY

Trump 2.0 y el orden liberal internacional

El retraimiento global prometido por Trump puede suponer una pérdida aún mayor del liderazgo global de Estados Unidos y de todo Occidente como garante del pacto liberal internacional.
Gustavo Palomares Lerma
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El retorno de Donald Trump es otra expresión del agotamiento de los sistemas liberales inmersos en una tendencia, clara en todo el planeta, hacia el autoritarismo. Vivimos en un proceso de crisis de los sistemas democráticos en donde el poder global se debate en guerras proxi (por delegación) en distintos terrenos de batalla: geoestratégico, económico, territorial e incluso técnico y tecnológico. Está en juego saber si Occidente seguirá siendo la referencia principal en el sistema internacional o, por el contrario, Oriente, con China a la cabeza –aprovechando el descontento del Sur Global– será la principal referencia en el horizonte de 2030. En cualquier caso sabemos que en esta lucha por el poder mundial, estamos en manos de tres potencias hegemónicas que se mueven bajo idéntico liderazgo nacionalista, populista y autocrático.

La visión política bajo la jefatura de Trump, en ésta su segunda versión, ha hecho una heterodoxa, pero muy eficaz revisión autoritaria simplificada del histórico discurso aislacionista y de los conceptos clásicos de Dios, Providencia y Potencia como conceptos fundacionales de Estados Unidos y de su relación con el mundo. Su anacrónico dictamen del estado del mundo es una combinación histriónica de ciertos tópicos reaccionarios de las distintas familias conservadoras aglutinadas en torno al America First, elevados, primero, a la categoría de soflama electoral y, después, a programa político para liderar el mundo libre.

Esta política exterior llega en un momento especialmente crítico, con un intento de cambio de régimen internacional con espasmos tan dolorosos como Ucrania, Gaza o Líbano y la progresiva extensión de inestabilidad continuada a toda esa región y al conjunto del sistema internacional. Todo ello se produce dentro de una irremediable caída del liderazgo estadounidense y de los valores que representa la democracia en América –Tocqueville dixit–, en donde, probablemente, la propia reelección de Trump es una clara manifestación de ello.

 

Visión del mundo trumpista

La preocupación por la vuelta de Trump entra de lleno en el actual debate mundial referido al fin del viejo orden internacional y a la duda razonable sobre su probada capacidad histórica de adaptación. Será posible que el orden liberal imperante pueda sobrevivir ante esta tendencia irremisible al caos en donde Estados Unidos no puede, pero tampoco ambiciona poner orden. Probablemente estemos viviendo en todos los espacios globales un enfrentamiento entre nacionalismo populista y globalización fragmentada como principal dinámica del actual orden liberal.

Para Estados Unidos y para el resto del mundo puede ser peligroso enarbolar un nacionalismo de nueva hechura siguiendo los pasos de China y Rusia. También lo será aprovechar toda esta turbulencia global para remodelar las relaciones internacionales y acomodarlas a esta versión 2.0 del Make America Great Again. En conclusión, resultará peligroso cambiar esta fase de la globalización desmedidamente especulativa –con muchos costes para Estados Unidos, según el argumentario de Trump– por una definición nueva de las relaciones políticas, comerciales y estratégicas con los aliados americanos, europeos y asiáticos. El nacimiento de una nueva y regresiva doctrina para Estados Unidos y para el mundo.

Es cierto que la gran paradoja del poder mundial reinante, sobre todo después de la guerra en Ucrania y Oriente Medio, es que no hay ningún actor que pueda estar en todo y controlarlo todo. Sin embargo, Estados Unidos podría seguir siendo el guardián entre el centeno en el presente desorden global si la política exterior de Trump para este segundo mandato no se dejara llevar por la tentación del retraimiento global más demagógico. Evidentemente, no sería el único actor, pero sí geoestratégicamente el más importante: la referencia principal a la que todo Occidente seguiría mirando de reojo para guiar sus pasos.

Si la política exterior de Estados Unidos en manos del senador Marco Rubio, es asesorada por los neorrealistas e idealistas conservadores –probablemente con John Bolton a la cabeza–la conceptualización y elaboración de sus principales líneas de acción exterior podría recaer en algunos think-tank como son: National Policy Forum; National Advisory Board; Manhattan Institute for Policy Research; America First Policy Institute, New Atlantic Initiative y Project on Transitional Democracies. Todos ellos aspiran a construir el paradigma de la doctrina estratégica de la nueva Administración y, en consonancia con ella, la versión renovada de la política exterior y de la seguridad nacional de Trump en una situación de desorden y caos del sistema internacional, incluso mucho mayor que en la primera versión de dicha política en 2017.

De ser así, la vuelta al aislamiento o retraimiento de Estados Unidos en los próximos meses y años, será limitado. No será necesario buscar la inspiración en una nueva conferencia de Viena como la de 1815, como apuntaban algunas posiciones –Dominique Moisi, The Congress of Vienna Revisited– para asegurar nuevos equilibrios reguladores por la vía de acuerdos concretos entre distintos interlocutores, dependiendo de la región o el conflicto que se trate. Una vez acordada e impuesta la paz en Ucrania por Estados Unidos y China, dicho acuerdo regulador –expreso o tácito, según se trate– puede ser entre estas mismas superpotencias, una descendente y otra ascendente, como ya señalaba Henry Kissinger –Diplomacy & World Order–. Incluso podría ser en triangulación con China e India, como señalan otros planteamientos.

 

«Para EEUU y para el resto del mundo puede ser peligroso enarbolar un nacionalismo de nueva hechura siguiendo los pasos de China y Rusia»

 

Incluso con Rusia –ya acomodada dentro de una cierta institucionalización fruto de un acuerdo global en el postconflicto europeo– en escenarios en donde las negociaciones ya se han producido y son inevitables, como en Oriente Medio, concretamente el conflicto en Gaza y Líbano, más aún en Siria después de la caída de Bashar el Assad. Todo este complejo de equilibrios cambiantes, se da sin que las respectivas estrategias de seguridad occidentales lideradas por Estados Unidos pierdan la referencia de China como verdadero rival a batir y, al mismo tiempo, contengan con firmeza las tentaciones expansionistas de Rusia.

Esta nueva arquitectura internacional requerirá mucha cintura y un buen regateo político, diplomático y militar que no resiste simplismos o lugares hechos y para el que no sabemos si Trump y sus más que probables sucesivos secretarios de Estado –a tenor de su histórica falta de sintonía personal con los equipos gestores–, y su grupo de asesores civiles y militares, puedan estar preparados.

 

Liquidación de conflictos

Por el contrario, radicalizarse en un retraimiento global a toda costa, puede tener un efecto demoledor, por ejemplo, en las relaciones con los socios europeos –mucho mayor que en 2018 y 2019– porque estamos librando una guerra que marcará el futuro de Europa. También será negativo para sus acuerdos con México la vuelta a una política de muro, que significa exclusión racial y económica. Y dañará las relaciones comerciales con los aliados asiáticos, profundizando el retroceso sufrido durante el anterior mandato y abriendo las puertas para los intereses de China en su vecindario.

Un plan de paz para buscar una salida a la guerra en Ucrania, presentado en dos meses desde su toma de posesión el 20 de enero de 2025 –como ha prometido el presidente electo– puede ser un gran desastre. La nueva administración republicana cree genuinamente que sus llamamientos a la negociación y sus advertencias sobre el recorte de la ayuda conducirán al fin del conflicto. Pero todo parece indicar que se puede producir un encarnizamiento de los combates por ambas partes. Sería ridículo que empezáramos a negociar con Ucrania sólo porque se está quedando sin municiones. Las posibles negociaciones no son una pausa para rearmar a Kiev, sino una conversación seria con garantías de seguridad para Moscú dijo el presidente ruso en diciembre en una entrevista con medios de comunicación nacionales.

Sin embargo, pese a mostrar Vladímir Putin su voluntad relativa de estar abierto a las negociaciones, un documento filtrado a finales de septiembre de 2024 sobre sus términos para la paz –con la campaña para las elecciones de Estados Unidos ya lanzada y con la candidata Kamala Harris a bordo– sugiere un precio que Ucrania no podría, ni debería pagar. El objetivo de Rusia sigue siendo el mismo: convertir a Ucrania en un Estado neutralizado permanentemente, con un control pleno sobre Crimea y con el Donbás bajo una soberanía limitada o compartida, vulnerable al control militar ruso. Se trata de confirmar ante la opinión pública global la victoria de Putin y la derrota de Volodímir Zelenski, de sus socios, y de todo Occidente.

 

«Radicalizarse en un retraimiento global a toda costa, puede tener un efecto demoledor para sus socios en distintos lugares del mundo»

 

El presidente electo no sólo piensa presionar para que Ucrania negocie el fin de la guerra con Rusia, sino que está considerando reducir los compromisos estadounidenses con algunos miembros de la OTAN. Entre las posibles medidas en este segundo mandato, a tenor de sus asesores en campaña, se maneja la posibilidad esencialmente de una Alianza estructurada en dos niveles, donde el Artículo 5, la respuesta militar colectiva ante el ataque a uno de sus miembros, se aplicaría solo a los Estados que alcancen objetivos de gasto en defensa, planteando nuevos aranceles a los países rezagados en el incremento de sus presupuestos de defensa. Se dejaría fuera de esta decisión a Finlandia y Suecia, países recién incorporados. Semejantes iniciativas, de llevarse a cabo, alterarían décadas de política estadounidense, fracturando una alianza de defensa que ha dado forma a la seguridad europea desde la Guerra Fría.

Parece clara la distancia, por no decir cierto rechazo, de los países del Sur Global respecto a la “causa occidental” en el actual conflicto de Ucrania, incluidas algunas de las mayores democracias del mundo: Brasil, India, Indonesia, Nigeria y Sudáfrica. Detrás de esta distancia respecto a la causa por Ucrania y a la mayor parte de las posiciones occidentales, está la percepción de un doble rasero por parte de Occidente. Los responsables de la toma de decisiones en el Sur Global hacen una valoración discreta y moderada de las críticas por las violaciones rusas de los derechos humanos, frente al encendido rechazo –en esta situación– de los intereses comerciales, de reconstrucción y de tráfico de armas occidentales. Su actitud hacia los países de la OTAN y Occidente se caracteriza, en diferente medida, por la decepción, el escepticismo o, incluso, por la abierta hostilidad.

La insatisfacción del Sur Global con Occidente crea un terreno fértil para las operaciones de información y de influencia geoestratégica rusas y chinas. Ambas están diseñando explícitamente mensajes a la opinión pública global dentro de esta guerra híbrida para mostrar que Occidente y sus valores están en declive: ponen de relieve el fracaso y la hipocresía occidentales, especialmente en materia de violaciones de los derechos humanos, y los vinculan a los agravios locales. En este sentido, Rusia y China están jugando en el Sur Global una apuesta a más largo plazo y de mayor complejidad que Occidente.

 

Liderazgo y orden liberal

La hegemonía estadounidense dura unos 120 años, si la contamos desde su primera intervención militar exterior realizada en Filipinas en1899, pero casi dos siglos y medio si lo medimos desde el nombramiento como presidente de George Washington en 1789 y la primera configuración de un gobierno moderno y una secretaría para los asuntos foráneos que llevaría a cabo la compra de Luisiana. Nació el concepto de “Gran Nación” destinada a afrontar su inexorable “Destino”.

En cualquier caso, dos siglos van a separar el juramento del presidente Trump el 20 de enero de 2025 –sobre la Biblia que le regaló su madre cuando tenía nueve años–, de las palabras de Polk en su doctrina del Destino Manifiesto, o del discurso del presidente Monroe sobre la presencia de los europeos en el continente americano. Mucho menos tiempo ha pasado desde la proclamación de los 14 puntos del presidente Wilson, principio del fin de la Gran Guerra y flamante programa para configurar un nuevo orden mundial; o del “Discurso de la Infamia” de Franklin D. Roosevelt después de Pearl Harbour. Hace tan sólo un cuarto de siglo desde que George W. Bush, tras el 11 de septiembre de 2001, llamó a una nueva batalla para establecer un orden mundial bajo la regla de la seguridad preventiva. En todas ellas, en cada momento transcendente, el liderazgo estadounidense marcaba el rumbo de Occidente y las bases del orden liberal, a la vez que se responsabilizaba a Estados Unidos del orden y del futuro del sistema internacional.

Justamente, uno de los desafíos que presenta el debate sobre el futuro del orden mundial liberal actual con Trump, es que dicho poder estadounidense ha sido la fuente principal y el sistema regulador central de ese equilibrio. Muchos de los padres, teóricos y prácticos de ese liderazgo estadounidense a lo largo de este dilatado equilibrio de poder, están convencidos de que el paso de Estados Unidos por la política internacional ha representado el triunfo de la fe en sus valores sobre la experiencia: desde que entraron en la escena en la política mundial en 1917, han sido tan predominantes en su fuerza que los principales acuerdos del orden liberal internacional han sido encarnaciones de los valores estadounidenses: desde la Sociedad de Naciones, el pacto Briand-Kellogg, hasta la Carta de Naciones Unidas y el Acta de Helsinki.

 

«En cada momento transcendente, el liderazgo estadounidense ha marcado el rumbo de Occidente y las bases del orden liberal»

 

No hay duda de la implicación casi salvadora de la diplomacia estadounidense en algunos momentos históricos en la progresiva solución de conflictos como los de Haití, Oriente Medio, Bosnia, Kosovo e, incluso, el de Zaire y Ruanda, a finales del siglo XX. Pero junto a ello, con la llegada del siglo XXI, stados Unidos ha demostrado su incapacidad para afrontar con éxito las nuevas “guerras” globales: especialmente contra el terrorismo radical y también, frente al peligro que suponen Rusia y China para el orden liberal presente y futuro.

En el caso del primero, su repuesta fue añadir más terror al terror yihadista provocando nuevos conflictos como fueron los de Afganistán, Irak o Libia, cuando no su medida indiferencia, como ocurre en Siria, el mayor drama bélico y humanitario desde la Segunda Guerra Mundial. Por no hablar de su falta de liderazgo en la búsqueda de una solución parcial en al actual conflicto en Gaza y Líbano, así como al histórico conflicto árabe israelí. El principal caldo de cultivo del radicalismo islamista y del odio hacia Occidente y lo que ello representa. Sobre el segundo, parece claro –como demuestra la guerra en Ucrania– que la era del dominio exclusivo tecnológico occidental y su aplicación a los nuevos tipos de guerra ha acabado y los competidores, Rusia y especialmente China, cada vez, están ocupando espacios estratégicos más decisivos.

Muy probablemente los responsables políticos de la mayoría de los países occidentales habían trabajado partiendo del supuesto erróneo de que Rusia y China convergían con Occidente en cuestiones básicas de orden mundial y que, finalizado el enfrentamiento bipolar, los países trabajarían juntos en retos comunes mientras que las viejas rivalidades geopolíticas importarían mucho menos. Lejos de querer encajar en un orden internacional en retraimiento global progresivo liderado por Occidente, los líderes rusos y chinos consideraron que era necesario iniciar un proceso de sustitución progresiva del orden internacional actual y del pacto liberal que lo mantiene. Desde esta consideración, las democracias occidentales son consideradas inevitables pero, según estos planteamientos, se encuentran en decadencia progresiva y suponen una amenaza existencial para sus regímenes y sus ambiciones de futuro. Ante esta nueva realidad, los países occidentales no se dieron cuenta de la profundidad de este desacuerdo y enfrentamiento que pretende conseguir el liderazgo chino en la agenda global.

 

El retraimiento y EEUU

El orden internacional liberal no puede sobrevivir a la ausencia del poder estadounidense. El mantenimiento de la política de retraimiento a toda costa, sobre la idea de una retirada progresiva de escenarios y de ausencia en los principales debates de la agenda global, puede tener no sólo un coste para el liderazgo estadounidense sino para el conjunto de Occidente y para el pacto liberal. Una tentación de retraimiento en la seguridad colectiva de los europeos con una claudicación maquillada ante Putin; no mantener una posición protagonista mediadora en una solución negociada en Oriente Próximo; dar marcha atrás en los acuerdos para proteger un protagonismo activo como “pivote” en Asia y volver a instalar una política de muro frente a América Latina desistiendo de mantener y ampliar el peso geoestratégico y económico en su continente, son procesos que suponen dejar ese espacio de influencia en todos los continentes al sueño imperial de China y Rusia.

Aún con todo, no existe la posibilidad en este desorden internacional para una vuelta a las tentaciones históricas aislacionistas a ultranza, por mucho que insista Trump, sin pagar el precio de la irrelevancia global.

La vuelta a una nueva y regresiva doctrina para Estados Unidos y para el mundo en su inútil intento para ponerle “muro” a dinámicas que van más allá de fronteras, ideologías o gobiernos. Por primera vez en la historia contemporánea, Estados Unidos no puede asegurar ningún tipo de gobernanza global en el planeta.

El segundo mandato de Trump puede ser la consagración acelerada de lo que ya parece inevitable: la era estadounidense está llegando a su fin. En esta caída imparable, en este fin probable de la era estadounidense que estamos viviendo, el mayor riesgo es que el propio Estados Unidos está alentando un resurgimiento del nacionalismo ultraconservador y del populismo en el mundo. Y en parte es lógico que sea así, porque el propio éxito de Trump viene justamente de ahí: liderar con fuerza esta nueva conjura de los necios frente a las bases de la democracia liberal minando el orden internacional existente.