La primera cuestión que deberíamos abordar es si al totalitarismo cabe atribuirle el carácter de ideología o si, por el contrario, se trata de una determinada forma de practicar el gobierno autoritario. Es decir, un modelo de régimen político; en particular, aquel que a grandes rasgos se corresponde con el despotismo –si seguimos las distinciones de Montesquieu– o la tiranía o dictadura –si nos quedamos en la clásica aristotélica–, solo que adaptada a las condiciones de las sociedades de masas modernas. Por otra parte, es un concepto que se desarrolló sobre todo a lo largo de la guerra fría, en pleno conflicto ideológico entre democracias liberales y regímenes de socialismo de Estado, con lo cual ha sido presentado casi siempre como el opuesto radical de la democracia bien entendida.
En este sentido, su carácter de régimen prevalece sobre el de ideología, aunque va de suyo que todo régimen se sustenta sobre ideologías o doctrinas políticas específicas, que le sirven como fundamento racionalizador. Además, el adjetivo “totalitario” ha solido adscribirse casi siempre a regímenes como el nacionalsocialista o el estalinista, que tienen visiones ideológicas contrapuestas, algo que vuelve a reforzar la idea de que es más forma política que ideología propiamente dicha.
Ocurre, sin embargo, que ideologías como el fascismo italiano (Giovanni Gentile) o el nacionalsocialismo (Carl Schmitt) coquetearon con la idea del “Estado total”, que se concretó en la famosa frase de Mussolini en su discurso de La Scala de Milán en 1925: “Tutto nello stato, niente al di fuori dello stato, nulla contro lo stato” (“Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”). Pero el fascismo como tal, al menos en sus versiones italiana y española, no suele incorporarse habitualmente entre los Estados totalitarios, a pesar de pronunciarse a favor de la eliminación liberal entre…