Todos los hombres de la presidenta
El 24 de abril de 1939, la revista Time publicaba en su página de personalidades una fotografía de Katharine Graham con la siguiente frase: “A Washington DC se ha trasladado la gentil Katharine (sic) Meyer, de 21 años, hija del editor Eugene Meyer, para encargarse, por 25 dólares semanales, de la sección ‘Cartas al director’ en el Post de su padre. Este afirma: ‘Si no marcha bien, la despediremos’”. Veinticuatro años más tarde de aquel anuncio, Katharine Graham “marchó” más que bien y se convirtió en la primera presidenta de Washington Post Company, haciendo de su trayectoria profesional una declaración de principios para el periodismo, una inspiración para el feminismo y un revulsivo para llevar hasta lo más alto a uno de los diarios más importantes del mundo.
Una historia personal es –valga la redundancia– mucho más que una historia personal. Lo que retrata, con suma humildad, Graham a lo largo de las más de 500 páginas de esta obra es un mundo en el que el periodismo comenzaba a sentar sus bases y la relación de este con el poder suponía un constante ajuste para lograr el equilibrio perfecto.
Cuando en 1933 el empresario Eugene Meyer, hijo de un judío francés que llegó a Estados Unidos 74 años antes, compró el Washington Post, el diario tenía una de las tiradas más bajas de la ciudad. Su obsesión por convertirlo en un referente de la prensa le llevó a dotar a sus redactores de una gran independencia, valor que, junto con la lealtad a los lectores y a la verdad, representaban un proyecto informativo que acompañaría muy de cerca el devenir de la historia política y social de EEUU. Meyer supo sembrar en su hija Katharine la semilla de la pasión por el Post, haciéndole participe de las decisiones, contrataciones y las nuevas adquisiciones que se hacían desde su primera sede en la calle E de la capital. Sin embargo, y a pesar del interés que en ella despertaba el mundo de los medios de comunicación durante su etapa universitaria, las costumbres de EEUU a principios de siglo marcaron gran parte de su vida. Su matrimonio con Phil Graham, en 1940, le llevó a distanciarse del día a día del diario y centrarse en numerosas labores benéficas en la ciudad, además del cuidado de sus cuatro hijos. Meyer descargó entonces el legado del Post en su yerno, quien lejos de seguir los pasos de su esposa y empezar con las cartas al director a 25 dólares la semana, se incorporó al medio como editor asociado.
La etapa en la que Eugene Meyer y Phil Graham estuvieron al frente del grupo fue decisiva para el crecimiento del Washington Post. Katharine Graham pudo contemplar desde sus residencias de Mount Kisco o Glen Welby la compra del Times-Herald, la llegada del histórico Ben Bradlee, el traslado al actual edificio en la calle L, la compra de cadenas de radio y televisión en asociación con la CBS y el logro de alcanzar los 395.000 ejemplares diarios. Phil Graham fue poco a poco asumiendo la dirección del grupo, y sus deseos de implicación en la vida política del país le convirtieron en un hombre cercano a figuras como Lyndon B. Johnson, con un papel fundamental en su elección como vicepresidente de John F. Kennedy.
El fallecimiento de Meyer convirtió automáticamente a su yerno en presidente del que ya era un grupo fundamental en el ámbito de los medios. Katharine, aunque cercana siempre a las tribulaciones que vivió el diario, siguió sin tener responsabilidad ejecutiva sobre decisiones tan importantes como la compra de la revista Newsweek.
Un trastorno maniaco-depresivo terminó con el suicidio de Phil Graham en 1963. Katharine, que previamente había soportado una infidelidad pública y un intento de divorcio, se vio ante la tesitura de elegir entre dos opciones. La primera era la que esperaban muchos de su círculo social que convivían en los ambientes de cierto machismo dentro del Camelot creado por el matrimonio Kennedy, y consistía en buscar un nuevo marido que pudiera ocuparse de los negocios familiares. La segunda era ponerse al frente de Washington Post Company. Esta fue su opción. La señora Graham fue nombrada presidenta de un grupo mediático formado en su mayoría por hombres, iniciando lo que describe en este libro como un largo e intenso proceso de aprendizaje, en el que nunca adoptó una postura defensiva y mantuvo siempre una gran altura de miras y una admirable apertura mental.
Bajo su presidencia, el Post relató la muerte del presidente Kennedy, también supo mantener aún más su independencia frente a las presiones políticas y a los numerosos lazos afectivos que unían a Graham con los hombres más poderosos del país, y consolidó una cobertura informativa internacional que se convertiría en referencia.
En Una historia personal se ve la progresiva entrada de Graham en la alta sociedad estadounidense, con veranos en el Adriático acompañada de los Agnelli, fiestas neoyorquinas de la mano de Truman Capote o veladas nocturnas junto a Henry Kissinger. En apenas seis años, Katharine Graham supo ganarse el respeto de un buen puñado de hombres que, aunque al principio resultaron acérrimos defensores de la gestión de su marido y dudosos sobre la nueva incorporación, la llevaron a convertirse en 1969 en editora además de presidenta. Fue entonces cuando comenzó a ser consciente del poder que podía ejercer para lograr una mayor presencia de mujeres en lo que ella misma denominó como “santuarios retrógrados de supremacía masculina”. Así, rechazó la invitación a participar en un encuentro del Club Nacional de Prensa por no admitir aún a mujeres como socias, y defendió en diferentes foros públicos sus convicciones de libre elección del estilo de vida que una mujer quisiera llevar.
La oposición tanto de Newsweek como de Washington Post a la guerra de Vietnam y las consiguientes presiones prepararon al barco que capitaneaba Graham para la que sería la embestida más fuerte sufrida por el medio hasta la fecha. Casi desde su llegada a la Casa Blanca, Richard Nixon mostró una posición defensiva frente a todos los medios, pero de manera muy especial frente al Washington Post, al que trató de desprestigiar de diferentes maneras.
El Watergate supuso la prueba definitiva para Graham. Prueba que superó con creces gracias a su apoyo constante a Bob Woodward y Carl Bernstein, incluso durante los muchos meses en los que la investigación no avanzaba, así como su aguante frente a las amenazas de John Mitchell, jefe de campaña de Nixon. Su equipo sabía tanto del apoyo de Graham, que el propio Bradlee llegó a afirmar “(…) si el juez quiere enviar a alguien a la cárcel, va a tener que enviar a la señora Graham. ¡Y está dispuesta a ir! ¿Os imagináis las fotos de su limusina llegando al centro de detención de mujeres, y allí sale nuestra chica, a la cárcel por defender la Primera Enmienda?”.
Para entonces, Bradlee, Woodward, Bernstein y todos los redactores y jefes de Washington Post Company ya se habían convertido en los hombres de la presidenta.