La violencia terrorista en Afganistán ha evolucionado y es una seria amenaza para la estabilidad política, el mantenimiento de la cohesión social o la integridad de los contingentes militares multinacionales que desarrollan misiones en el país, incluidas las tropas españolas.
Seis años después de que a los talibanes les fuera arrebatado el poder, sus actividades de insurgencia en forma de terrorismo son una realidad cotidiana muy frecuente que además se ha extendido por gran parte de Afganistán. Así están las cosas desde que, tras los atentados del 11 de septiembre, la operación Libertad Duradera, lanzada por Estados Unidos y Reino Unido, a los que se unieron formalmente unos países y prestaron colaboración de hecho otros más, pusiera fin mediante el uso de medios militares a la teocracia totalitaria que aquellos islamistas radicales habían conseguido establecer para mediados los años noventa y cuyos mandatarios estaban en abierta connivencia con Al Qaeda. Esta última había planificado desde sus bases en suelo afgano los atentados de aquel día en Nueva York y Washington, al igual que otros previos asimismo cruentos aunque menos espectaculares, como los ocurridos en Nairobi y Dar es Salaam en agosto de 1998.
Formaban parte de su plan de provocación, ideado para lograr que tropas estadounidenses y de otras naciones, caracterizadas de judíos o cruzados por los yihadistas, se vieran obligadas a combatir, con una desventaja que los dirigentes de Al Qaeda daban por descontado, en tierra de musulmanes, buscando así aprovecharse de la situación. Pero al desaparecer el régimen talibán, esa estructura terrorista quedó privada del santuario del que hasta entonces disponía en territorio afgano. Ahora bien, las cosas en modo alguno han evolucionado en un sentido tan desfavorable como inicialmente se esperaba para Al Qaeda y el entramado de terrorismo global del cual es núcleo fundacional, debido tanto…