No parece necesario extenderse recordando las posibilidades que el transporte aéreo ofrece en cuanto a movilidad de personas y mercancías, y sus implicaciones en la sociedad, tanto desde el punto de vista de los individuos como del de las organizaciones.
La disponibilidad de un sistema de transporte aéreo seguro, fiable y económicamente accesible, de cobertura mundial, es algo que ya damos por descontado, un elemento más de los que configuran el modo de vida de la sociedad actual.
La infraestructura del transporte es, además, un elemento básico en el desarrollo de los países y su avance y modernización resultan tanto más necesarias cuanto más extenso sea el territorio nacional y mayor dependencia tenga su economía de los intercambios con el exterior. Además de su función primaria de medio de transporte, el modo aéreo tiene una notable importancia socioeconómica, contribuyendo de manera notable tanto al PIB como a la generación de empleo de calidad en aquellos países en los que está más desarrollado.
Pero, … nos preocupa su impacto ambiental.
Impacto ambiental: eficiencia y sostenibilidad
El interés por el impacto ambiental del transporte aéreo surgió a mediados de los años sesenta, con la generalización de los vuelos de reactores comerciales. Centrado inicialmente en los impactos locales alrededor de los aeropuertos, primero el ruido y posteriormente las emisiones de gases que pueden afectar a la calidad del aire fueron objeto de medidas regulatorias, que se fueron plasmando en sucesivas actualizaciones del Anexo 16 de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI).
Por su parte, las emisiones de alcance global de la aviación, que contribuyen al calentamiento global al inyectar en la atmósfera terrestre gases de efecto invernadero (GEI), fueron objeto de estudio detallado en la década de los noventa. OACI solicitó al Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) un estudio especial sobre estos efectos, que se publicó en 1999. Este trabajo especificaba que el único GEI emitido por las aeronaves era el dióxido de carbono (CO2), pero que otras emisiones, como algunos óxidos de nitrógeno (NOx), vapor de agua, compuestos de azufre y partículas sólidas, emitidas en altitudes correspondientes al régimen de crucero de los vuelos comerciales, podían contribuir igualmente al cambio climático. La aviación sería responsable del 2,0-2,5% de las emisiones antropogénicas de CO2, y 3,5-4,0% del total del calentamiento atmosférico causado por las actividades humanas. Estas estimaciones se han revisado sucesivas veces en los años siguientes, manteniéndose los porcentajes de CO2, pero tendiendo a aumentar los totales, según avanzan las investigaciones sobre los efectos de las estelas de condensación en la formación de nubes de tipo cirro.
Tras muchos años y muchas discusiones, finalmente en 2017 OACI aprobó un nuevo capítulo del Anexo 16, que exige certificar las emisiones de CO2 de los nuevos aviones.
Mitigación: un esfuerzo coordinado
Aunque las bases principales de la política ambiental de OACI se centran en aspectos de regulación técnica, a comienzos del presente siglo, y a la vista de los resultados del informe del IPCC, se establecieron unas líneas generales de actuación, conocidas popularmente como la política de los “cuatro pilares” (Four Pillars Policy), que clasificaba las medidas de protección del medio ambiente en cuatro grupos:
– Mejoras técnicas en los nuevos aviones, motores y sistemas
– Mejoras en la navegación aérea y los procedimientos operativos
– Mejoras en las infraestructuras aeronáuticas
– Medidas de mercado (Market Based Measures, MBM)
Con esta política, se aceptaba que las mejoras técnicas por sí solas, no serían suficientes y que sería preciso la introducción de mecanismos económicos de mercado, para incentivar la adopción de políticas activas en favor del medio ambiente por parte de los operadores.
Eficiencia
Al margen de estos mecanismos económicos, el resto de las mejoras son eminentemente tecnológicas, y van encaminadas a la reducción del consumo de combustible (en una reacción de combustión la masa de CO2 producido es proporcional a la del hidrocarburo quemado), o mejor dicho, a la reducción del consumo de combustible por cada unidad producida, que en el transporte aéreo es el producto de lo transportado por la distancia recorrida, y se mide normalmente en pasajero-kilómetro transportado (PKT), o en tonelada-kilómetro transportada (TKT). Se define así el concepto de eficiencia energética, como los litros de combustible consumidos por cada PKT o por cada TKT. Este concepto de eficiencia es el que utilizamos cuando decimos coloquialmente que nuestro coche “gasta seis litros a los 100”. Se entiende como que el vehículo, en unas condiciones dadas de operación, consume seis litros de combustible por cada 100 kilómetros recorridos. No se menciona, pero está implícito, que en el vehículo hay pasajeros, al menos el conductor. Si consideramos una ocupación media para el tráfico por carretera en un país como España de 1,5 pasajeros por vehículo, nuestra afirmación de que el coche “gasta seis litros a los 100”, equivale a decir que su eficiencia energética es de cuatro litros de combustible por cada 100 pasajero-kilómetro transportado, o PKT.
La pregunta es, usando esta referencia ¿cómo de eficiente es el sector de la aviación en comparación? La respuesta probablemente sorprenda: los reactores comerciales modernos, a factores de ocupación habituales, consumen del orden de tres litros/100 PKT, estando los modelos de última generación próximos a dos litros/100 PKT.
Ciertamente las cifras absolutas asustan: un vuelo de Madrid a Santiago de Chile puede consumir 120 toneladas de combustible. Pero a cambio su capacidad de transporte es tremenda, porque ese avión traslada a 350 personas a más de 11.000 km. El cociente es la eficiencia.
A esta eficiencia asombrosa se ha llegado acumulando, durante décadas, un sinfín de avances tecnológicos en diversas ramas de la ingeniería: aerodinámica, materiales, propulsión, sistemas, etc. Y la motivación, antes que ambiental, fue (y sigue siendo) económica. Desde los albores de la aviación, las compañías aéreas han tenido problemas para rentabilizar sus operaciones. Porque volar es caro, costoso en términos energéticos. Es preciso un sistema propulsivo capaz de mover una gran masa a una elevada velocidad que, gracias al diseño aerodinámico, permita sustentarla en el aire, minimizando el rozamiento con éste y reduciendo a su vez la fuerza propulsiva necesaria. Todo ello lleva a un elevado consumo de combustible, queroseno normalmente, derivado del petróleo, y sometido a la volatilidad de precios de éste. El problema se exacerbó a partir de las crisis del petróleo de los años setenta del siglo pasado, hasta llegar a nuestros tiempos en los que la partida de combustible representa entre el 20% y el 30% del total de los costes de una compañía aérea.
El concepto de eficiencia energética es, por tanto, consustancial al hecho de volar, y al desarrollo de la aeronáutica. La obsesión por la reducción del peso de las aeronaves y las mejoras aerodinámicas, junto con la consecución de la propulsión suficiente, han estado presentes desde los primeros modelos. Cada nueva generación de aeronaves ofrece consumos de combustible que mejoran en porcentajes de dos dígitos a los aviones que vienen a remplazar.
El problema de la eficiencia energética del transporte aéreo, sin embargo, es de mayor alcance, y como señala el enfoque de “las cuatro pilares”, requiere de la participación de todos los agentes implicados, más allá de los fabricantes de aviones, motores y sistemas, que abarque también a los proveedores de servicios de navegación aérea, aeropuertos, organismos reguladores y, por supuesto, las propias compañías aéreas. Este impulso se ha acelerado en las últimas dos décadas por la creciente importancia que el impacto ambiental del transporte aéreo ha ido tomando en la sociedad. El propio sector, a través de diversas organizaciones como OACI o IATA, establece continuamente objetivos de reducción de las emisiones de CO2.
La importancia dada a la sostenibilidad del sector y a su impacto ambiental ha desarrollado una línea nueva que, si bien no afecta directamente a la eficiencia energética del sector, sí reduce sus emisiones netas de CO2, como es el desarrollo de nuevos combustibles, los llamados combustibles sostenibles de aviación (SAF por sus siglas en inglés).
«La presión social, mediática y, sobre todo, política para no ya mitigar, sino para neutralizar el impacto de la aviación sobre el clima, no ha dejado de crecer»
Mediante todas estas medidas, el sector, según estimaciones de IATA (Asociación de Transporte Aéreo Internacional), está mejorando su eficiencia energética, medida en litros de queroseno por TKT, un 2% anualmente. Pero se espera el tráfico que siga creciendo a tasas anuales del orden del 4%. Es decir, sin esfuerzos adicionales, las emisiones de CO2 del transporte aéreo crecerían un 2% cada año. Entre estos esfuerzos adicionales, además de los listados con anterioridad, están las medidas de carácter económico: tasas, impuestos y comercio de derechos de emisión.
Pero la presión social, mediática y, sobre todo, política para no ya mitigar, sino neutralizar el impacto de la aviación sobre el clima, no ha dejado de crecer. De manera que en 2022, la XLI Asamblea de OACI aprobó como “Long Term Global Aspirational Goal” el conseguir una aviación internacional con cero emisiones netas de carbono para 2050.
Para la Unión Europea, en cambio, no basta con aspiraciones, ni fiarlo todo a 2050, ni limitarse solo a la eliminación de las emisiones netas de CO2. El llamado Pacto Verde Europeo, a través de la Ley del Clima, en vigor desde 2021, establece un objetivo jurídico para que la UE alcance la neutralidad climática (cero emisiones netas de GEI) de aquí a 2050, además de reducir para 2030 al menos un 55% las emisiones netas de gases de efecto invernadero en comparación con 1990. Y ello incluye a la aviación.
En este contexto, el enfoque de los “cuatro pilares”, se ha reformulado hoy, en la jerga de OACI, como una “cesta de medidas” (basket of measures), que incluye: tecnología aeronáutica, gestión del tráfico aéreo, SAF e instrumentos de mercado.
¿Hasta qué punto se confía en cada uno de los elementos de la “cesta” para alcanzar esos objetivos? Existen diversas “hojas de ruta”, que no difieren demasiado. Una de las más citadas, la del Air Transport Action Group (ATAG), estima que para alcanzar cero emisiones netas en 2050, el 50% de la reducción vendría de la mejora de la eficiencia energética o reducción del consumo de combustible de los aviones, el 10% de la gestión del tráfico aéreo y las operaciones, y el 40% restante de los nuevos combustibles.
Avances tecnológicos
La presión sobre la mejora de la tecnología es, por tanto, grande, aplicada a un sistema ya extremadamente eficiente. Ya no bastan pues mejoras evolutivas, sino que se necesitan cambios radicales.
Para entender cómo se enfoca esta transformación, es preciso conocer la estructura del tráfico. El transporte aéreo se segmenta a grandes rasgos, en función de la distancia recorrida, en los denominados vuelos regionales, los vuelos de corto y medio alcance, y los vuelos de largo alcance. Las distancias que separan estos tres segmentos son difusas, y se caracterizan más bien por el tipo de avión utilizado, muy diferente en cada uno de los tres segmentos, tanto en alcance como en capacidad. En la aviación comercial, aviones de mayor tamaño pueden transportar más pasajeros y también más combustible y, por tanto, tienen mayor alcance. En número, la mayor parte de los vuelos son operados por aviones de corto y medio alcance (las populares familias A320 de Airbus o B737 de Boeing), del orden del 70%, pero representan el 50% de las emisiones. Por otro lado, los vuelos de larga distancia (operados por los grandes aviones de doble pasillo, tipo A350 o B787), que representan una pequeña proporción del total, son responsables de aproximadamente el 45% de las emisiones. Finalmente, los pequeños aviones regionales (turbohélices o reactores), hacen más vuelos que los de largo alcance, pero representan tan solo el 5% del total de las emisiones.
Los avances tecnológicos que se plantean, son necesariamente diferentes para cada uno de estos segmentos.
Para la aviación regional y general, la industria está desarrollando diferentes prototipos, generalmente de pequeño tamaño, que emplean electricidad como fuente de energía, bien totalmente o bien en configuración híbrida, pudiendo despegar con los motores consumiendo queroseno, mientras que en regímenes de menor demanda energética, como el crucero, se alimentan de electricidad producida por baterías. El éxito de esta opción dependerá de los progresos que se consigan en la relación energía/peso de las baterías eléctricas y en el desarrollo de las pilas de combustible, que funcionan con hidrógeno (al que por supuesto se le supone verde).
«Muchas de las soluciones para desarrollar aeronaves y motores ultraeficientes son compatibles con el uso de combustible fósil, SAF mezclable, e incluso hidrógeno»
Para los aviones más grandes, responsables del grueso de las emisiones, hay dos grandes áreas de trabajo: la búsqueda de la ultraeficiencia en la aeronave, o cambiar de combustible. En esta segunda línea se enmarcan los esfuerzos por hacer económicamente viables los SAF (de origen bio o sintéticos, pero en ambos casos mezclables con el queroseno fósil) y, por otro lado, trabajar con un combustible alternativo, como el hidrógeno. El hidrógeno verde, suponiendo que se dispusiera de él en las cantidades requeridas y a precios que hicieran el transporte económicamente viable, sería una solución óptima que eliminaría completamente las emisiones de CO2. Sin embargo, a pesar de su alto poder calorífico, su densidad energética es baja, lo que implica cambios no solo en el motor, sino también en la aeronave, que necesita almacenar enormes volúmenes de hidrógeno líquido a temperaturas criogénicas. A los desafíos técnicos se le añaden, por tanto, cuestiones muy importantes acerca de la seguridad de la operación. En cualquier caso, el volumen de hidrógeno que sería necesario transportar imposibilita su utilización en los vuelos de largo alcance, y posiblemente también de medio (que, recordemos, representan muy por encima de la mitad del total de las emisiones).
Independientemente del sistema propulsivo que se utilice, el objetivo es maximizar la eficiencia de su uso, por motivos ambientales y económicos. Por tanto, muchas de las soluciones que se están planteando para el desarrollo de aeronaves y motores ultraeficientes, son compatibles con la utilización de combustible fósil, SAF mezclable, e incluso hidrógeno.
En la búsqueda de mejoras radicales en la eficiencia, se están considerando arquitecturas no convencionales para las aeronaves comerciales. Es llamativo que la configuración básica de estos vehículos se ha mantenido casi constante desde los primeros tiempos del transporte aéreo, basada en un elemento sustentador (ala), un elemento de control (cola) y un elemento para el transporte de la carga de pago (fuselaje). Ya se han realizado numerosos estudios sobre configuraciones no estándar, tipo ala volante, integrando los elementos de sustentación y de carga de pago, o bien diseños no tan atrevidos, pero más realistas, aumentando mucho la envergadura del ala (lo que requeriría en algunos conceptos arriostrarla al fuselaje).
A las mejoras aerodinámicas propiciadas por cambios en la configuración, y otras innovaciones para mejorar la eficiencia aerodinámica del ala, se suman los desarrollos de materiales más ligeros para reducir el peso en vacío de la aeronave. Los modelos de última generación tienen ya más de un 50% de su estructura en fibra de carbono y otros materiales compuestos. La reducción de peso produce un efecto de círculo virtuoso, porque reduce el consumo de combustible, lo que permite, a su vez, limitar el peso al despegue del avión y requiere motores de menor empuje. Como ejemplo, el Boeing 777-9 remplazará próximamente al 777-300ER, con mayor carga de pago y alcance, empleando motores de empuje 13% menor, con una eficiencia energética 16% mayor. Nuevos materiales y procesos de producción permitirán seguir aligerando aeronaves y motores.
En cuanto a la propulsión, se trabaja en tres líneas fundamentales de investigación: seguir incrementando, aún más, la relación de derivación de los turbofanes, llevarla al límite y pasar al concepto de open rotor (que supone en cierto modo volver a la hélice) y utilizar la inyección de agua en la cámara de combustión de los turbofanes (mejora la eficiencia y reduce las emisiones de óxidos de nitrógeno y también posiblemente las estelas de condensación).
Clean Aviation
Para ilustrar los desarrollos tecnológicos en curso, sirva como ejemplo Clean Aviation, un programa de investigación e innovación de la UE “para transformar la aviación hacia el futuro sostenible y climáticamente neutro que dibuja el Pacto Verde, y alcanzar la neutralidad climática en 2050”. Se constituye como un partenariado público-privado, entre la Comisión Europea y la industria aeronáutica, al igual que sus predecesores, los programas Clean Sky, iniciados en 2007. Con un horizonte temporal de siete años, 2023-2029, Clean Aviation desarrollará tecnologías aeronáuticas disruptivas que generen reducciones netas de gases de efecto invernadero de no menos del 30%, en comparación con 2020, que aumentarán hasta un 90% cuando se utilicen en combinación con combustibles sostenibles, o al 100% cuando se utilice hidrógeno como fuente de energía.
En síntesis, el I+D que Clean Aviation financia tiene como objetivo que la industria europea ponga en servicio antes de 2035 un avión regional (500 km de alcance, 50-100 pasajeros) híbrido eléctrico y un avión ultraeficiente de corto y medio alcance (hasta 4.500 km de alcance y 240 pasajeros), posiblemente un open rotor con un ala de enorme envergadura. En ambos casos, preparados para utilizar 100% SAF. Se financia además el desarrollo de tecnologías disruptivas que permitan, en un futuro, la propulsión por hidrógeno.
Conclusión
Las posibilidades de mejora de eficiencia energética son amplias, aunque dependen de los volúmenes de inversión que se dediquen a este aspecto y, por supuesto, llevan tiempo. Por tanto, a corto-medio plazo continuará la mejora de la eficiencia (superior al 2% anual), a medida que las compañías aéreas renuevan sus flotas con los nuevos modelos ya en servicio que reducen los consumos alrededor de un 20%. Más allá de eso, los combustibles de origen biológico parecen la única alternativa plenamente segura para reducir las emisiones a corto plazo, mediante decididas e importantes acciones regulatorias.
Será a medio-largo plazo, cuando puedan entrar en servicio configuraciones no convencionales ultraeficientes y nuevas fuentes de energía (eléctrica, quizá hidrógeno) que, junto a combustibles sostenibles de origen sintético, permitirán descarbonizar el sector. ¿Para 2050? Quizá en Europa. ●