Más allá de la información que ofrecen las etiquetas hay preguntas que, como mínimo, parecen relevantes. Por ejemplo, ¿qué impactos sociales y medioambientales ha generado el producto que vamos a comprar durante su ciclo de vida, desde el origen hasta su eliminación?
Por dónde viaja el correo electrónico que enviamos desde Europa a Estados Unidos? Esta es la pregunta planteada a casi 100 estudiantes de Ciencias de la Información y el resultado es, como mínimo, inquietante. Seis alumnos creen que el correo electrónico viaja a través de algún tipo de ondas emitidas por grandes antenas. El resto de la clase considera que el mensaje electrónico se transmite a través de satélites. Y tan solo dos alumnos defienden, con bastantes dudas, la materialidad de la –en apariencia– etérea comunicación digital. Efectivamente, Internet viaja sobre todo a través de cables alojados en el fondo oceánico.
La rocambolesca historia de cómo en 1858 cuatro barcos lograban colocar un cable de telégrafos entre Canadá e Irlanda añade todavía más incredulidad al asunto. Y, sin embargo, describe Internet de forma más rigurosa que un idílico cielo azul con nubes llenas de datos y archivos informáticos. Hoy, los cables submarinos de cobre han sido sustituidos por cables de fibra óptica que transportan mucha más información relevante que en el siglo XIX y, al mismo tiempo, el mito de la desmaterialización de las comunicaciones está más vigente que nunca.
Para empezar, porque la comunicación digital ha reducido la analógica, en términos globales, a una anécdota. Si a comienzos del siglo XXI solo el 25 por cien de la información estaba en formato digital, explica Martin Hilbert, investigador de la University of Southern California, en 2007 el proceso se había invertido y la información analógica almacenada en libros, revistas, cintas de música o vídeo ya solo suponía…