En enero de 2015, en Grecia, un partido de izquierda radical que había tenido un 4,6% de los votos en 2009 ganaba las elecciones. Faltaba por saber si ese ascenso fulminante que había comenzado en 2012 era el resultado pasajero de los vaivenes de la crisis financiera o la señal de una transformación más duradera. Su primera prueba de fuego fueron las elecciones de septiembre de 2015, cuando el primer ministro, Alexis Tsipras, pidió al electorado que renovara su confianza en él después de firmar el tercer acuerdo de rescate con los acreedores, días antes rechazado por los griegos en un referéndum. Aunque en un clima dominado por la decepción y la resignación, los ciudadanos revalidaron su apoyo. Pero esa tregua duró poco.
A partir de enero de 2016, tras la elección de Kyriakos Mitsotakis como líder de Nueva Democracia (ND), todas las encuestas apuntaban a una ventaja clara del partido de centroderecha. Ese liderazgo se confirmó en 2019, primero en las elecciones europeas, municipales y regionales del 26 de mayo, donde la victoria de ND fue contundente (33,1% frente a 23,7%) y después en las generales del 7 de julio, que confirmaron ese resultado: ND obtenía el 39,8% de los votos y Syriza el 31,5%, lo que suponía la mayoría absoluta para ND (108 diputados, más los 50 que el sistema griego otorga al primer partido) y una representación bastante menor para Syriza (86 diputados).
¿A qué cabe atribuir este resultado? La razón más evidente es que los ciudadanos, y en especial la clase media, están aún lejos de recuperar su calidad de vida anterior a los años de la crisis. El mensaje de Tsipras, basado en una mejora respecto al país que había recibido, su lucha y su honestidad, la salida del programa de rescate y su apuesta…