El golpe de Estado militar que derrocó el 25 de octubre de 2021 al primer ministro Abdallah Hamdok, junto con su dimisión el 2 de enero de 2022, ¿marcan el fin de un episodio que arrancó en diciembre de 2018? La caída del régimen militar-islamista encabezado por el general Omar al Bashir había suscitado el interés y la simpatía de gran parte de la opinión pública occidental, así como la de los pueblos árabes que habían visto venirse abajo sus propias esperanzas de libertad y de apertura tras el aplastamiento de las primaveras árabes de 2011 y las posteriores revueltas populares, desde Argelia hasta Irak.
Pues sí, se trata sin duda de un revés decisivo para el pueblo sudanés que, en su inmensa mayoría, apoyó ese intento de poner fin a 30 años de un poder militar-islamista que no había traído más que ruina y desolación.
Este golpe de Estado, la cruenta represión de las manifestaciones que vinieron después y la dimisión del primer ministro de transición vienen a clausurar una corta etapa —menos de tres años— de esperanza de refundación del Sudán sobre nuevos cimientos.
La caída del dictador: ¿cambiarlo todo para que nada cambie?
La caída de Omar al Bashir el 11 de abril de 2019 estaba claramente planeada por sus compañeros de ruta, que querían quitarse de encima a un jefe convertido en un problema. Omar al Bashir, estigmatizado por una orden de detención del Tribunal Penal Internacional, simbolizaba, efectivamente, un régimen culpable de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad. Hasta para sus partidarios cargaba la losa del fracaso a la hora de mantener a la fuerza la unidad de un Sudán rico gracias a los recursos del Sur. Su deseo de mantenerse en el poder después de las elecciones «formales» previstas para abril de 2020 disgustaban a quienes querían pasar página y que se olvidara su complicidad en la masacre de los lugareños de Darfur.
Las potencias vecinas —Egipto, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos—, por su parte, se sentían ofendidas por las actividades subversivas de Jartum: el Sudán parecía un aliado de Irán y acababa de ofrecer un punto de apoyo a Turquía y a Catar en Suakin, en el mar Rojo: una provocación simbólica a Arabia Saudí. Ese puerto frente al Hiyaz ha sido durante siglos el punto de embarque de los peregrinos africanos camino a La Meca. Así, Omar al Bashir fue decorosamente depuesto y solo imputado por el golpe de Estado —sin derramamiento de sangre— que le había llevado al poder el 30 de junio de 1989 (y no por sus 30 años de dictadura feroz).
Lo que pasó después es de todos conocido: tras la sangrienta represión del 3 de junio de 2019, del mes de mayo eufórico de la juventud, la intervención de las potencias occidentales junto con Egipto, Arabia Saudí y los Emiratos, evitó un regreso inmediato al antiguo orden.
El ejército regular, viciado por sus vínculos con el islam terrorista y su incompetencia en materia de gestión, tuvo que avenirse a confiar provisionalmente las riendas de la recuperación económica a civiles, más creíbles entre los donantes internacionales. Sin embargo, no hubo ningún traspaso de poder, los militares ni se lo plantearon: la «transición democrática» no fue más que un señuelo.
Abdallah Hamdok, designado primer ministro civil en agosto de 2019, parecía tener un perfil ideal: es originario de una tribu arabizada del Sudán central; siendo estudiante, fue miembro del Partido Comunista sudanés y conocía el mundo de las finanzas internacionales, del Banco Mundial a la Comisión Económica para África. Su perfil de Jano conjugaba raíces, compromiso, competencia, integridad, modernidad y, además, una agenda de contactos valiosa en los cenáculos occidentales financieros y diplomáticos. Una «declaración constitucional» publicada el 12 de agosto de 2019, destinada a la opinión pública occidental, había abierto la vía a esa transición prometedora, incluyendo a mujeres, una de ellas cristiana, en un nuevo gobierno presentado en octubre de 2019.
Había margen para olvidar que los militares seguían dominando Interior y Defensa, así como un «Consejo soberano» constituido el 5 de julio de 2019. Allí se codeaban con Mohamed Hamdan Dagalo, alias «Hemedti», el líder de las Fuerzas de Intervención Rápida (FDR), número dos del Consejo de soberanía e incondicional de los saudíes: las FDR son un complemento del ejército regular, inicialmente reclutado por los servicios de seguridad —el National Intelligence and Security Services (NISS)— en Darfur, para incendiar y saquear los pueblos, exterminar a los civiles o forzar su huida a los campos donde aun permanecen 20 años después.
El fracaso de Occidente a la hora de proteger el experimento democrático en Sudán es una puerta abierta a nuevos actores que ven el país como la entrada al corazón del continente africano
¿La competencia entre estas dos fuerzas armadas podía permitir a los civiles imponerse al cabo del período extrañamente largo (37 meses) de transición? Los dados estaban trucados desde el principio, con un reparto de roles que situaba a los responsables civiles, de hecho, bajo la estrecha supervisión de los militares y, en segundo plano, cada vez más, bajo la de las FDR. Además, a los líderes civiles, procedentes de las Fuerzas de la Libertad y del Cambio (FLC ), no los unía un programa concreto que contara con un apoyo popular activo; así que no pudieron establecer una relación de fuerzas más favorable. Lo que Sudán hubiese necesitado de las democracias occidentales es un plan Marshall, y no unas negociaciones meticulosas con acreedores y donantes; por desgracia, no hubo como interlocutores —ni en Europa ni en Estados Unidos, como tampoco en Egipto ni en las monarquías del Golfo— hombres de Estado dotados de un enfoque amplio sobre las relaciones con África («el continente del siglo XXI», decían) ni, por otra parte, entre África y la península árabe: una posible cooperación triangular para una activación justa del potencial africano, incluyendo los recursos humanos.
El inevitable descenso a los infiernos del gobierno civil
Ha prevalecido pues una visión mercantil y cortoplacista. Por parte sudanesa, las circunstancias no han facilitado la acción de los civiles: la crisis entre Egipto y Etiopía a raíz de la Presa del Renacimiento acaparó la atención de los dirigentes que, de todos modos, tal vez estaban demasiado centrados en la escena internacional, de la que esperaban que llegase la salvación. Luego vino la crisis desatada en Tigray, que desplazó la atención dispensada a Sudán, a partir de noviembre de 2020.
Muchos puestos de la administración central se habían confiado, según criterios de competencia, a exiliados retornados, que tenían en Occidente estabilidad, pero habían estado alejados durante años, e incluso décadas, de las preocupaciones cotidianas, privaciones y prioridades de la población. Y la vuelta al modo de funcionamiento de la administración y de la política del Sudán de antaño, con una gestión afable y consensuada, a menudo despreocupada, de los asuntos de Estado, estaba claramente a años luz de la urgencia de los males que padecía el pueblo.
La crisis económica y financiera que motivó la caída de Omar al Bashir alejó a la población de los responsables incapaces de remediarla, que finalmente optaron por una devaluación brutal de la moneda y la supresión de las subvenciones a los productos de primera necesidad, lo que les hizo perder la simpatía de su base popular. Así, el gobierno civil debilitó su credibilidad, agotada de recorrer los foros internacionales para tratar de aliviar los intereses de su deuda —a su vez, resultado de la corrupción de los militares y del empresariado islamista en el poder desde 1989— y borrar a Sudán de la lista de Estados que promueven el terrorismo.
Una sanción doblemente injusta, ya que el pueblo sudanés no había sacado ningún provecho de la deuda contraída en su nombre, sino que había permitido a los poderosos erigir y depositar su fortuna en el extranjero; y porque ese pueblo no era culpable de nada, sino víctima en sí, de ese apoyo al terrorismo internacional, activado por la jerarquía militar que seguía en pie.
La retirada de su inclusión en la lista de Estados que promueven el terrorismo llegó demasiado tarde y se pagó cara, con el reconocimiento del Estado de Israel el 25 de octubre de 2020. Una medida exigida por la administración republicana de Donald Trump buscando su reelección, y que la mayoría de los sudaneses vivió como una gran humillación —no tanto por el fondo como por la forma— y agravó irremediablemente el descrédito del gobierno civil. El reconocimiento de Israel fue, no cabe duda, el tiro de gracia a la «transición democrática»: en efecto, la había negociado directamente Hemedti y Abdel Fattah al Burhan, próximo al ejército egipcio y a los dirigentes emiratíes.
Lejos de Jartum, un Sudán rebelde y abandonado
Sin embargo, el gran fracaso del gobierno civil es quizás no haber sabido atajar de frente el problema de las relaciones centro-periferia, que condiciona toda estabilización de la situación en Sudán. El primer régimen militar sudanés, el del mariscal Abbud, había caído en octubre de 1964 por no haber sabido resolver la cuestión del Sur; el segundo, el del mariscal Nimeiri, se vino abajo en abril de 1985 por no saber respetar el acuerdo de paz de Adís Abeba en 1972, suscrito con los representantes de la rebelión del Sur; y el tercero, el de Omar al Bashir, después de haber «solucionado» el contencioso del Sur en 1985, pero a costa de una contrainsurrección devastadora en Darfur. Tal como me había confiado en los años ochenta John Garang, líder del Movimiento de Liberación de los Pueblos de Sudán, «el problema de Sudán no es el Sur, sino Jartum».
Sudán se presenta, en efecto, como una serie de círculos concéntricos cuyo núcleo sería Jartum y, ampliando el foco, el eje del valle del Nilo, al norte de Jartum, de donde proceden las élites. Con los pueblos y tribus de las regiones periféricas, se ejerce un apartheid no confesado, pero que condiciona el grado de «sudanismo» de cada ciudadano. Contra esta desigualdad de acceso a los recursos, a los servicios, al desarrollo, se han levantado todos los movimientos rebeldes: ayer del Sur; hoy, del Norte. Desde la independencia adquirida por el Sur en julio de 2011, una de las prioridades del gobierno del Norte debió haber sido escuchar los reclamos de su población periférica y marginada, más aún cuando el suelo y el subsuelo de esas regiones encierran los recursos naturales más prometedores del país. No lo hicieron. Al contrario: esas regiones fueron objeto de contrainsurrecciones devastadoras para la población.
Negociaciones para una paz ilusoria
Arrancaron negociaciones, con retraso, en Yuba, entre el gobierno de transición y los movimientos rebeldes implantados en esas regiones. Llegaron a un acuerdo en octubre de 2020, con dos movimientos de Darfur: el Movimiento por la Justicia y la Igualdad (MJE) y una fracción disidente del Movimiento de Liberación del Sudán (MLS-MM), así como con el movimiento armado del Nilo Azul meridional, el Movimiento por la Liberación de los Pueblos de Sudán (MLPS-Norte): una transformación del movimiento que ostentaba el poder en Yuba desde la independencia de Sudán del Sur en 2011, pero cuya ambición inicial era mantener la unidad del país.
Esos tres movimientos lograron ser miembros del Consejo Soberano (Malik Agar representando el SPLM-Norte, Minni Minnawi el MLPS-MM) y hasta del Consejo de Ministros (el dirigente del MJE, Yibril Ibrahim, recibió el cargo de ministro de Finanzas). No obstante, habida cuenta de experiencias históricas previas, dos movimientos primordiales (el MLS-AW de Abd el Wahid Mohamed Nur, líder histórico de la rebelión de Darfur, y el MLPS-Nuba, encabezado por Abdel Aziz el Hélu) siguen exigiendo que se separen religión y Estado; la negativa a esa exigencia fue, según ellos, la razón de todas las decepciones del pasado. Siguen, pues, armados y listos para retomar el combate. Una obstinación tanto más impresionante si se tiene en cuenta que 2,5 millones de habitantes de Darfur siguen retenidos en campos, mientras que las colinas de los montes Nuba eran hasta hace poco objetivo de bombardeos aéreos contra civiles.
Desde el inicio de la «transición», Darfur se ha convertido en escenario de brotes de violencia, provocados por conflictos agrícolas o por las tierras entre tribus arabizadas y pueblos denominados «africanos». Los métodos tradicionales de resolución de los conflictos entre nómadas y sedentarios han quedado obsoletos, dada la magnitud de los daños y atrocidades cometidos; por lo que respecta al Estado, nada puede hacer y sus normas son inadecuadas. Ahora es Hemedti, natural del país y convertido en número dos del poder en Jartum, quien alarga sus tentáculos en la región. Recluta a los jóvenes como mercenarios en el seno de las FDR, heredera de los yanyauid, de siniestro recuerdo. Estas están mejor equipadas, armadas y remuneradas que los soldados del ejército regular. Después de que los enviaran a Yemen en representación de Arabia Saudí, actualmente operan en Libia, en las filas del mariscal Haftar, y han tomado Jartum, donde garantizan la brutal represión de los manifestantes. Estas tropas protegen el tránsito del grupo Wagner entre Libia y la República Centroafricana, para eludir el Chad, en manos del ejército francés. Asimismo, controlan las rutas de los migrantes hacia Libia y Europa, y los yacimientos de oro del Darfur meridional, cuya producción se envía directamente a Dubái, sin aportar nada a los recursos del Estado (Sudán se ha convertido en el segundo productor de oro del continente africano, por detrás de Sudáfrica). Lo irónico es que los padres de esos jóvenes mercenarios son los habitantes de los campos que fueron expulsados de su aldea por el propio Hemedti: de verdugo ha pasado a ser benefactor, dando un puesto de trabajo –bien pagado– a sus hijos.
Las lecciones de un golpe de Estado
El golpe de Estado, seguido de la dimisión del primer ministro Hamdok el 25 de noviembre de 2021, marca, por consiguiente, el fin de una secuencia que se sitúa en el largo plazo. A lo mejor el ejército elige a un nuevo presidente en las filas de los partidos islámicos conservadores. Estos sirven los intereses de los grandes propietarios y de los comerciantes, que se consideran los únicos con legitimidad para dirigir el país. Ahora bien, hay más dinámicas en marcha, en esos grupos originarios de Darfur o de las periferias a menudo partidarios del islam político de Hassan al Turabi, el mentor de la revolución islámica desatada en junio de 1989. Este se había percatado del declive relativo de las élites del valle del Nilo y de la creciente relevancia de nuevas energías procedentes de las regiones lejanas: grupos indiferentes al concepto de Estado y cuya única referencia aparte de la tribu es el islam, instrumento de legitimación de tráfico ilegal, de conquistas y de rapiña, como vemos hoy extenderse en el Sahel. Desde esta perspectiva, el fracaso de Occidente a la hora de proteger la experiencia democrática en Sudán es a la vez una derrota ideológica y política, así como una puerta abierta a nuevos actores, para quienes Sudán es una llave de acceso al corazón del continente africano./