POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 221

Las banderas de Estados Unidos y China ondean en el Hotel Fairmont Peace, durante la visita del secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken. (Shanghai, 25 de abril de 2024). GETTY

Sonámbulos hacia la guerra

¿Harán caso Estados Unidos y China a las advertencias de catástrofe del siglo XX? El paralelismo con la espiral de hostilidades antes de la Primera Guerra Mundial debería servir a las dos potencias para evitar una desastrosa confrontación.
Odd Arne Westad
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En The Rise of the Anglo-German Antagonism, 1860-1914, el historiador británico Paul Kennedy explicaba cómo dos pueblos tradicionalmente amigos acabaron sumidos en una espiral de hostilidad mutua que desembocó en la Primera Guerra Mundial. Importantes fuerzas estructurales impulsaron la competencia entre Alemania y Gran Bretaña: imperativos económicos, geografía e ideología. El rápido ascenso económico de Alemania modificó el equilibrio de poder y permitió a Berlín ampliar su alcance estratégico. Parte de esta expansión –especialmente en el mar– tuvo lugar en zonas en las que Gran Bretaña tenía profundos y consolidados intereses estratégicos. Las dos potencias se consideraban cada vez más opuestas ideológicamente y exageraban sus diferencias. Los alemanes caricaturizaban a los británicos como explotadores del mundo ávidos de dinero, y los británicos retrataban a los alemanes como malvados autoritarios empeñados en la expansión y la represión.

Los dos países parecían estar en rumbo de colisión, destinados a la guerra. Pero no fueron las presiones estructurales, por importantes que fueran, las que desencadenaron la Primera Guerra Mundial. La guerra estalló gracias a las decisiones contingentes de los individuos y a una profunda falta de imaginación en ambos bandos. Sin duda, la guerra siempre fue probable. Pero era inevitable sólo si uno se adhiere a la visión profundamente ahistórica de que el acuerdo entre Alemania y Gran Bretaña era imposible.

La guerra podría no haber llegado a producirse si los líderes alemanes, después del canciller Otto von Bismarck, no hubieran sido tan descarados a la hora de alterar el equilibrio de poder naval. Alemania celebraba su dominio en Europa e insistía en sus derechos como gran potencia, haciendo caso omiso de las reglas y normas del funcionamiento internacional. Esa postura alarmó a otros países, no sólo a Gran Bretaña. Y a Alemania le resultaba difícil afirmar, como hizo, que quería crear un nuevo orden mundial más justo e integrador mientras amenazaba a sus vecinos y se aliaba con un Imperio austrohúngaro en decadencia, que se esforzaba por negar las aspiraciones nacionales de los pueblos de sus fronteras.

 

«Como Alemania y Gran Bretaña antes de la Primera Guerra Mundial, China y EEUU están inmersos en una espiral que puede acabar en desastre»

 

Una estrechez de miras similar prevalecía en el otro bando. Winston Churchill, jefe de la marina británica, concluyó en 1913 que la preeminente posición mundial de Gran Bretaña “a menudo parece menos razonable a los demás que a nosotros”. Las opiniones británicas sobre los demás tendían a carecer de esa autoconciencia. Funcionarios y comentaristas vertían duras críticas sobre Alemania, y arremetían especialmente contra sus prácticas comerciales desleales. Londres miraba a Berlín con recelo e interpretaba todas sus acciones como pruebas de intenciones agresivas y sin comprender los temores de Alemania por su propia seguridad en un continente en el que estaba rodeada de enemigos potenciales. La hostilidad británica, por supuesto, no hizo sino ahondar los temores alemanes y avivar sus ambiciones. “Pocos parecen haber poseído la generosidad o la perspicacia para buscar una mejora a gran escala en las relaciones angloalemanas”, se lamentó Kennedy.

Esa generosidad o perspicacia también se echa en falta hoy en día en las relaciones entre China y Estados Unidos. Al igual que Alemania y Gran Bretaña antes de la Primera Guerra Mundial, China y Estados Unidos parecen inmersos en una espiral descendente, que puede acabar en desastre para ambos países y para el mundo en general. Al igual que hace un siglo, existen profundos factores estructurales que alimentan el antagonismo. La competencia económica, los temores geopolíticos y la profunda desconfianza contribuyen a hacer más probable el conflicto.

Pero la estructura no es el destino. Las decisiones que toman los líderes pueden evitar la guerra y hacer que se gestionen mejor las tensiones que surgen siempre de la competencia entre grandes potencias. Como en el caso de Alemania y Gran Bretaña, las fuerzas estructurales pueden llevar los acontecimientos a un punto crítico, pero se necesita la avaricia humana y una ineptitud a escala colosal para que se produzca un desastre. Del mismo modo, el buen juicio y la capacidad pueden evitar los peores escenarios.

 

Las líneas están trazadas

Al igual que la hostilidad entre Alemania y Gran Bretaña hace más de un siglo, el antagonismo entre China y Estados Unidos tiene profundas raíces estructurales. Se remonta al final de la Guerra Fría. En las últimas fases de ese gran conflicto, Pekín y Washington habían sido aliados de algún modo, ya que ambos temían el poder de la Unión Soviética más de lo que se temían entre sí.

Pero el colapso del Estado soviético, su enemigo común, significó casi de inmediato que los responsables políticos se fijaran más en lo que separaba a Pekín y Washington que en lo que los unía. Estados Unidos deploraba cada vez más el gobierno represivo de China. A China le molestaba la entrometida hegemonía mundial de Estados Unidos.

Pero el hecho de que se avivaran estas opiniones no condujo a un deterioro inmediato de las relaciones chino-estadounidenses. En la década y media que siguió al final de la Guerra Fría, las sucesivas administraciones estadounidenses creyeron que tenían mucho que ganar facilitando la modernización y el crecimiento económico de China. Al igual que los británicos, que en un principio apoyaron la unificación de Alemania en 1870

y su posterior expansión económica, los estadounidenses estaban motivados por su propio interés en favorecer el ascenso de Pekín. China era un mercado enorme para los bienes y el capital estadounidenses y, además, parecía decidida a hacer negocios a la americana, al importar los hábitos de consumo y las ideas estadounidenses sobre cómo debían funcionar los mercados con la misma facilidad con la que adoptaba los estilos y las marcas del país norteamericano.

 

«Tras caer la Unión Soviética, los responsables políticos se fijaron más en lo que separaba a Pekín y Washington que en lo que los unía»

 

Sin embargo, en el plano geopolítico, China desconfiaba mucho más de Estados Unidos. El colapso de la Unión Soviética conmocionó a los dirigentes chinos, y el éxito militar estadounidense en la Guerra del Golfo de 1991 les hizo comprender que China existía ahora en un mundo unipolar en el que Estados Unidos podía desplegar su poder casi a voluntad.

En Washington, a muchos les repugnaba el uso de la fuerza por parte de China contra su propia población en la plaza de Tiananmen en 1989 y en otros lugares. Al igual que Alemania y Gran Bretaña en las décadas de 1880 y 1890, China y Estados Unidos empezaron a mirarse con mayor hostilidad, incluso a medida que se ampliaban sus intercambios económicos.

Lo que realmente cambió la dinámica entre ambos países fue el inigualable éxito económico de China. En 1995, el PIB de China representaba alrededor del 10% del PIB estadounidense. En 2021, había crecido hasta situarse en torno al 75% del PIB estadounidense.

En 1995, Estados Unidos generaba alrededor del 25% de la producción industrial mundial, y China menos del 5%. Pero ahora China ha superado a Estados Unidos. El año pasado, China produjo cerca del 30% de la producción industrial mundial, y Estados Unidos sólo el 17%. Éstas no son las únicas cifras que reflejan la importancia económica de un país, pero dan una idea de su peso en el mundo e indican dónde reside la capacidad de fabricar cosas, incluido material militar.

A nivel geopolítico, la opinión de China sobre Estados Unidos empezó a empeorar en 2003 con la invasión y ocupación de Irak. China se opuso al ataque liderado por Estados Unidos, aunque a Pekín le importara poco el régimen del presidente iraquí Saddam Hussein. Más que las devastadoras capacidades militares de Estados Unidos, lo que realmente conmocionó a los dirigentes de Pekín fue la facilidad con la que Washington podía desestimar cuestiones de soberanía y no intervención, nociones que eran elementos básicos del propio orden internacional al que los estadounidenses habían convencido a China de unirse. A los responsables políticos chinos les preocupaba que, si Estados Unidos podía saltarse tan fácilmente las mismas normas que esperaba que otros respetaran, poco limitaría su comportamiento futuro. El presupuesto militar chino se duplicó de 2000 a 2005 y volvió a duplicarse en 2009. Pekín también puso en marcha programas para entrenar mejor a sus militares, mejorar su eficiencia e invertir en nuevas tecnologías. Revolucionó sus fuerzas navales y de misiles. En algún momento entre 2015 y 2020, el número de buques de la armada china superó al de la estadounidense.

Algunos sostienen que China habría ampliado espectacularmente sus capacidades militares independientemente de lo que hubiera hecho Estados Unidos hace dos décadas. Al fin y al cabo, eso es lo que hacen las grandes potencias emergentes a medida que aumenta su peso económico. Eso puede ser cierto, pero el momento concreto de la expansión de Pekín estaba claramente vinculado a su temor de que la potencia hegemónica mundial tuviera tanto la voluntad como la capacidad de contener el ascenso de China si así lo decidía. El ayer de Irak podría ser el mañana de China, como dijo un planificador militar chino, un tanto melodramáticamente, tras la invasión estadounidense. Al igual que Alemania empezó a temer verse acorralada tanto económica como estratégicamente en la década de 1890 y principios del siglo XX –justo cuando la economía alemana crecía a su ritmo más rápido–, China empezó a temer ser contenida por Estados Unidos justo cuando su economía se disparaba.

 

Antes de la caída

Si alguna vez hubo un ejemplo de arrogancia y miedo coexistiendo en un mismo liderazgo, ese fue el de la Alemania del káiser Guillermo II. Alemania creía tanto que su ascenso era ineludible como que Gran Bretaña representaba una amenaza existencial para ese ascenso. Los periódicos alemanes estaban llenos de postulados sobre los avances económicos, tecnológicos y militares del país, y profetizaban un futuro donde Alemania adelantaría a todos los demás. Según muchos alemanes (y también algunos no alemanes), su modelo de gobierno, con su eficaz mezcla de democracia y autoritarismo, era la envidia del mundo. Gran Bretaña no era realmente una potencia europea, afirmaban, al insistir en que Alemania era ahora la potencia más fuerte del continente y que debía dejársele libertad para reordenar racionalmente la región de acuerdo con la realidad de su poderío. Y, de hecho, podría hacerlo si no fuera por la intromisión británica y la posibilidad de que Gran Bretaña se aliara con Francia y Rusia para contener el éxito alemán.

Las pasiones nacionalistas aumentaron en ambos países a partir de la década de 1890, al igual que las ideas más oscuras sobre la malicia del otro. En Berlín crecía el temor de que sus vecinos y Gran Bretaña estuvieran empeñados en desbaratar el desarrollo natural de Alemania en su propio continente e impedir su futuro predominio. Ajenos en su mayoría a cómo su propia retórica agresiva afectaba a los demás, los líderes alemanes empezaron a considerar la injerencia británica como la causa fundamental de los problemas de su país, tanto en el interior como en el exterior. Veían el rearme británico y unas políticas comerciales más restrictivas como signos de intenciones agresivas. “Así que el célebre cerco de Alemania se ha convertido finalmente en un hecho consumado”, reconoció Wilhelm, cuando la guerra se estaba gestando en 1914. “La red se ha cerrado de repente sobre nuestra cabeza, y la política puramente antialemana que Inglaterra ha estado siguiendo con desprecio en todo el mundo ha obtenido la victoria más espectacular”. Por su parte, los dirigentes británicos suponían que Alemania era en gran parte responsable del declive relativo del Imperio británico, a pesar de que muchas otras potencias estaban ascendiendo a costa de Gran Bretaña.

 

Arrogancia y nacionalismo

China muestra hoy muchos de los mismos signos de arrogancia y miedo que Alemania exhibió después de la década de 1890. Los dirigentes del Partido Comunista Chino (PCCh) se enorgullecieron enormemente de haber guiado a su país a través de la crisis financiera mundial de 2008 y sus secuelas con más habilidad que sus homólogos occidentales. Muchos funcionarios chinos vieron la recesión mundial de aquella época no sólo como una calamidad made in USA, sino también como un símbolo de la transición de la economía mundial del liderazgo estadounidense al chino. Los dirigentes chinos, incluidos los del sector empresarial, dedicaron mucho tiempo a explicar a los demás que el inexorable ascenso de China se había convertido en la tendencia definitoria de los asuntos internacionales. En sus políticas regionales, China empezó a comportarse de forma más asertiva con sus vecinos. También aplastó los movimientos por la autodeterminación en Tíbet y Xinjiang y socavó la autonomía de Hong Kong. Y en los últimos años ha insistido con más frecuencia en su derecho a apoderarse de Taiwán, por la fuerza si fuera necesario, y ha empezado a intensificar sus preparativos para tal conquista.

La creciente arrogancia china y el nacionalismo en auge en Estados Unidos contribuyeron a dar la presidencia a Donald Trump en 2016, tras atraer a los votantes al presentar a China como una fuerza maligna en la escena internacional. En el cargo, Trump inició una escalada militar dirigida contra China y lanzó una guerra comercial para reforzar la supremacía de Estados Unidos, algo que marcó una clara ruptura con las políticas menos hostiles aplicadas por su predecesor, Barack Obama. Cuando Joe Biden sustituyó a Trump en 2021, mantuvo muchas de las políticas de Trump dirigidas contra China –alentado por un consenso bipartidista que considera a China una gran amenaza para los intereses estadounidenses– y desde entonces ha impuesto más restricciones comerciales destinadas a dificultar a las empresas chinas la adquisición de tecnología sofisticada.

 

«El presidente Biden ha mantenido muchas de las políticas de Donald Trump dirigidas contra Pekín»

 

Pekín ha respondido a este giro de línea dura de Washington mostrando tanta ambición como inseguridad en sus relaciones con los demás. Algunas de sus quejas sobre el comportamiento estadounidense son sorprendentemente similares a las que Alemania presentaba contra Gran Bretaña a principios del siglo XX. Pekín ha acusado a Washington de intentar mantener un orden mundial intrínsecamente injusto, la misma acusación que Berlín dirigió contra Londres. “Lo que Estados Unidos ha jurado constantemente preservar es un supuesto orden internacional diseñado para servir a los propios intereses de Estados Unidos y perpetuar su hegemonía”, declaraba en junio de 2022 un informe oficial publicado por el Ministerio de Asuntos Exteriores chino. “El propio Estados Unidos es la mayor fuente de perturbación del orden mundial real”.

 

«Pekín ha acusado a Washington de intentar mantener un orden mundial intrínsecamente injusto»

 

Estados Unidos, por su parte, ha estado intentando desarrollar una política hacia China que combine la disuasión con una cooperación limitada, de forma similar a lo que hizo Gran Bretaña cuando desarrolló su política hacia Alemania a principios del siglo XX. Según la Estrategia de Seguridad Nacional de la Administración Biden de octubre de 2022, “la República Popular China alberga la intención y, cada vez más, la capacidad de remodelar el orden internacional a favor de uno que incline el campo de juego mundial en su beneficio”. Aunque opuesta a tal remodelación, la Administración subrayó que “siempre estará dispuesta a trabajar con la RPC cuando nuestros intereses coincidan”. Para reforzar este punto, la Administración declaró: “No podemos dejar que los desacuerdos que nos dividen nos impidan avanzar en las prioridades que exigen que trabajemos juntos”. El problema ahora es –como lo fue en los años anteriores a 1914– que cualquier apertura a la cooperación, incluso en cuestiones clave, se pierde en recriminaciones mutuas, enfados baladíes y una desconfianza estratégica cada vez mayor.

En la relación británico-alemana, tres condiciones principales condujeron del antagonismo creciente a la guerra. La primera fue que los alemanes estaban cada vez más convencidos de que Gran Bretaña no permitiría el ascenso de Alemania en ninguna circunstancia. Al mismo tiempo, los dirigentes alemanes parecían incapaces de explicar a los británicos o a cualquier otra persona cómo, en términos concretos, el ascenso de su país reharía o no el mundo. La segunda era que ambas partes temían un debilitamiento de sus posiciones futuras. Esta perspectiva, irónicamente, animó a algunos líderes a creer que debían librar una guerra más pronto que tarde. La tercera fue una falta casi total de comunicación estratégica. En 1905, Alfred von Schlieffen, jefe del Estado Mayor alemán, propuso un plan de batalla que aseguraría una rápida victoria en el continente, donde Alemania tenía que contar tanto con Francia como con Rusia. Fundamentalmente, el plan incluía la invasión de Bélgica, un acto que dio a Gran Bretaña una causa inmediata para unirse a la guerra contra Alemania. Como dijo Kennedy, “el antagonismo entre los dos países había surgido mucho antes de que el Plan Schlieffen se convirtiera en la única estrategia militar alemana; pero fue necesario el genio sublime del Estado Mayor prusiano para proporcionar la ocasión de convertir ese antagonismo en guerra”.

Todas estas condiciones parecen darse ahora en la relación entre Estados Unidos y China. El presidente chino, Xi Jinping, y los dirigentes del PCCh están convencidos de que el principal objetivo de Estados Unidos es impedir el ascenso de China cueste lo que cueste. Las declaraciones de China sobre sus ambiciones internacionales son tan insulsas que casi carecen de significado.

Internamente, los dirigentes chinos están seriamente preocupados por la ralentización de la economía del país y por la lealtad de su propio pueblo. Mientras tanto, Estados Unidos está tan dividido políticamente que resulta casi imposible una gobernanza eficaz a largo plazo. La posibilidad de que se produzcan malentendidos estratégicos entre China y Estados Unidos es enorme debido a la limitada interacción entre ambas partes.

Todas las pruebas actuales apuntan a que China está haciendo planes militares para invadir algún día Taiwán, algo que provocaría una guerra entre China y Estados Unidos igual que el Plan Schlieffen contribuyó a provocar una guerra entre Alemania y Gran Bretaña.

 

Un nuevo guión

Las sorprendentes similitudes con el principio del siglo XX, un periodo que fue testigo del desastre definitivo, apuntan a un futuro sombrío de confrontación creciente. Pero el conflicto puede evitarse. Si Estados Unidos quiere evitar una guerra, tiene que convencer a los dirigentes chinos de que no está empeñado en impedir el futuro desarrollo económico de China. China es un país enorme. Tiene industrias que están a la par con las de Estados Unidos. Pero, como Alemania en 1900, también tiene regiones pobres y subdesarrolladas. Estados Unidos no puede, ni con sus palabras ni con sus acciones, repetir a los chinos lo que los alemanes entendieron que les decían los británicos hace un siglo: si sólo dejarais de crecer, no habría ningún problema.

Al mismo tiempo, las industrias chinas no pueden seguir creciendo sin restricciones a costa de todos los demás. La medida más inteligente que China podría tomar en materia de comercio es aceptar regular sus exportaciones de forma que no imposibiliten que las industrias nacionales de otros países compitan en ámbitos importantes como los vehículos eléctricos o los paneles solares y otros equipamientos necesarios para la descarbonización. Si China sigue inundando otros mercados con sus versiones baratas de estos productos, muchos países, incluidos algunos a los que no les ha preocupado demasiado el crecimiento chino, empezarán a restringir unilateralmente el acceso al mercado de los productos chinos.

Las guerras comerciales sin restricciones no benefician a nadie. Los países imponen cada vez más aranceles a las importaciones y limitan el comercio y la circulación de capitales. Pero si esta tendencia se convierte en un diluvio de aranceles, el mundo tendrá problemas, tanto económicos como políticos. Irónicamente, tanto China como Estados Unidos serían probablemente perdedores netos si las políticas proteccionistas se impusieran en todas partes. Como advirtió una asociación comercial alemana en 1903, las ganancias internas de las políticas proteccionistas “no tendrían ninguna importancia en comparación con el daño incalculable que una guerra arancelaria de este tipo causaría a los intereses económicos de ambos países”. Las guerras comerciales también contribuyeron significativamente al estallido de una guerra real en 1914.

Contener las guerras comerciales es un comienzo, pero Pekín y Washington también deberían trabajar para poner fin o al menos contener las guerras calientes que podrían desencadenar una conflagración mucho mayor. Durante la competencia intensa entre grandes potencias, incluso los pequeños conflictos pueden tener fácilmente consecuencias desastrosas, como demostró el período previo a la Primera Guerra Mundial. Tomemos, por ejemplo, la actual guerra de agresión de Rusia contra Ucrania. Las ofensivas y contraofensivas del año pasado no cambiaron mucho las líneas del frente; los países occidentales esperan trabajar para lograr un alto el fuego en Ucrania en las mejores condiciones que el valor ucraniano y las armas occidentales puedan conseguir. Por ahora, una victoria ucraniana consistiría en la repulsión de la ofensiva rusa inicial total de 2022, así como en condiciones que pongan fin a las matanzas de ucranianos, aceleren la adhesión del país a la UE y obtengan de Occidente garantías de seguridad para Kiev en caso de violaciones rusas del alto el fuego.

Muchos en el bando occidental esperan que China pueda desempeñar un papel constructivo en esas negociaciones, ya que Pekín ha insistido en “respetar la soberanía y la integridad territorial de todos los países”. China debería recordar que uno de los principales errores de Alemania antes de la Primera Guerra Mundial fue mantenerse al margen mientras Austria-Hungría acosaba a sus vecinos en los Balcanes, incluso mientras los líderes alemanes apelaban a los altos principios de la justicia internacional. Esta hipocresía contribuyó a producir la guerra en 1914. Ahora mismo, China está repitiendo ese error con su trato a Rusia.

 

Hacia una confrontación

Aunque la guerra en Ucrania es ahora la que más tensiones está provocando, Taiwán podría ser los Balcanes de la década de 2020. Tanto China como Estados Unidos parecen caminar sonámbulos hacia una confrontación en el estrecho en algún momento de la próxima década. Cada vez son más los expertos en política exterior china que piensan que la guerra por Taiwán es más probable que no, y los responsables políticos estadounidenses están preocupados por la cuestión de cuál es la mejor manera de apoyar a la isla. Lo notable de la situación de Taiwán es que todos los implicados tienen claro –excepto, quizás, los taiwaneses más empeñados en lograr la independencia formal– que sólo un posible acuerdo puede ayudar a evitar el desastre.

 

«Para evitar una guerra, EEUU tiene que convencer a Pekín de que no está empeñado en impedir el desarrollo económico de China»

 

Para evitar que se repita el escenario británico-alemán es esencial frenar la confrontación económica y amortiguar los posibles focos de tensión regionales, pero el aumento de la hostilidad entre China y Estados Unidos también ha hecho urgentes muchas otras cuestiones. Hay una necesidad desesperada de iniciativas de control de armamento y de abordar otros conflictos, como el que enfrenta a israelíes y palestinos. Son necesarias señales de respeto mutuo. Cuando, en 1972, los dirigentes soviéticos y estadounidenses acordaron una serie de “Principios básicos de las relaciones entre los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas”, la declaración conjunta no consiguió casi nada concreto. Pero creó un mínimo de confianza entre ambas partes y ayudó a convencer al líder soviético Leonid Brézhnev de que los estadounidenses no iban a por él. Si Xi, como Brézhnev, pretende seguir siendo líder de por vida, es una inversión que merece la pena hacer.

El aumento de las tensiones entre las grandes potencias también crea la necesidad de mantener una disuasión creíble. Existe el mito persistente de que los sistemas de alianzas condujeron a la guerra de 1914 y que una red de tratados de defensa mutua atrapó a los gobiernos en un conflicto que resultó imposible de contener. De hecho, lo que hizo que la guerra fuera casi una certeza después de que las potencias europeas empezaran a movilizarse unas contra otras en julio de 1914 fue la irreflexiva esperanza de Alemania de que Gran Bretaña no acudiera, después de todo, en ayuda de sus amigos y aliados. Para Estados Unidos es esencial no dar pie a tales errores en la próxima década. Debe concentrar su poder militar en el Indo-Pacífico y convertir esa fuerza en un eficaz elemento disuasorio frente a la agresión china. Y debería revitalizar la OTAN, con una Europa que soporte una parte mucho mayor de la carga de su propia defensa.

Los dirigentes pueden aprender del pasado, tanto en sentido positivo como negativo, sobre lo que hay que hacer y lo que no. Pero primero tienen que aprender las grandes lecciones, y la más importante de todas es cómo evitar guerras horrendas que reduzcan a escombros los logros de varias generaciones.