Siria en llamas
“… hasta la revolución no me había dado cuenta de que tenía una barrera de miedo…”. Con esta frase Robin Yassin-Kassab y Leila al Shami abren Un país en llamas, que nos relata cómo los sirios rompieron la barrera del miedo y la evolución del conflicto. Mucho se ha escrito sobre la guerra en Siria, pero pocas obras han utilizado de forma tan masiva entrevistas y testimonios de actores de la revolución: activistas, intelectuales, artistas, periodistas ciudadanos. Un relato vivo y apasionante que se mezcla con los análisis de los dos autores.
Como es sabido, las primeras manifestaciones fueron pacíficas y sin ninguna caracterización étnico-religiosa o de género. “Los sirios se estaban descubriendo a sí mismos y a su país” escriben los autores, estaban descubriendo el anhelo de libertad y de democracia que, sin ser conscientes, compartían entre ellos, así como la enorme capacidad organizativa y de resistencia que han demostrado a lo largo del conflicto.
Alimentar y fomentar las divisiones entre suníes y chiíes, entre musulmanes y cristianos, entre kurdos y árabes había sido la característica fundamental de las políticas del régimen de los Al Assad, padre e hijo. Y así fue la respuesta del régimen a la petición de los activistas en 2011: dividir. Apostar por la teoría de la conspiración y por la sectarización de la revolución desde el principio, gracias también a la manipulación de los medios de información nacionales y a la restricciones a los periodistas extranjeros. La violenta represión de las manifestaciones hizo que éstas aumentaran y fueran cada vez más masivas. Pero al mismo tiempo, la falta de apoyo occidental provocó también la militarización de la oposición. Las armas fueron necesarias, fue autodefensa.
Como señalan los autores, los revolucionarios llegaron a la conclusión de que la resistencia civil no era suficiente. Era el año 2012 y la revolución pacífica parecía ahogarse en la sangre de la lucha armada. Y con ella también las esperanzas que habían hecho posible, por ejemplo, la creación de organizaciones de base que llevaban a cabo la dura labor de organizar la resistencia no violenta, documentar los abusos del régimen, favorecer el diálogo entre las diversas almas de la oposición, así como el trabajo mediático necesario para contrarrestar la propaganda del régimen que los reducía a una manipulación de extremistas violentos.
Uno de los logros más importantes para los revolucionarios fue la constitución de los Consejos Locales, creados para gestionar las zonas abandonadas por el régimen y proporcionar los servicios que la ciudadanía necesitaba. Se pensaron como una especie de gobiernos locales en los que se depositaron muchas esperanzas, al verlos como un embrión de democracia representativa. Luchas de poder, brecha generacional, exclusión de las mujeres, los Consejos Locales no eran evidentemente la perfección -cómo pretenderlo en aquellas condiciones y con años de dictadura-, pero “nos estábamos preparando para poder gestionar nuestra ciudad cuando cayera el régimen”, declaró a los autores el activista Monzer al Sallal. La abogada y activista Razan Zaituneh alertó que sin financiación corrían el riesgo de acabar en manos de grupos que ofrecían servicios a cambio de leal- tad y poder. Nada podía ser más profético.
Con el aumento de la violencia, el pueblo sirio se refugió más en la religión y las relaciones entre las comunidades se endurecieron. A través de la militarización, el régimen estaba ganando su guerra: empujar la revolución hacia la violencia le permitía también alejar de ella sectores importantes de la población. Civiles y desertores del ejército formaron el primer núcleo de la resistencia armada. El Ejército Libre Sirio, que nunca fue un verdadero ejército, sino grupos de milicias, sufrió desde el principio por la falta de financiación adecuada, de disciplina, organización y coordinación, así como del suministro de armas, más allá de las armas ligeras, adecuadas para poder hacer frente al régimen sirio y más tarde a sus aliados más poderosos: Rusia e Irán. La formación del Frente Islámico, cuyo componentes provenían mayoritariamente del Ejército Libre Sirio fue fruto del pragmatismo que los combatientes necesitaron para obtener una mejor financiación, sobre todo de los países del Golfo, y para combatir tanto al Frente al Nusra, vinculado a Al Qaeda, como al grupo Estado Islámico.
Tal y como señalan los autores, fue la realidad que se vivía en los campos de batalla lo que empujó a muchos sirios a unirse al Frente al Nusra o a Estado Islámico. La reticencia estadounidense a armar adecuadamente al Ejército Libre Sirio porque no lo consideraba apto para derrocar el régimen, acabó favoreciendo a los grupos más extremistas y muchos combatientes empezaron a dirigirse hacia la galaxia de las mejor financiadas brigadas islamistas. Por otro lado, la oposición en el exterior no tenía ninguna fuerza, ya que no podía apoyarse en las organizaciones civiles y las milicias que operaban dentro del país.
No había nada de inevitable en la victoria de la contrarrevolución o nada de predestinado sobre la desintegración sectaria en Siria. Fue provocada y manipulada, señalan los autores, para que Al Assad se pudiera presentar como el mal menor y la solución al conflicto que él mismo había provocado, coadyuvado por una comunidad y una prensa internacionales orientalistas que apostaron por la narrativa que veía al régimen laico de Al Assad enfrentarse a los extremistas.