El pasado suele yacer en estratos de la experiencia humana, nunca totalmente olvidado, incluso cuando se encuentra profundamente sumido en la conciencia de una sociedad; pero, con excesiva frecuencia, en el este de Europa, está aún en carne viva. “Hemos aguardado este momento ocho siglos”, dijo el ministro de Defensa de la recién independizada Croacia en agosto de 1991, durante su lucha contra Serbia. Los estratos son capas de refinamiento, experiencia acumulada, incluso de pensamiento. Hay una importante división entre las sociedades que han atravesadora experiencia “moderna”–Reforma, Renacimiento, Ilustración y Revolución– y las que no. La división coincide en gran medida con una fisura religiosa, la que existe entre la Europa del catolicismo y el protestantismo, progenitores del Occidente moderno, y la Europa del cristianismo ortodoxo y el islam.
Europa se pobló merced a sucesivas migraciones procedentes de Oriente, algunas de las cuales se abrieron paso hasta la costa atlántica, y otras hacia el suroeste, pasando por los Pirineos y penetrando en la Península Ibérica; muchas de ellas se asentaron en el camino, por lo general junto a poblamientos anteriores. Aunque aún se conoce escasamente la Prehistoria, hay pocas dudas de que, hasta en los tiempos más remotos de los que tenemos pruebas de asentamientos humanos en Europa, existían hombres que en esencia eran como el hombre moderno en aspecto y en inteligencia, hombres capaces de ejecutar extraordinarias obras de arte y construcciones monumentales.
No hay en Europa occidental, fuera de Escandinavia, territorio importante que pueda pretender ser étnicamente “puro”. En ningún lugar es completa la mezcla de grupos humanos, con total asimilación de las migraciones sucesivas. Las diferencias tiene casi siempre carácter político, porque, desde el mismo comienzo, las relaciones entre grupos fueron competitivas y creaban rivalidades, venganzas, la guerra y la subordinación o sumisión de un grupo a otro, y estos acontecimientos están todavía vivos en la memoria de los pueblos. Las diferencias entre irlandeses e ingleses, o escoceses e ingleses, o entre catalanes y castellanos, o entre catalanes, vascos o bretones y franceses galos y germánicos no son triviales. Sin embargo, no llegan a ser, ciertamente, mortíferas, sino “folclóricas”, como dicen los franceses, y manejables dentro de la estructura de las naciones-Estado maduras.
No ocurre así con las diferencias que existen en el este de Europa, donde las naciones modernas se establecieron en el siglo XIX y a comienzos del XX con la desintegración del imperio otomano y el de los Habsburgo. Desde la retirada soviética de la región y el hundimiento del poder central en la propia Unión Soviética, los conflictos étnicos han vuelto a surgir como fuerza poderosa. Aquí las líneas divisorias son decisivas. Bohemia y Polonia son indiscutiblemente parte de la civilización europea occidental y del mundo moderno, aunque haya influido fuertemente sobre ellos su posición en el límite de Occidente, o su frontera con las civilizaciones bizantina, moscovita y otomana. Hungría, aunque marcada por su lucha medieval contra los turcos y siglo y medio de ocupación otomana, es también una nación occidental, católica y calvinista en religión. Los Estados bálticos son occidentales.
División religiosa
Un analista del Centro de Investigación Científica Nacional francés, Krzysztof Pomian, describe la línea de división religiosa más bien como “una zona” que comienza “en el Norte, pasando entre Finlandia y las Repúblicas Bálticas y Rusia, cruza Bielorrusia, separa Polonia de Ucrania, corta Rumania, dejando Transilvania al Oeste, y desciende por Yugoslavia para pasar entre Croacia de un lado y Serbia y Bosnia-Herzegovina del otro”. Luego sigue diciendo:
“Esta línea va, pues, desde el mar Blanco al Adriático y se corresponde con la división entre el cristianismo latino y el griego. Es también una línea divisoria histórica. Entre los siglos XII y XIV, el territorio situado al norte del Dniéster estuvo controlado por los mongoles de la horda dorada. Posteriormente, cayó paulatinamente en posesión de Rusia, en el momento del máximo avance de este país sobre Occidente, después de los repartos de Polonia. En el sur, los Balcanes estuvieron dominados por los otomanos desde el siglo XIV hasta finales del XIX. Durante aquellos largos siglos, estas dos regiones que componían Europa oriental se vieron literalmente excluidas de la historia europea”.
Hoy, los pueblos y los Gobiernos de Europa oriental y balcánica expresan el deseo de convertirse en parte de la Europa moderna, el Occidente moderno. Pero esta es una sociedad que apenas conocen. La mayoría son de creación reciente como naciones-Estado, aunque algunos tuvieron un período de existencia medieval. Exigen el derecho de autodeterminación, que para ellos expresó Woodrow Wilson en tiempos de la Primera Guerra mundial, pero en ninguno de ellos existe integridad étnica, y a la mayoría les queda por demostrar su capacidad para vivir según unas normas políticas seculares que sean jurídicamente indiferentes a las identidades étnicas y religiosas de los ciudadanos individuales.
«Con frecuencia se asume que la comunidad étnica es la base de la nacionalidad. No es así necesariamente. Las naciones de Europa occidental se crearon por azares dinásticos y no tuvieron base étnica unitaria»
En el pasado, la multiplicidad étnica y comunal de estas sociedades se acomodaba dentro de las estructuras políticas, fundamentalmente corporativas o feudales, de los imperios otomano y de los de Habsburgo. En 1918, ambos imperios dejaron de existir, pero aquellas entidades étnicas no han encontrado solución duradera para sus grandes dificultades. Junto con los judíos de Europa central y los pueblos de la Unión Soviética, soportaron las más feroces consecuencias de los dos totalitarismos del siglo XX, prueba de la que sólo ahora están saliendo.
Con frecuencia se asume que la comunidad étnica es la base de la nacionalidad. No es así necesariamente. Las naciones de Europa occidental se crearon por azares dinásticos y no tuvieron base étnica unitaria. La población prehistórica de Inglaterra sufrió invasiones de los celtas y los daneses antes de la conquista romana, y de diversos pueblos germánicos después, tras lo cual adquirieron gobernantes y colonizadores franceses normandos –es decir, escandinavos– en 1066. Desde 1945, Gran Bretaña ha recibido minorías indias, pakistaníes, bengalíes e indias occidentales, que son de origen indopaquistaní y africano. Los colonizados colonizan al colonizador, fenómeno que ya han experimentado también algunas de las demás antiguas potencias colonizadoras europeas.
Francia incorpora vikingos, belgas, germanos, galos de las guerras de César, bretones (celtas), catalanes, vascos, provenzales latinos (que hablan la lengua de oc) y también lo que sobrevive de su población prehistórica. Además, las guerras con Inglaterra llevaron a Francia escoceses e irlandeses (los “gansos silvestres”) que se quedaron allí, y sus nombres figuran incongruentemente entre la aristocracia francesa de hoy. En tiempos más recientes, ha habido en Francia judíos (Francia fue el segundo país de inmigración, después de Estados Unidos, de judíos rusos y polacos a fines del siglo XIX y comienzos del XX), polacos, italianos, españoles, portugueses y armenios; muchas de estas gentes llegaron después de la Primera Guerra mundial, cuando se fomentaba la inmigración a fin de que se recuperase el país tras la enorme pérdida de población masculina. Entre los llegados después de la Segunda Guerra mundial figuran indochinos, argelinos (musulmanes, judíos y también los llamados “pies negros”, antiguos colonos de Argelia francesa, que eran de diverso origen mediterráneo europeo del siglo XIX), marroquíes, tunecinos, libaneses y africanos de las antiguas colonias subsaharianas de Francia. Algunos de estos grupos son objeto de controversia y discriminación, pero se les ha dado la ciudadanía en grandes números y constituyen una presencia sumamente visible. (La estrella de tenis Yanni Noah es medio cameruniano; la estrella de cine Isabelle Adjani es medio argelina; el fallecido cantante y actor Yves Montana era italiano; hay destacados políticos de origen polaco, argelino y africano. Albert Camus era un “pie negro” medio español. El eminente novelista contemporáneo, Julien Green, miembro de la Academia Francesa, es un norteamericano, de familia confederal de Georgia, que se expatrió). Las únicas contestaciones posibles a la pregunta de qué es ser francés o británico, son hoy culturales y políticas, no étnicas, aunque hay tipos físicos en lo que se piensa como “típicamente” franceses o británicos (o alemanes u holandeses o españoles).
España es ibera, celta, visigoda (germánica) y vándala, y catalana, castellana y vasca, fenicia, griega y árabe. Portugal es africano, lusitano, celta y visigodo. Incluso la aislada Irlanda el refugio noreuropeo de Europa tras la caída de Roma tuvo sus invasores escandinavos y tiene sus irlandeses “negros”, de ojos y pelo oscuros, que según cuenta la leyenda, son descendientes de españoles naufragados de la Armada Invencible. Estados Unidos es hoy la menos étnica de las naciones (aunque posiblemente la más nacionalista), puesto que ha sido deliberadamente asimiladora de poblaciones inmigrantes de todo el mundo, con el nacionalismo americano como fuerza de asimilación y culturización (objetivos que hoy repudian muchos americanos). De manera más restringida, ocurre otro tanto en las naciones de inmigración de la antigua “Commonwealth blanca”: Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la Suráfrica blanca.
En Europa central oriental y balcánica, la nacionalidad se identifica con los antecedentes étnicos o religiosos. No se adquiere por inmigración (ni se pierde fácilmente por emigración). Esta diferencia radical con la idea occidental de nacionalidad está en el origen de las crisis de nacionalismo que han estallado en la zona desde el derrumbe del comunismo en 1989. Pero, aunque la nacionalidad se estima al margen del territorio, ciertos territorios se pueden considerar esenciales para ciertas naciones, como los serbios insisten que ocurre con la antigua provincia yugoslava de Kosovo: su importancia medieval para Serbia la hace serbia para siempre dicen, aunque desde entonces Kosovo ha llegado a estar casi totalmente poblada por albaneses musulmanes. Los rumanos consideran Transilvania parte integrante de Rumania, aunque su población es en gran parte húngara. Hay muchos casos semejantes.
Polonia existió durante ciento veintitrés años en ausencia de cualquier territorio reconocido como Polonia. Entre 1918 –cuando recuperó la existencia territorial después de los repartos del siglo XVIII (que la hicieron desaparecer absorbida por Prusia, Rusia y Austria)– y la actualidad, las fronteras de Polonia se han desplazado hacia el Oeste más de 240 kilómetros en su divisoria oriental y unos 110 en la occidental (en un país que antes de la Segunda Guerra mundial tenía 800 kilómetros de anchura). Parte de lo que antes era Polonia se halla ahora en Lituania y Ucrania, incluidos los grandes centros culturales de Vilna (Vilno) y Lvov (Lwow, Lemberg). Adam Zamoyski, en su libro “La vía polaca”, afirma que, a consecuencia de la Segunda Guerra mundial, “las fronteras de Polonia se retorcieron hasta coincidir con las de un modelo idealizado; las minorías que no habían sido extirpadas se desplazaron; los polacos de toda Europa oriental fueron concentrados”. Y más adelante: “La pérdida de Vilno y Lwow y la desaparición de los elementos judíos, rutenos y alemanes han empobrecido la variedad cultural del mundo polaco. Los factores compensatorios son más políticos que culturales”. Sería presuntuoso suponer que la definición territorial de Polonia no puede volver a cambiar. Durante sus años de inexistencia territorial, la nación polaca sobrevivió en las mentes de los polacos que habitaban en lo que había sido la Polonia histórica y de los polacos que vivían exiliados en París y en otros lugares. Cuando por segunda vez dejó de poseer una existencia nacional independiente, durante la Segunda Guerra mundial, los polacos crearon escuelas secretas, como habían hecho durante los años del reparto, y también universidades (llamadas universidades “volantes”, porque sus clases subrepticias se mantenían en lugares constantemente cambiantes), e incluso instituciones clandestinas de administración civil y de justicia, a fin de afirmar la existencia política de la nación polaca a pesar de su inexistencia formal. Cuando Lech Walesa llegó a la presidencia de la reconstituida República Polaca no comunista en 1990, aceptó insignias de su ministerio no del general Wojciech Jaruzelski, el presidente más reciente de la República Popular Polaca, sino del anciano jefe de Estado del Gobierno polaco en el exilio, que se estableció inicialmente en 1940, en París, y que había permanecido en Londres desde 1941.
Durante los años de exilio, los polacos que trabajaban en Londres con los aliados de la guerra o que servían en barcos polacos, brigadas del ejército polaco y escuadrillas aéreas polacas adscritas a fuerzas británicas y, más tarde –después de que la Unión Soviética instalara en el poder al Partido Comunista en Polonia– Ios polacos que trabajaban en Nueva York, Londres o Munich con organismos de información occidentales y estaciones de radio patrocinadas por Occidente que emitían para Polonia, se comportaban como agentes de una nación a la que temporalmente se le había negado la libertad, pero que era en principio igual a las naciones norteamericana o británica con las que cooperaban y de las cuales se habían hecho, por necesidad, dependientes, temporalmente y a desgana. Intentaban mantener el principio de una relación de reciprocidad entre las potencias aliadas, mientras la suya se veía entorpecida por la mala fortuna, pero que con el tiempo sería capaz de cumplir sus obligaciones. Para los americanos y británicos que trabajaban con estos polacos, era una actuación edificante. Contrastaba, en los años cincuenta, con la actitud de muchas personas de otras naciones controladas por los soviéticos en el Este que trabajaban con gobiernos occidentales y que, desde luego, querían ver libres sus países, pero que se consideraban a sí mismos como emigrados y esperaban instalar a sus familias en Occidente de modo definitivo.
Compromiso práctico
La nación occidental es proveedora de defensa, orden cívico, un sistema de justicia, una estructura económica, un entramado para la industria y para las transacciones comerciales, sistemas de transportes y comunicaciones, etcétera. A cambio, exige la solidaridad de sus ciudadanos, lo que significa el consentimiento para aceptar las normas morales y legales de la colectividad, pagar los impuestos y apoyar de otras maneras el aparato del Gobierno del que todos se benefician, y acudir a la defensa común. La ciudadanía es un compromiso práctico que representa obligaciones y beneficios recíprocos, pero el compromiso tiene casi siempre un matiz emotivo, intenso con frecuencia, una adhesión al país, patrie o Vaterland que con frecuencia hace que la gente desdeñe las reivindicaciones de otros de poseer la justicia o la razón, o una moralidad común. El sentimiento nacional ha pasado constantemente por encima de los principios de solidaridad internacional y el universalismo político o religioso. La primera Internacional Socialista se resquebrajó al desencadenarse la Primera Guerra mundial, cuando miembros de la clase trabajadora internacional fueron con entusiasmo a la guerra unos contra otros por razones puramente nacionalistas. Cristianos y judíos rara vez han dudado en servir en los ejércitos de naciones en guerra, cualquiera que fuera la causa defendida. Las potencias coloniales europeas emplearon con éxito tropas musulmanas contra hermanos musulmanes, hindúes contra hindúes, o tropas africanas para mantener el orden en colonias africanas turbulentas.
La adhesión emotiva no es, sin embargo, esencial. Bélgica sólo obtiene una adhesión muy pequeña de la mayoría de sus ciudadanos por causa de cierto números de razones históricas, una de ellas, la larga ocupación extranjera, con el consiguiente papel gubernamental de agente de intereses extranjeros, y otra, la tensa coexistencia dentro de Bélgica de las comunidades lingüísticas francesa y holandesa. En la Bélgica contemporánea, muchas de las funciones del Gobierno central se han entregado a las autoridades valonas, flamencas y bruselenses (binacionales), y buen número de personas asignarían la mayor parte de las restantes a la Comunidad Europea, dejando que la nación belga se desvaneciese. Pero el argumento de que Bélgica no fue nunca una nación, sino sólo un artificio político del siglo XIX, conveniente en aquellos momentos para Prusia, Gran Bretaña y Francia, debe responder del hecho de que el análisis de las actitudes de valones y flamencos demuestra que ambos tienen más en común entre sí que los valones con los franceses o los flamencos con los holandeses. Existe, ciertamente, una nación belga, creada por la experiencia histórica común de grupos católicos en este llano país costero por el que tanto se ha combatido y en el que se encuentran las culturas francesa y germánica-holandesa. Pero es una nación que goza de un bajo nivel de adhesión patriótica.
Canadá guarda cierta semejanza con Bélgica: la mayoría de los canadienses modernos parecen no haber establecido nunca satisfactoriamente en sus mentes por qué debe haber una nación canadiense. La nación existe como consecuencia de la guerra de los Siete Años y de las secuelas de esa guerra en Europa; la rebelión contra la corona británica de las otras trece colonias norteamericanas de Gran Bretaña y la batalla de Vimy Ridge, en la Primera Guerra mundial, cuando los canadienses lucharon por primera vez como canadienses y no como ciudadanos de provincias individuales. Pero a veces parece que los ciudadanos de Estados Unidos creen en la necesidad de Canadá (como unos no-Estados Unidos de América; prueba de una posibilidad alternativa, demostración de no-inevitabilidad, incluso refugio) más que los propios canadienses. Quebec es una nación. Pero no está claro que el Canadá anglófono cumpla realmente la condición mínima de nacionalidad establecida por Hugh Seton-Watson, eminente autoridad británica en cuestiones de nacionalismo, que es que el pueblo sencillamente “considere que forma una nación”.
«El orgullo alemán por los éxitos económicos de la República Federal es, sin embargo, una forma de nacionalismo, y no deja de tener cierto matiz de condescendencia hacia los aliados posbélicos de Alemania que son sus competidores económicos y no lo han hecho tan bien»
Alemania ha ofrecido desde la Segunda Guerra mundial el caso de un pueblo de origen germánico, báltico y eslavo profundamente consciente de sí mismo como entidad política e histórica, que define la ciudadanía por la “sangre”, en contraste con sus vecinos europeos occidentales, que, como los belgas, pero por diferentes razones, han comenzado a descargar las responsabilidades y el aparato de la nacionalidad en la supranacional Comunidad Europea. Como la historia moderna de Alemania les ha parecido a muchos alemanes demasiado penosa de soportar, una especie de entrega de la condición de Estado independiente en favor de “Europa” les ha parecido ofrecer una solución al “problema alemán”. La culpabilidad secundaria que desde la guerra ha formado parte de la condición de alemán –la culpa de los padres que recae, por injusto que sea, sobre los hijos e hijas– ha parecido susceptible de resolución mediante la dilución de Alemania en una nueva Europa. Pero esta es la reacción de un pueblo que todavía está a comienzos de 1990 en una difícil situación, más que prueba sólida de un cambio permanente en la esencia del nacionalismo alemán, un nacionalismo adscrito a una nación que sólo estuvo unida como nación única durante setenta y cinco años (hasta que recuperó la unidad en 1990) y cuyo legado formativo más antiguo fue el del feudal Sacro Imperio Romano. Es imprudente intentar extraer conclusiones acerca del futuro de Alemania, la mayoría de cuyos ciudadanos, hasta 1990, consideraban los dos Estados que entonces poseían –la República Federal y la República Democrática Alemana– entidades provisionales e incompletas, construcciones de la guerra a la espera de sustitución. La Alemania reunificada que, en efecto, los sustituyó puede llamarse también provisional, puesto que ha perdido y renunciado a Prusia oriental, núcleo dinámico de la Alemania de Bismarck.
El orgullo alemán por los éxitos económicos de la República Federal es, sin embargo, una forma de nacionalismo, y no deja de tener cierto matiz de condescendencia hacia los aliados posbélicos de Alemania que son sus competidores económicos y no lo han hecho tan bien. Pero desde 1945, los alemanes han sido constantemente hostiles a cualquier papel alemán fuera de Europa. Las actitudes pacíficas expresadas el año pasado durante la guerra del golfo Pérsico, igual que durante otras crisis anteriores de Oriente Próximo, y actualmente en la guerra yugoslava, sugieren que puede haber habido una mutación permanente de las convicciones y aspiraciones políticas alemanas hacia un neutralismo o no intervencionismo de estilo noreuropeo o escandinavo, en sustitución del agresivo nacionalismo que ha caracterizado la historia moderna de Alemania.
Con todo, la cualidad sobresaliente de la existencia “nacional” alemana sigue siendo el que este país no ha conseguido ser una nación como las viejas naciones de Europa occidental. Nunca ha sido una nación como esas. Pasó del feudalismo al absolutismo dinástico y al imperio entre 1848 y 1870 y, tras el breve intervalo republicano de Weimar, al totalitarismo ideológico en 1932. Desde el primer período feudal, los alemanes del Sacro Imperio Romano se consideraron encargados de una misión de conversión y colonización del Este. Bajo Hitler, ésta se convirtió en una misión secular y racista para esclavizar o eliminar a los pueblos orientales como inferiores raciales. Desde que este proyecto terminó en 1945, los alemanes parecen querer renunciar no sólo a la cruzada y al imperio, sino también a la nacionalidad. De ahí su zozobra en 1990, cuando se encontraron felices por la reconstitución de una nación alemana unida… con una misión en el Este.
«Como la identidad política de Europa oriental y balcánica está ligada a la etnicidad y a la religión, la nacionalidad y la ciudadanía son exclusivas y no pueden ser objeto de compromiso ni de evasión»
La nacionalidad del género occidental, secular y plural en lo étnico, no ofrece un obstáculo esencial a la democracia o la protección de los derechos humanos, puesto que a las minorías, como tales, no se les excluye de la nación. Esta comprensión es lo que distingue el modelo de nacionalidad occidental dominante del de las nuevas naciones que surgieron del hundimiento de Austria-Hungría y el imperio otomano y exigieron la nacionalidad política para cada comunidad étnica.
Como la identidad política de Europa oriental y balcánica está ligada a la etnicidad y a la religión, la nacionalidad y la ciudadanía son exclusivas y no pueden ser objeto de compromiso ni de evasión. Esa ligazón es un elemento del actual problema de Yugoslavia, donde una parte importante de la población más joven se compone de descendientes de tribus diferentes. En Bosnia-Herzegovina, cuando comenzó la lucha actual, se estimaba que el dieciséis por cien de los niños eran hijos de matrimonios “mixtos”. ¿En favor de quién se supone que deben luchar?
Si la entidad étnica es la base de la nacionalidad, los miembros de “otros” grupos étnicos no pueden ser totalmente iguales, porque la igualdad supone intercambiabilidad. Los “otros” son rivales y potencialmente amenazadores, y como las fronteras entre grupos nacionales son a menudo confusas o arbitrarias, con grupos entremezclados de diferente nacionalidad étnica, siempre ha habido una hiriente discriminación de grupos dominantes contra los extraños dentro de las fronteras nacionales, con tensiones sobre la definición de fronteras y sobre las pretensiones de un lado o de otro sobre los enclaves de su tribu que se encuentran más allá de su frontera tribal.
Ejemplos de ello son la guerra de engrandecimiento territorial y “limpieza” étnica llevada a cabo por Serbia, con una concomitante expansión de las fronteras croatas en Bosnia-Herzegovina; la lucha entre azeríes y armenios sobre Nagorni Karabaj y los conflictos en que se ven implicadas las minorías en Moldova, los Estados bálticos y otras regiones de la antigua Unión Soviética. La situación de la población étnica albanesa de Kosovo, ahora bajo control directo de Serbia, es casi insurreccional. La de las minorías húngaras en Rumania, Eslovaquia, Serbia y Ucrania es difícil. Una tercera parte de los húngaros étnicos de Austria-Hungría quedaron fuera del Estado húngaro creado en 1920 por el Tratado de Trianón. Hoy, el número de húngaros étnicos que viven en Eslovaquia se calcula en 600.000, en Serbia en 500.000, en Ucrania en 200.000. Su número en Transilvania se estima en dos millones, y hay considerable tensión entre los dos países sobre este asunto. Los húngaros que se encuentran fuera de Hungría son la minoría nacional más grande de Europa, y la preocupación por la defensa de las comunidades húngaras fuera de las fronteras de Hungría fue motivo unificador de la oposición democrática al comunismo en aquel país antes de 1989.
El número total de estos conflictos étnicos es, sin embargo, menor que antes de la Segunda Guerra mundial, porque durante la guerra y después de ella muchas personas fueron asesinadas por razones étnicas o raciales. Cuando la guerra se hallaba en sus meses finales y durante los terribles meses iniciales de la paz, muchas gentes que formaban minorías dentro de Estados dominados por otras nacionalidades o cuya existencia era un obstáculo para el nuevo trazado de fronteras étnicamente exclusivas, fueron expeditativamente asesinadas o expulsadas, convirtiéndose en “personas desplazadas”, según el léxico burocrático de aquel período.
Cuando Polonia se vio obligada por los acuerdos de la posguerra a desplazarse físicamente hacia el Oeste, los desdichados polacos nativos de los territorios que Polonia hubo de ceder a la Unión Soviética tuvieron que trasladarse al Oeste, y los alemanes de lo que ahora había de ser Polonia occidental fueron expulsados… aquéllos que no se habían echado ya a los caminos con la Vehrmacht en retirada. Prusia oriental se dividió entre Rusia y Polonia. Su capital, Kónigeberg, fundada en 1225 por los Caballeros Teutónicos, que habían conquistado a los anteriores pobladores de la región un pueblo báltico llamado, porque era pagano, los “sarracenos del Norte”, recibió el nombre de Kaliningrado, en honor de N.I. Kalinin, personaje de la Revolución de Octubre y cabeza titular del Estado soviético desde 1919 a 1946. (Sin duda pronto volverá a recibir otro nombre). Stalin repobló su parte de Prusia oriental con un millón más o menos de personas llevadas de la propia Rusia, Bielorrusia y Ucrania (según eran entonces), e incluso Kazajstán. Cuando Lituania recuperó la independencia en 1991, el ex prusiano Konigsberg-Kaliningrado se convirtió en un enclave de Rusia metido entre Lituania y Polonia, sin enlace territorial con Rusia, de la misma forma que, antes de la guerra, Prusia oriental había sido un territorio alemán separado dentro de Polonia y, por tal razón, una fuente recurrente de perturbaciones e intranquilidad.
Estos horrorosos actos de cirugía demográfica bélicos y posbélicos se impusieron a poblaciones cuya complejidad inicial era resultado de lo que el historiador británico, Robín Okey, describe como el “Volkerwanderung o migración de pueblos subsiguientes al derrumbamiento del imperio romano”.
Lo explica así: “En los siglos VI y VII, pueblos eslavos instalados ya en Polonia se desplazaron hacia Bohemia y los Balcanes. Pero no dispersaron totalmente a los habitantes anteriores, en especial a los antepasados de los modernos albaneses, de su fortaleza montañosa del oeste de los Balcanes ni a los rumanos latino-parlantes asentados al norte del Danubio, y no consiguieron resistir totalmente la presión de ulteriores pobladores, como los asiáticos magiares (o húngaros), que se asentaron en la cuenca del Danubio en el 896, o los alemanes, que avanzaban hacia el sur de Baviera a través de los Alpes austríacos, hacia el interior en el cinturón montañoso de la Bohemia eslava y hacia el Este, desde el Elba hacia la naciente Polonia. Esta pauta de asentamientos merced a la cual los eslavos llegaron a formar la mayoría de la población de Europa oriental, pero tuvieron que compartirla con una gran minoría de diversos pueblos no eslavos, había de tener fatales consecuencias para la zona. Dividiéndose gradualmente en grupos separados (los rusos y ucranios eslavos orientales, los polacos, checos y eslovacos eslavos occidentales- y los serbios, croatas, eslovenos y búlgaros, de los cuales la última familia fue aislada de los demás por asentamientos no eslavos eslavos meridionales), los pueblos eslavos perdieron la iniciativa que el número podía haberles otorgado.
Hasta el siglo XIX, las naciones o protonaciones de Europa centro-oriental, oriental y balcánica pertenecieron en su mayor parte a sistemas feudales o imperiales, dentro de los cuales poseían diversos grados de autonomía, pero sólo alguna esporádica y transitoria soberanía. Esto era posible, incluso normal, en los períodos feudal y moderno inicial, pero en los siglos XVIII y XIX comenzó el desarrollo de la conciencia nacional moderna. Surgió una intelligentsia moderna, ansiosa de recrear los lenguajes de sus pueblos como idiomas escritos, de registrar y restaurar sus literaturas e historias individuales y de recordar y embellecerlas glorias del pasado que se pretendían robadas por el soberano imperial. De este proceso salieron las naciones modernas de la zona, todas ellas con menos de un siglo de existencia independiente cuando se les impuso el poder comunista en 1945-1949.
El imperio otomano fue creación de un pueblo turco que poseía una tecnología militar y una capacidad táctica superiores a las que encontró al principio de la Edad Media en su avance hacia el Oeste desde Asia central, empleando masas de caballería contra ejércitos de infantería. Con el tiempo, el avance de los turcos llegó hasta Viena, donde, en 1683, después de asediar tres meses la ciudad, su ejército fue derrotado por el rey polaco, Juan Sobieski. Sin embargo, los turcos permanecieron al oeste del Danubio, en Hungría, durante siglo y medio, y en la cumbre de su poder sumaron a su imperio europeo los territorios de Grecia, Bulgaria, Rumania (Moldavia y Valaquia), Serbia, Albania, Bosnia-Herzegovina y Macedonia, y conservaron todos ellos hasta el siglo XIX o comienzos del XX. (También dominaron el Oriente Próximo y la costa sur del Mediterráneo).
De estos Estados, Serbia, Bulgaria, Moldavia y Valaquia habían disfrutado de un período de existencia nacional en la Edad Media. Serbia fue el primero de ellos que se levantó contra los turcos en los tiempos modernos, en 1804. Grecia fue la siguiente en rebelarse, en 1821 (bajo la influencia de la Revolución Francesa y las ideas del movimiento romántico: “Soñé que Grecia podía ser libre aún”, escribió Byron, que murió allí en el transcurso de la lucha). Bulgaria y Rumania fueron arrancadas del control turco en el siglo XIX, bajo la presión de Rusia, que se hizo protectora de sus poblaciones ortodoxas, esperando dominarlas (en el caso de Bulgaria así lo ha hecho en gran medida desde entonces). Por otro lado, Moldavia o una parte de ella se mantiene como materia de disputa entre Moscú y Bucarest. Los moldavos, que fueron anexionados por la Unión Soviética en 1940 y fueron luego rusificados y obligados a escribir su idioma románico en caracteres cirílicos, declararon la independencia en 1991, bajo el nombre de Moldova, volvieron a adoptar el alfabeto latino de sus parientes de habla rumana del otro lado del río Prut y rápidamente se volvieron contra la minoría rusa instalada en su país por Stalin, que ahora se vuelve a Moscú en busca de apoyo. Así se reanuda una historia interrumpida.
El imperio otomano era políticamente corporativista e identificaba a sus muchas “naciones” distintas por su origen étnico, su tradición o historia comunal, o su religión. El historiador de Oxford, Albert Hourani, habla de las entidades políticas musulmanas y no musulmanas del imperio como abarcadoras de ciudades, pueblos, tribus pastorales, barrios o sectores urbanos y oficios y artesanías organizados en instituciones que se parecen a los gremios de Europa medieval. A los cristianos y judíos se les autorizaban sus leyes religiosas y el libre ejercicio de la religión, y también sus propias escuelas y hospitales. Las autoridades turcas concedían cierta jurisdicción legal al dirigente de cada comunidad, aunque haciéndole responsable del buen orden y de los impuestos de la comunidad. Hourani sigue diciendo: “De esta forma, los no musulmanes quedaban integrados en el cuerpo político. No pertenecían plenamente a él, pero un individuo podía elevarse hasta una posición de poder e influencia… No parece que vivieran en aislamiento o bajo presión… el culto y la educación eran libres dentro de ciertos límites. Podían mantener la mayoría de las actividades económicas; los judíos eran importantes como banqueros, los griegos en el comercio marítimo, y ya en el siglo XVI los armenios comenzaban a ser importantes en el comercio de seda irania”.
En 1910, cuando la decadencia del imperio otomano en Europa estaba ya avanzada, su población estimada (según la edición contemporánea de la Encyclopaedia Britannica) era sólo en un 50 por cien musulmana y en un 41 por cien cristiano-ortodoxa, seis por cien católica y tres por cien de cristianos-nestorianos, drusos y judíos. En la parte europea del imperio, unos dos tercios de la población eran cristianos. En la parte asiática, la población se estimaba en algo más de trece millones: diez millones de musulmanes, unos tres millones de cristianos, un cuarto de millón de judíos, algo más de un cuarto de millón de drusos y unos doscientos mil gitanos.
El sistema otomano a comienzos del siglo XIX era el mayor de todos los sistemas estatales modernos, aunque no fuera totalmente moderno. El sultán, o gobernante, no era un individuo, sino una familia, la casa de Osmán, y la sucesión se llevaba a cabo dentro de la familia, pero no seguía una regla fija. El jefe del Gobierno era un funcionario nombrado por la familia, llamado gran visir, que recibía poderes absolutos. Actuaba por medio de secretarios y consejos de funcionarios menores y mediante gobernadores que nombraba para las ciudades y regiones y cada uno de los cuales tenía su propia casa, secretario y consejo. El patronazgo era muy importante. Los miembros de la casa imperial eran “esclavos” del sultán, ya fueran esclavos reales o no (muchos lo eran, como descendientes de pueblos conquistados). El sistema exigía obediencia, tributación e impuestos, pero no conformidad ideológica, conversión religiosa ni ajuste social al modelo del poder gobernante. Este grado de libertad había de resultar más adelante una debilidad, pero durante largo tiempo permitió a los otomanos ejercer un poder arbitrario pero relativamente poco exigente. El imperio estaba abierto a la ascensión social y política de los conquistados y los gobernados: ofrecía la cárriere ouverte aux talents. Era, en pocas palabras, un sistema cercano a los imperios de la Antigüedad, completamente incapaz de enfrentarse con las naciones europeas modernas, que en los siglos XVIII y XIX comenzaron a despedazarlo, ni con la fuerza del nacionalismo moderno dentro de la parte europea del imperio y, al cabo del tiempo, en Arabia.
La descomposición otomana de los siglos XIX y comienzos del XX fue, pues, resultado de su inadaptabilidad, de la pérdida institucional de capacidad para reconciliar las tensiones sociales a medida que se asumían las nuevas formas producidas por la alfabetización, el crecimiento de la clase ilustrada y la influencia de corrientes políticas e intelectuales procedente de Occidente. Los otomanos, sin embargo, dominaron a sus “naciones” internas con más éxito, y durante mucho más tiempo, que los emperadores de la casa de Habsburgo a las suyas.
El sistema de los Habsburgo era feudal en origen y se convirtió en heredero del Imperio Romano merced a la reconstitución de éste, hecha en el siglo X por los francos y los germanos, como Sacro Imperio Romano. En el feudalismo, las relaciones recíprocas de poder y obligación entre siervos, vasallos, señores y clérigos, y entre el emperador y el Papa, se suponía que permitirían a todos encontrar seguridad y satisfacción dentro de un reino centrado en Dios y consagrado a Dios en el que la autoridad secular la ejercía el emperador con la aquiescencia del Papa, gobernante espiritual y vicario de Dios en la tierra. En la práctica, el sistema significaba una dualidad de poder y la legitimación del gobierno secular, cuya autoridad se reconocía como suprema en el propio reino. Nada semejante ocurría en el Este, en el imperio bizantino, ni en el islam, y esta ausencia ha sido responsable en parte de las dificultades que las sociedades de Europa oriental, rusa e islámica han experimentado para establecer gobiernos seculares eficaces y duraderos.
La complicada multinacionalidad del imperio de los Habsburgo fue una evolución relativamente tardía de lo que al principio era sólo uno más entre el considerable número de principados germánicos que componían el Sacro Imperio Romano. Austria –Österreich, en alemán, lo que significa “reino del Este”– era un estado tapón que defendía la frontera danubiana del imperio frente a los eslavos y magiares. Se extendió por medio de guerras, casualidades dinásticas y matrimonios. Un dicho de finales del siglo XV era: “Que hagan otros la guerra. Tú, Austria feliz, haz matrimonios”. Matrimonios con las casas reales de Borgoña y España ampliaron las posesiones de los Habsburgo a Francia, España y los Países Bajos. Más tarde, Austria adquirió también las coronas de Bohemia y Hungría. Sin embargo, la incorporación por los Habsburgo de tres importante naciones históricas no alemanas que nunca se reconciliaron totalmente con su posición en un sistema dominado por alemanes, fue decisiva para el fracaso de los emperadores al cabo del tiempo: Hungría, Bohemia y Polonia eran todas ellas naciones importantes de la Europa central medieval, ciertamente más importantes que la propia Austria.
A partir del siglo XV, con sólo una excepción, los electores del Sacro Imperio Romano otorgaron el título imperial a los Habsburgo. Tras la derrota de los turcos en Viena, en 1683, y la campaña al otro lado del Danubio, que permitió a Austria recuperar Hungría y territorios más lejanos, Viena, que hasta entonces no había sido más que una entre varias capitales alemanas, se convirtió en el centro intelectual y artístico de Europa centro-meridional y Austria llegó a ser una gran potencia europea.
En el siglo XVIII, el sistema de los Habsburgo abarcaba alemanes, húngaros, checos, polacos, eslovacos, rutenos (de la Rutenia carpática, que forma parte de Ucrania desde 1945), rumanos, italianos, serbios, eslovenos, croatas, flamencos y otros. Pero no había fundamento real para la gobernación de la Viena de los Habsburgo sobre ninguno de ellos (o de la Viena más Budapest, bajo el llamado Compromiso de 1867, que creó una monarquía doble). La obligación feudal, el imperio de Dios, el derecho divino de la monarquía… todo ello había sido justificación del sistema en el pasado, pero a fines del siglo XIX y comienzos del XX, ya no servía. Las nacionalidades exigían gobernarse a sí mismas. En 1868, Hungría tuvo que conceder cierta forma de autonomía a Croacia. Sin embargo, como autonomía no equivalía a igualdad, se iba alimentando el rencor croata. A las otras nacionalidades ni siquiera se les concedió el sufragio masculino universal, ni estaban los húngaros dispuestos a otorgarlo. El penúltimo emperador, Francisco José –nostálgicamente recordado hoy en la antigua Europa de los Habsburgos– era en realidad un reaccionario desmoralizado, inhábil para enfrentarse con el creciente nacionalismo en su reino e incapaz de formular una justificación ideológica para su continuada posesión del poder hereditario un siglo después de la Revolución Francesa, en una sociedad muy avanzada en la revolución industrial.
El asesinato del sobrino del emperador Francisco Fernando y de su esposa en Sarajevo fue un acto de terrorismo patrocinado por Serbia, cuya intención era favorecer la causa del paneslavismo dominado por los serbios. Austria-Hungría hizo responsable a Serbia; Serbia tenía el apoyo de Rusia; Francia era aliada de Rusia; Alemania era aliada de Austria… y el rígido plan de guerra alemán exigía atacar primero a Francia y derrotarla antes de volverse contra la menos urgente amenaza de los ejércitos rusos. La siniestra secuencia de acontecimientos es bien conocida. La guerra mundial que entonces se desencadenó y que, por supuesto, ninguna autoridad austríaca (ni Serbia) había previsto, superaba con mucho la capacidad de supervivencia del sistema de los Habsburgo. La guerra destruyó el orden europeo existente y preparó el sangriento terreno para los totalitarismos y guerras raciales del siglo XX. “Se causaron a la estructura de la sociedad humana estragos que un siglo no borrará”, escribió ulteriormente Winston Churchill, y estaba en lo cierto.
Tanto el sistema otomano como el de los Habsburgo proporcionaban formas de acomodación de las nacionalidades –comunidades étnicas y religiosas y también naciones históricas– dentro de una autoridad política mayor. Ambos fracasaron en 1918. Los fracasos no se pueden explicar enteramente en función de discrepancias de madurez histórica en alguna discutible dimensión del desarrollo político, aunque el sistema otomano se había mantenido premoderno en ciertos aspectos esenciales, puesto que su origen seminómada influyó sobre su carácter político hasta el fin. El sistema de los Habsburgo tampoco se vio nunca libre de un absolutismo imposible de mantener frente a la ascensión de las clases medias, la alfabetización de las masas y la pérdida de poder del campesinado, cuya implícita alianza con la aristocracia –eran lo que se llamaba las dos clases austríacas– había compensado el poder de las clases urbanas. La incompetencia institucional fue un factor en el fracaso de ambos. Sin embargo, el nacionalismo fue la fuerza más quebrantadora, sobre todo en el imperio de los Habsburgo, donde Hungría, Polonia, Croacia, Bohemia y las posesiones italianas eran ya todas sociedades avanzadas con clara identidad histórica. El golpe final lo administró el nacionalismo germano, el de los germanos austríacos. No muy avanzada la guerra, en la Pascua de 1915, todos los partidos alemanes de Austria, excepto el socialdemócrata, presentaron la exigencia de que Austria se hiciese un estado germano unitario.
Algunas de las nacionalidades del viejo imperio preferirían hoy no otra cosa que la reintegración en un sucesor del sistema de los Habsburgo. El heredero actual, Otto de Habsburgo, que es diputado en el Parlamento Europeo, fue acogido con entusiasmo, incluso con lágrimas, cuando volvió a Budapest, tras la caída del comunismo, para reunirse con miembros del Parlamento húngaro. Las antiguas naciones del imperio apremian con urgencia la aceptación de sus candidaturas a la Comunidad Europea, nueva expresión de un universalismo europeo perdido. Este nuevo universalismo, sin embargo, no está ligado a la Europa germánica, como el de los Habsburgo, sino a un período anterior del universalismo cristiano, cuando los estudiantes iban de Praga a Bolonia, la Sorbona u Oxford; cuando se construían iglesias románicas desde Noruega central y Kirkwall, en las islas Oreadas, hasta Palermo, en Sicilia y desde Santiago, en la costa atlántica de España, hasta Cracovia; y cuando los arquitectos italianos diseñaban edificios monumentales en Praga y Leningrado así como en Dresde y París. Era una Europa en la que Carlomagno tenía consejeros italianos y españoles, además de alemanes y franceses.
«La nación étnica moderna es el obstáculo principal para esa unidad. Es de importancia fundamental comprender que es un fenómeno moderno»
La recreación de este universalismo era el propósito moral de la reconciliación franco-alemana solemnemente confirmada en el encuentro de Konrad Adenauer y Charles de Gaulle en la catedral de Reims en 1962. El nuevo universalismo europeo es superficialmente cuestión de integración económica y política, pero su más importante elemento es el intento de reafirmar esta unidad cultural, que se ha convertido ahora en la aspiración (no se le puede llamar esfuerzo consistente) de reincorporar lo que en el pasado fue la Europa bizantina y musulmana.
La nación étnica moderna es el obstáculo principal para esa unidad. Es de importancia fundamental comprender que es un fenómeno moderno. Es fácil suponer que la nación étnica es la nación primordial, el estadio inicial en una evolución que todos hemos experimentado, y por consiguiente algo con lo que habrá de enfrentarse más pronto o más tarde el “progreso”. No es así. Las formas iniciales de organización sociopolítica fueron asentamientos pastorales y agrícolas, poblados y luego ciudades y ciudades-imperio, que se extendieron por la incorporación de asentamientos y pueblos primero vecinos y luego más lejanos. Tras la caída del imperio romano, la estructura política de Europa occidental pasó a ser la de reinos territoriales de príncipes o notables que debían fidelidad a un lejano emperador cristiano y al Papa, nada de lo cual tenía relación alguna con “raza” y “pueblo”.
El siglo XVIII y la Revolución Francesa nos dieron la nación-Estado moderna (aunque Francia e Inglaterra eran mucho antes que esto entidades políticas definidas y gobernadas de modo centralista, reinos de monarcas rivales cuyas imbricadas reclamaciones territoriales habían sido delimitadas, con el transcurso del tiempo, por medio de guerras). Sólo en el siglo XIX comenzó el estado europeo a justificarse como manifestación política de un pueblo determinado, anteriormente sumergido y ahora liberado (o necesitado de liberación) de la dominación ajena. Los acuerdos de paz subsiguientes a la Primera Guerra mundial los tratados de Saint-Germain, Neuilly, Trianón y Sévres- legitimaron estas pretensiones, de acuerdo con el argumento, promovido por el Gobierno de Estados Unidos, de que a los pueblos debe permitírseles elegir la soberanía bajo la cual quieren vivir. Esta proposición era parte de un visionario concepto americano de cómo podría establecerse una nueva “paz común organizada”. Se había formulado antes de que Estados Unidos entrara en la guerra, y realmente había servido para justificar en 1917 la adhesión americana a la guerra en curso, adhesión válida únicamente si se pudiera conseguir que esta guerra fuera, en verdad, la guerra que pondría fin a la guerra.
Esta aspiración era evidentemente imposible, y así Woodrow Wilson fue a Europa en 1919 “sin preparación para hacer frente a los sórdidos pero importantísimos detalles del día de la rendición de cuentas”, según ha escrito George Kennan. “Bajo esa teoría sufrió su trágico e histórico fracaso”. Tenía “la colosal presunción de pensar que se puede transformar repentinamente la vida internacional en lo que uno piensa que es su propia imagen, cuando se desecha el pasado con desprecio, se rechaza la importancia del pasado para el futuro y se niega uno a ocuparse de los problemas reales que un estudio del pasado sugeriría”.
Esa teoría mantenía que debería reconstruirse la Europa otomana y de los Habsburgo sobre la base de la nacionalidad étnica, aunque también mantenía que aquellas naciones podrían no ser completamente soberanas, sino parte de algún sistema democrático sucesor del de los emperadores. En consecuencia, nuevas fronteras fueron trazadas para los países de Europa central, oriental y balcánica por el joven periodista Walter Lippmann, junto con otros cuatro miembros de un comité secreto (llamado Inquiry) establecido por el presidente Wilson en octubre de 1917 para planificar la paz. Los otros miembros del grupo de Lippmann eran Sidney Mezes, presidente del City College de Nueva York y filósofo de la religión, que era cuñado del coronel Edward M. House, consejero de asuntos internacionales del presidente Wilson; David Hunter Miller, abogado neoyorquino socio del yerno del coronel House; James T. Shotwell, historiador de la Universidad de Columbia, e Isaiah Bowman, director de la Sociedad Geográfica Americana.
Los cinco, “trabajando con atlas y montones de estadísticas, atacaron la cuestión de las fronteras dibujando mapas que mostraban la concentración de grupos nacionales dentro de Europa”, escribe Ronald Steel en su biografía de Lippmann. “Lippmann coordinó entonces estos mapas y listas con los movimientos políticos nacionales para determinar cómo se les podría conceder la autodeterminación a esas entidades étnicas sin disparar nuevas rivalidades europeas. Luego puso en correlación este proyecto con los tratados secretos” referentes a los despojos de la victoria, que los aliados habían firmado antes de la entrada de Estados Unidos en la guerra “decidiendo qué cambios territoriales eran aceptables y cuáles desafiaban la justicia y la lógica”. Fue sobre todo la presión de los checos, eslovacos y otros grupos emigrados en los países aliados –en especial, en Estados Unidos lo que persuadió a Wilson de que el desmembramiento de facto del imperio– austro-húngaro que se produjo al final de la guerra podría hacerse permanente en los acuerdos posbélicos creando nuevas soberanías.
El resultado fue un grupo de nuevos Estados definidos por la identidad étnica, pero que en realidad incorporaban minorías de otros grupos étnicos. Las quejas de estos otros grupos fueron explotadas posteriormente por potencias exteriores, y decisivamente por la Alemania de Hitler en el período previo a la Segunda Guerra mundial. El historiador británico AJ.P. Taylor dice: “A pesar de la invocación a la autodeterminación, ni Polonia ni Rumania eran verdaderos Estados nacionales: los polacos componían algo menos de los dos tercios de Polonia, los rumanos algo más de los dos tercios de Rumania. Los polacos y los rumanos eran los “pueblos del estado” según el modelo húngaro; las otras nacionalidades, como en la antigua Hungría, poseían sólo derechos de minorías que, como en Hungría, eran incapaces de ejercer… Checoslovaquia y Yugoslavia, los dos nuevos Estados, pretendían basarse en el nacionalismo y haber encontrado en él los principios de unidad de que había carecido la monarquía de los Habsburgo. Los checos y los eslovacos se convertirían en un pueblo, igual que los piamonteses y los napolitanos se habían hecho italianos; los serbios, croatas y eslovenos se fundirían en Yugoslavia, como los prusianos, sajones y bávaros se habían fundido en Alemania. La analogía era cercana, pero no lo suficiente para resultar verdadera”.
Las consecuencias del fracaso están aún delante de nosotros en la lucha de que es escenario la antigua Yugoslavia, donde los serbios, agraviados por su subordinación en un país federal en el que son el grupo más numeroso, están intentando crear de nuevo la Gran Serbia integral que les negaron tanto los acuerdos de la Primera Guerra mundial como el mariscal Tito en 1945.
«Las fronteras entre grupos nacionales exclusivos dentro del país son habitualmente mal definidas o disputadas, con diferentes nacionalidades entremezcladas: de ahí las guerras étnicas actuales»
El carácter étnico de todos estos Estados los ha separado de las viejas naciones de Europa occidental y de las naciones ultramarinas creadas por descendientes de europeos occidentales: Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Argentina, Chile. También las separa de la otra categoría de naciones “nuevas”, las creadas después de la Segunda Guerra mundial dentro de las viejas civilizaciones de Asia, liberadas de la servidumbre colonial, y las establecidas en África en los años cincuenta y sesenta dentro de las fronteras que habían sido delimitadas (con general ignorancia o indiferencia hacia las fronteras tribales y étnicas) en, o después de, la Conferencia de Berlín de 1884-85, entre las potencias coloniales europeas, Turquía y Estados Unidos.
Como la ciudadanía en estos Estados europeos orientales o balcánicos es étnica y por consiguiente exclusiva, es decir, que no se puede adquirir de ninguna forma excepto por haber nacido con ella, se pone en peligro si se conceden iguales derechos a otras nacionalidades dentro de las fronteras de un país. Al mismo tiempo, las fronteras entre grupos nacionales exclusivos dentro del país son habitualmente mal definidas o disputadas, con diferentes nacionalidades entremezcladas: de ahí las guerras étnicas actuales. Pero la situación no es análoga a 1914 ni a 1938. Hay hoy un interés fundamental entre todos los Estados vecinos y la totalidad de las democracias en cortar el paso a los conflictos y guerras étnicos, en detenerlos, penalizarlos y obligar a las partes a negociar. Esto ha fallado en el caso de Yugoslavia, pero el propio fracaso ha sido una lección. La Comunidad Europea intervino al principio enviando observadores, mandando a lord Carrington como mediador y exigiendo normas constitucionales que garantizaran los derechos de las minorías en los nuevos Estados como condición para reconocerlos. La Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) intervino en Yugoslavia y también en el caso de Nagorni Karabaj, donde Rusia y otros Estados sucesores del soviético han intentado ejercer una influencia moderadora. Turquía ha mediado en el conflicto entre Azerbaiyán y Armenia. Grupos de asistencia médica internacionales han estado presentes en todos estos conflictos, incluso sin que se les invite (el ministro de Sanidad francés, Bernard Kouchner, ha promovido la idea de establecer el “derecho a la intervención humanitaria” en todo el mundo).
Nada de esto ocurrió en 1914. En 1914, la propia guerra se consideraba un instrumento de política irreprochable y un fenómeno natural en la lucha darwiniana de las naciones. El conflicto balcánico fue explotado sin vacilaciones para la expansión de las grandes potencias: un objetivo adecuado y moral de la política.
En 1939, las potencias fascistas consideraban la guerra como afirmación de la grandeza nacional. Desde entonces ha habido un cambio revolucionario en Europa, en los supuestos subyacentes de la acción y los propósitos nacionales.
Sin embargo, el potencial de ulteriores conflictos sobre cuestiones étnicas y nacionales es muy grande en los Balcanes y en la antigua Unión Soviética, que se encuentra en condiciones revolucionarias. Se disputan las fronteras antiguas, pero también los límites políticos que existían antes. Pero no es irrazonable pensar que las peores consecuencias de ello serán reprimidas, que las guerras se mantendrán localizadas y que se verán sometidas a la misma presión internacional en favor del arreglo y el compromiso que se ha impuesto sobre los serbios, croatas, bosniacos, armenios y azeríes. Nadie espera soluciones permanentes en tales cuestiones: más bien, se prevé una acomodación a las confusiones de la historia. Es posible imaginar una eventual asimilación de muchos de estos Estados dentro de un sistema europeo complejo y en desarrollo que se formaría alrededor del núcleo de la Comunidad Europea. Es éste un dispositivo político además de económico; y más allá de él se encuentran las asociaciones más grandes que proporcionan la CSCE y la OTAN (a la que todos los de la zona, incluida Rusia, quieren unirse sin razonar del todo por qué). Es una situación que, a pesar de una honda confusión, es más rica en posibilidades constructivas que en riesgos, o así lo parece.
«Hay que reconciliar el presente con el pasado, puesto que el pasado no es nunca totalmente pasado»
Pero en todas partes se ve fragilidad. Después de todo, hace menos de tres años que existía aún el imperio soviético de Europa oriental, con todas sus humillaciones, complicidades, traiciones y mentiras. Estamos a sólo tres o cuatro años del Gulag; algunos mantienen que aún no se ha liberado a los últimos prisioneros políticos. Estamos a una docena de años de la hipocresía institucionalizada, el lenguaje estéril y el pensamiento asfixiado del sistema soviético antes de la glasnost. Estamos sólo a cuarenta y siete años de la época en que toda Europa estaba convulsionada por lo que el novelista, y periodista italiano Curzio Malaparte llamó el intento de matar a Dios. Malaparte, en su alucinante libro Kaputt, de 1944, narra una comida diplomática en Helsinki durante la guerra, en la que un invitado hablaba de un prisionero de guerra ruso, un fiel leninista, que asesinó a un pastor luterano cuyos argumentos hicieron vacilar su fe en el ateísmo. “Había intentado matar a Dios en el pastor”. Otro invitado, el embajador turco, advirtió: “El asesinato de Dios está en el aire: es un elemento de la civilización moderna”.
Los años treinta y cuarenta fueron decenios en los que el nihilismo luchó por imponerse. Hoy podemos sentir cierto asombro ante el fracaso del intento, dados los medios que tenía a su disposición en la Alemania nazi y en la Rusia soviética y sus satélites. Que aquellos países, y el resto de nosotros, hayamos llegado al punto en que estamos ahora, es más asombroso aún. La cuestión que tenemos delante es si las fuerzas positivas que hoy son dominantes en Europa continuarán prevaleciendo en su sociedad, que es la fuente de la civilización moderna, y también la fuente de la desazón moral y la violencia ideológica que han sacudido al mundo en este siglo. No se puede desechar el pasado. Hay que reconciliar el presente con el pasado, puesto que el pasado no es nunca totalmente pasado.