Guatemala vivió entre 1978 y 1985 el peor invierno de América Latina. Un país de siete millones de habitantes se convirtió en un Estado criminal que reprimió a sus ciudadanos a una escala sin precedentes: miles de mujeres violadas, 50.000 desaparecidos, 200.000 asesinados y un millón de refugiados. Y era un Estado estructurado para que toda esta violencia quedara impune. Con la transición a la democracia en 1985 y la firma de la paz en 1996, el invierno solo dio paso a un otoño pálido. Tuvieron que transcurrir 15 años de trabajo perseverante para que en 2015 pudiera empezar una primavera.
Que después del invierno llega la primavera es una realidad solo en los extremos nórdico y sureño del planeta. En los trópicos, después del invierno puede llegar el verano, o en los términos políticos guatemaltecos, después del invierno (1954-85) llegó el otoño (1985-2007).
Con un pasado como el nuestro, era iluso pensar que un decreto que iniciaba la transición a la democracia o la firma de los Acuerdos de Paz, convertirían Guatemala de forma instantánea en una democracia vibrante, justa y próspera. Los actores de la guerra y del autoritarismo no se fueron con el cambio de siglo. Efraín Ríos Montt –el dictador condenado en 2013 por ser uno de los responsables del genocidio contra los mayas ixiles en 1982– fue elegido por la mayoría de votos ciudadanos en 1999, y se convirtió en presidente del Congreso de 2000 a 2003. La élite económica que financió y participó de la contrainsurgencia, e hizo de Guatemala el país más desigual y racista del continente americano, sucedió a Ríos Montt y su camarilla de militares corruptos, y formó un gobierno “de los buenos empresarios” entre 2004 y 2007.
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