La ciudad de El Valle de Antón, en el centro de Panamá, se asienta en medio de un cráter volcánico formado hace aproximadamente un millón de años. El cráter tiene un diámetro de casi seis kilómetros y medio, pero cuando el cielo está despejado, pueden verse las colinas recortadas que rodean la ciudad, como las murallas de una torre en ruinas. El Valle tiene una calle principal, una comisaría de policía y un mercado al aire libre donde se vende, además de los sombreros y bordados de rigor, lo que seguramente es la selección más grande del mundo de figuritas de ranas doradas. Hay ranas doradas sentadas sobre hojas y -más difícil de entender- ranas doradas sujetando teléfonos móviles. Hay ranas doradas vestidas con faldas de volantes y ranas doradas en poses de baile, y ceniceros con ranitas doradas fumando cigarrillos. La rana dorada, que es de color amarillo chillón con manchas marrón oscuro, es endémica de la zona que rodea El Valle. En Panamá se considera símbolo de la suerte -su imagen suele adornar los billetes de lotería- sin embargo también podría servir como símbolo del desastre.
A principios de la década de los noventa, una estudiante de posgrado estadounidense llamada Karen Lips estableció un área de investigación a unos 320 kilómetros al oeste de El Valle, en las montañas de Talamanca, nada más pasar la frontera con Costa Rica. Lips se proponía estudiar las ranas autóctonas, algunas de las cuales, como descubrió posteriormente, nunca habían sido identificadas. Para llegar hasta el recinto, tenía que conducir dos horas desde la ciudad más cercana -la última parte del viaje requería el uso de cadenas- y luego andar durante una hora a través del bosque tropical.
Lips vivió dos años en las montañas. «Era el país de las maravillas», recordaba no hace mucho. Cuando reunió suficientes datos, se marchó para trabajar en su tesis. Volvió al cabo de unos meses y, aunque en apariencia nada había cambiado, era difícil toparse con alguna rana. No podía imaginar qué estaba pasando. Recogió todas las ranas muertas que encontró -sólo una media docena o así y envió sus cadáveres a un patólogo veterinario de Estados Unidos. El patólogo también se extrañó: los especímenes no mostraban signos de ninguna enfermedad conocida.
Transcurrieron unos años. Lips terminó su tesis y consiguió un trabajo de profesora. Como las ranas de su primera zona prácticamente habían desaparecido, necesitaba encontrar una nueva zona para llevar a cabo su investigación. Escogió otro lugar aislado en el bosque tropical, esta vez en el oeste de Panamá. En un principio, las ranas allí parecían sanas. Pero, al cabo de poco tiempo, Lips empezó a descubrir cadáveres en los riachuelos y animales moribundos en las orillas. A veces cogía una rana y ésta moría en sus manos. Envió algunos especímenes a un segundo patólogo en EE UU y, una vez más, el patólogo no tenía ni idea de qué pasaba.
Lo que fuera que estuviera matando a las ranas seguía avanzando, como una ola, hacia el este de Panamá. En 2002, la mayoría de las ranas en los riachuelos cerca de Santa Fe, una ciudad de la provincia de Veraguas, había desaparecido. Hacia 2004, prácticamente no quedaban ranas en el parque nacional de El Copé, en la provincia de Coclé. En aquella época, las ranas doradas todavía eran comunes en los alrededores de El Valle; el arroyuelo que había cerca de la ciudad se conocía como el Arroyo de las Mil Ranas. En 2006, golpeó la ola.
Cada vez menos
De las muchas especies que han existido en la Tierra, nada menos que 50.000 millones según los cálculos, más del 99 por cien, han desaparecido. En todo el mundo se pueden encontrar huellas de esta desaparición, a menudo en formas difíciles de pasar por alto. Y, sin embargo, la extinción ha sido un concepto muy controvertido. A lo largo del siglo XVIII, a pesar del descubrimiento de extraordinarios fósiles, que podían verse en exposiciones, el punto de vista predominante era que había un número fijo de especies, creadas por Dios para toda la eternidad. Si se descubrían los huesos de una criatura extraña, debía de significar que la criatura estaba en alguna parte.
«La economía de la naturaleza es tal», escribió Thomas Jefferson, «que no se puede encontrar ningún ejemplar que haya permitido que una raza de sus animales se extinga». Cuando Jefferson era presidente de EE UU, envió a Meriwether Lewis y a William Clark al noroeste, con la esperanza de que descubrieran mastodontes vagando por la región.
El naturalista francés Georges Cuvier era más escéptico. En 1812 publicó un ensayo sobre las Revoluciones en la superficie del globo, en el que se preguntaba: «¿Cómo podemos creer que los inmensos mastodontes, esos megaterios gigantescos, cuyos huesos han sido descubiertos en las tierras de las dos Américas, siguen habitando en el continente?». Cuvier había llevado a cabo estudios sobre los fósiles descubiertos en minas de yeso en París y estaba convencido de que muchos organismos que antiguamente eran corrientes en la zona ya no existían. Cuvier no tenía manera de saber cuánto tiempo tardaron en formarse los fósiles. Pero como los indicios apuntaban que París había estado sumergida bajo el agua en diferentes etapas de la historia, llegó a la conclusión de que las espèces perdues habían sido aniquiladas por cataclismos imprevistos. «La vida en esta tierra a menudo se ha visto trastornada por acontecimientos espantosos», escribió. «Innumerables criaturas vivientes han sido víctimas de estas catástrofes». El ensayo de Cuvier fue traducido al inglés en 1813 y publicado con una introducción del naturalista Robert Jameson, que lo interpretó como una prueba del diluvio de Noé. Se imprimieron cinco ediciones en inglés y seis en francés antes del fallecimiento de Cuvier, en 1832.
Charles Darwin estaba muy familiarizado con las ideas de Cuvier y el giro teológico que habían tomado, además estudió Historia Natural con Jameson en la universidad de Edimburgo. En su teoría de la selección natural, Darwin aceptaba la extinción; reconocía que era esencial que algunas especies se extinguieran para que se crearan otras. Pero creía que esto sucedía lentamente. De hecho, afirmaba que el proceso era incluso más gradual que el surgimiento de nuevas especies: «La extinción total de las especies de un grupo es por lo general un proceso más lento que su producción». En El origen de las especies, publicado en el otoño de 1859, Darwin criticaba el enfoque catastrofista: «Tan profunda es nuestra ignorancia, tan alta nuestra presunción, que nos maravillamos cuando oímos hablar de la extinción de un ser orgánico; y como no vemos la causa, invocamos cataclismos». Al iniciarse el siglo XX éste era el punto de vista imperante, y ser científico significaba ver la extinción de la misma forma que Darwin. Pero resulta que Darwin estaba equivocado.
Las Cinco Grandes
A lo largo de los últimos 500 millones de años, han tenido lugar, al menos, 20 extinciones masivas, en las que la biodiversidad quedó repentina y drásticamente reducida. Cinco de éstas -las denominadas Cinco Grandes- fueron tan devastadoras que por lo general se sitúan en una categoría propia. La primera tuvo lugar durante el periodo Ordovícico tardío, hace cerca de 450 millones de años, cuando la vida se reducía principalmente a agua. Los estudios geológicos indican que más del 80 por cien de las especies marinas se extinguieron. La quinta se produjo a finales del periodo Cretácico, hace 65 millones de años. El acontecimiento que puso fin al Cretácico exterminó no sólo a los dinosaurios, sino al 75 por cien de todas las especies de la Tierra.
El significado de las extinciones masivas va más allá del mero número de organismos afectados. A diferencia de las extinciones corrientes, también llamadas extinciones naturales que acaban con especies que, por una razón u otra, se vuelven no aptas, las extinciones masivas golpean a las dos clases, aptas y no aptas. Por ejemplo, los branquiópodos, parecidos a las almejas pero con una anatomía completamente diferente, dominaron el suelo oceánico durante centenares de millones de años. En la tercera de las Cinco Grandes extinciones -el Pérmico tardío- los numerosos branquiópodos fueron prácticamente exterminados, junto con los trilobitos, los blastoides y los euriptéridos (a finales del Pérmico desaparecieron más del 90 por cien de las especies marinas y el 70 de las terrestres).
Cuando se produce una extinción masiva, la vida tarda millones de años en recuperarse, y cuando lo hace, por lo general tiene un nuevo reparto de personajes; tras el acontecimiento del Cretáceo tardío, surgieron (o salieron sigilosamente) los mamíferos que sustituyeron a los dinosaurios desaparecidos. De esta forma, las extinciones masivas, aunque no constaran en la teoría de la evolución original, han desempeñado un papel decisivo a la hora de determinar el rumbo de la evolución; como ha dicho Richard Leakey, estos acontecimientos «reestructuran la biosfera» y de ese modo «crean el modelo de vida». Actualmente, la mayoría de los biólogos coinciden en que hay otra extinción masiva en marcha. Aunque es difícil establecer el número exacto de pérdidas, se calcula que, de continuar las actuales tendencias, para finales de este siglo habrán desaparecido nada menos que la mitad de las especies de la Tierra.
Los anfibios son unos de los grandes supervivientes del planeta. Los antepasados de las ranas y los sapos de hoy en día emergieron del agua hace aproximadamente 400 millones de años, y hace alrededor de 250 millones de años se desarrollaron los primeros representantes de lo que se convirtió en los modernos grupos monofiléticos anfibios (uno incluye ranas y sapos y el otro tritones y salamandras). Esto significa que los anfibios no sólo llevan aquí más tiempo que los mamíferos o las aves, sino que ya estaban antes que los dinosaurios. La mayoría de los anfibios -la palabra procede del griego y significa doble vida- siguen muy vinculados al reino acuático del que proceden. Sus huevos, que no tienen cáscara, tienen que mantenerse húmedos para poder desarrollarse. Hay ranas que depositan sus huevos en riachuelos, ranas que los ponen en charcas y ranas que los depositan en el suelo. Algunas transportan sus huevos en la espalda, otras en sus sacos vocales, y, hasta hace no mucho, había ranas que llevaban los huevos en el estómago y parían a través de la boca. Los anfibios aparecieron en una época en la que toda la tierra del planeta formaba parte de una gran masa; desde entonces se han adaptado a las condiciones en todos los continentes excepto en la Antártida.
Cuando, hace aproximadamente dos décadas, los científicos determinaron que algo les estaba pasando a los anfibios, las pruebas no parecían tener sentido. Aunque los anfibios en lugares lejanos y -comparativamente hablando- prístinos parecían estar menguando, los que vivían en hábitats claramente alterados parecían estar estupendamente. En muchas partes del mundo no había información fidedigna sobre las poblaciones anfibias, de modo que resultaba difícil establecer qué representaba un descenso terminal y lo que podía no ser más que un declive temporal.
En la época en que Karen Lips empezó a buscar su primera zona de investigación, estaba decidida a evitar la controversia. «No quería trabajar sobre el declive anfibio», me dijo. «Había interminables debates sobre si esto era fruto del azar o un verdadero patrón. Y cuando no sabes lo que está pasando, lo último que te apetece es enredarte en un debate». Pero el debate no se podía evitar. Incluso los anfibios que nunca habían visto un estanque o un bosque empezaron a morir. En el Zoológico Nacional de Washington, DC habían estado criando ranas azules de dardo venenoso, oriundas de Surinam, durante varias generaciones. Pero de pronto, las ranas criadas en los tanques del zoo se extinguieron casi por completo.
Es difícil decir el momento exacto en que comenzó el actual acontecimiento de extinción. Lo que podría considerarse la fase inicial arrancó al parecer hace unos 50.000 años. En aquella época, Australia era el hogar de una fantástica variedad de animales enormes; entre ellos había una criatura del tamaño de un hipopótamo y parecida al wombat, y una tortuga terrestre casi tan grande como un Volkswagen Escarabajo. Después les tocó el turno a los animales más grandes del continente. Desparecieron todas las especies de marsupiales que pesaban más de 100 kilos (había 19 de ellas), al igual que tres especies de reptiles gigantes y un ave no voladora con patas gruesas, conocida como Genyornis newtoni.
Esta extinción coincidió más o menos con la llegada al continente del primer pueblo, probablemente desde el sureste de Asia. Australia es un sitio grande, y no podía haber muchos colonos al principio. Durante mucho tiempo, se pasó por alto la coincidencia. Pero gracias a los últimos trabajos de geólogos y paleontólogos, ha surgido un claro patrón mundial. Hace unos 11.000 años, tres cuartas partes de los animales más grandes de Norteamérica -entre ellos los mastodontes, los mamuts, los castores gigantes, osos de cara corta y tigres dientes de sable- empezaron a extinguirse. Esto coincide más o menos con la época en que se cree que los primeros humanos llegaron al continente a través del estrecho de Bering.
Y lo que es válido para Australia y Norteamérica también lo es para muchas otras partes del mundo. Los humanos colonizaron Madagascar hace alrededor de 2.000 años; a renglón seguido la isla perdió todos los mamíferos que pesaban más de 40 kilos. Los maoríes llegaron a Nueva Zelanda hace aproximadamente 800 años. Encontraron 11 especies de moas, unas criaturas enormes parecidas a un avestruz. Al cabo de pocos siglos, todas las especies de moas habían desaparecido. Aunque estas extinciones de «primer contacto» fueron más acusadas entre los animales grandes, no se limitaron a éstos. Los humanos descubrieron las islas hawaianas hace aproximadamente 1.500 años; poco después, el 90 por cien de las especies autóctonas de aves desaparecieron.
El contacto con el hombre
¿Por qué fue tan catastrófico el primer contacto con los humanos? Puede que algunos de los animales murieran por culpa de la caza; se han hallado miles de huesos de moas en yacimientos arqueológicos maoríes; y se han descubierto artefactos hechos por el hombre cerca de restos de mastodontes en más de una docena de excavaciones en América del Norte. La caza, sin embargo, no parece justificar tantas pérdidas en tantas especies distintas en tantas partes del mundo. Hace unos años, los científicos analizaron cientos de partes de emúes y cáscaras de huevos de Genyornis newtoni, algunas de las cuales datan de mucho antes de que los primeros seres humanos llegaran a Australia, y otras son posteriores. Descubrieron que hace unos 45.000 años, de forma más bien repentina, los emúes dejaron de comer toda clase de plantas y empezaron a subsistir básicamente de arbustos. Y se les ocurrió la hipótesis de que los primeros pobladores de Australia prendían periódicamente fuego al campo, quizá para obligar a salir a las presas, una práctica que redujo la variedad de la vida vegetal. Los animales que, como los emúes, pudieron adaptarse al cambio en el paisaje, sobrevivieron, mientras que aquellos que no pudieron, como los Genyornis, se extinguieron.
Cuando Australia se empezó a poblar, había aproximadamente medio millón de personas en la Tierra. Ahora hay más de 6.500 millones y se espera que en los próximos tres años esta cifra alcance los 7.000 millones.
El impacto de los seres humanos en el planeta ha aumentado de forma proporcional. La agricultura, la tala de árboles y la construcción han transformado entre un tercio y la mitad de la superficie terrestre del planeta, e incluso es probable que estas cifras subestimen el impacto general, ya que la tierra que no se explota activamente puede fragmentarse. La mayor parte de las vías fluviales más importantes del mundo se han desviado, tienen presas o se han manipulado de alguna forma, y en la actualidad los humanos utilizan la mitad de las fuentes existentes de agua dulce. A través del comercio global y los viajes, los seres humanos han transportado innumerables especies a ecosistemas que no están preparados para ellas. Hemos expulsado a la atmósfera tanto dióxido de carbono que el clima se ha alterado y ha cambiado la composición química del océano.
Los anfibios se ven afectados por muchas (quizá por la mayoría) de estas alteraciones. La destrucción de su hábitat es uno de los principales factores que explican su declive, y los productos químicos utilizados en la agricultura parecen estar causando toda una serie de deformidades en las ranas. Pero actualmente se cree que el principal culpable de esta oleada de desapariciones es un hongo. Irónicamente, este hongo, que pertenece a un grupo conocido como «quitridios», podrían haberlo propagado los médicos.
Los hongos quitridios son más antiguos que los anfibios (la primera especie se desarrolló hace más de 600 millones de años) y están todavía más extendidos. Por lo general, estos hongos se alimentan de plantas muertas. Hasta que dos patólogos, Don Nichols y Allan Pessier, identificaron un microorganismo raro que se desarrollaba en las ranas muertas del zoo de Washington, no se sabía que atacaban a los vertebrados. De hecho, el nuevo quitridio era tan poco común que se tuvo que crear un género totalmente nuevo para incluirlo. Se le llamó batrachochytrium dendrobatidis (batrachos significa «rana» en griego) o Bd en su forma abreviada.
Nichols y Pessier enseñaron muestras de las ranas infectadas a un micólogo que consiguió cultivar el hongo Bd. Luego expusieron ranas azules de dardo venenoso a este hongo. Pasadas dos semanas, los animales cayeron enfermos y murieron. El descubrimiento del Bd explicó muchos de los datos que antes resultaban tan confusos. Los hongos quitridios generan esporas microscópicas que se dispersan en el agua; éstas podrían haber sido transportadas por riachuelos o en los residuos líquidos después de un temporal de lluvias y provocar lo que en América Central parecía una plaga que se movía hacia el Este. En el caso de los zoológicos, las esporas las podían haber traído otras ranas o tierra trasplantada. El Bd parecía capaz de vivir casi en cualquier rana o sapo, pero no todos los anfibios son propensos a infectarse, lo que justificaría por qué algunas poblaciones hayan sucumbido mientras otras permanecen intactas.
Rick Speare es un patólogo australiano que identificó el Bd casi al mismo tiempo que el equipo del Zoológico Nacional. Por el patrón del declive, Speare sospechaba que el Bd lo había propagado un anfibio que había sido transportado por todo el mundo. Una de las pocas especies que cumplen dicha condición era el xenopus laevis, conocido comúnmente como «rana africana con garras». A principios de la década de 1930, un zoólogo británico descubrió que la xenopus laevis hembra, cuando se le inyectaban unos tipos concretos de hormonas humanas, ponía huevos. Su descubrimiento se convirtió en la base de un nuevo tipo de test de embarazo y, desde finales de los años treinta, se han exportado miles de ranas africanas con garras desde Ciudad del Cabo. En los años cuarenta y cincuenta no era extraño que los obstetras tuvieran tarros llenos de ranas en su oficina.
Para poner a prueba su hipótesis, Speare empezó a recoger muestras de ranas africanas vivas y también de especímenes conservados en museos. Y descubrió que los especímenes que databan de los años treinta ya tenían el hongo. También comprobó que la inmensa mayoría de las ranas africanas con garras estaban infectadas con el Bd, pero que, al parecer, no padecían efectos adversos. En 2004 fue coautor de un influyente artículo en el que se aseguraba que la ruta de propagación del hongo empezó en el sur de África y pasó por clínicas y hospitales de todo el mundo.
En este momento, a todos los efectos y tras muchos intentos, el Bd parece imparable. En algún momento de 2008, el hongo cruzó el canal de Panamá. También parece dirigirse al país desde la dirección opuesta, desde Colombia. Se ha propagado por las altiplanicies de Suramérica, hasta el sur de la costa este de Australia y Nueva Zelanda, y se ha detectado en Italia, España y Francia. En EE UU parece que se ha irradiado desde varios puntos, no tanto en oleadas sino como en una serie de ondas.
A mediados de los años setenta, un geólogo estadounidense llamado Walter Álvarez estaba estudiando una formación de piedra caliza rosácea en Italia, conocida como la scaglia rossa. En el transcurso de varios viajes, Álvarez empezó a interesarse por una fina capa de arcilla en la caliza que parecía haberse formado hacia finales del Cretácico. Por debajo de esta capa se habían preservado ciertas especies de unas criaturas marinas diminutas conocidas como foraminíferos. En la capa de arcilla no había foraminíferos. Como le habían enseñado la teoría «uniformitaria», Álvarez no sabía qué pensar acerca de lo que estaba viendo, porque el cambio realmente «parecía muy repentino». Decidió intentar descubrir cuánto tiempo había tardado en depositarse la capa de arcilla. En 1977 aceptó un cargo en la universidad de California en Berkeley, donde también daba clase su padre, el físico Luis Álvarez, galardonado con el premio Nobel. Álvarez padre sugirió que usara el elemento iridio para dilucidar la cuestión.
El iridio es extremadamente escaso en la superficie de la Tierra, pero abunda en los meteoritos, que caen constantemente sobre el planeta en forma de granos microscópicos de polvo cósmico. Los Álvarez razonaron que si la capa de arcilla hubiera tardado una cantidad de tiempo considerable en depositarse, contendría niveles detectables de iridio, y que si se hubiera depositado en un breve periodo de tiempo, no los tendría. Pidieron a otros dos científicos que hicieran las pruebas y les entregaron muestras de la arcilla. Pasados nueve meses recibieron una llamada. Había algo muy raro. En las muestras se apreciaba una cantidad excesiva de iridio. Walter Álvarez se fue a Dinamarca a recoger muestras de otra capa de arcilla expuesta de finales del Cretácico. Cuando les hicieron las pruebas, estas muestras también presentaban niveles que se salían de lo habitual.
La Hipótesis de Álvarez, nombre por el que se la llegaría a conocer, era que todo (la capa de arcilla de la scaglia rossa, la arcilla de Dinamarca, los altos niveles de iridio, el cambio radical en los fósiles) podía explicarse mediante un único acontecimiento. En 1980, los Álvarez propusieron la teoría de que un asteroide de casi 10 kilómetros de diámetro chocó con la Tierra y exterminó no sólo a los foraminíferos, sino también a los dinosaurios y al resto de organismos que se extinguieron a finales del Cretácico.
A lo largo de la siguiente década se fueron reuniendo cada vez más pruebas de que el impacto había sido enorme. En 1990 se descubrió un cráter lo suficientemente grande como para haber sido formado por el enorme asteroide en el que los Álvarez habían pensado, enterrado bajo el Yucatán. En 1991 se calculó la edad del cráter y se reveló que se había formado precisamente en la misma época en la que se extinguieron los dinosaurios. En la actualidad, casi todo el mundo acepta que el asteroide que se estrelló contra el Yucatán provocó, en muy poco tiempo, una extinción masiva, pero los científicos todavía no saben a ciencia cierta cómo tuvo lugar el proceso. Una teoría defiende que el impacto levantó una columna de humo de roca evaporada que se desplazaba con tanta fuerza que atravesó la atmósfera. Luego, las partículas del humo se recondensaron y, cuando volvieron a caer sobre la Tierra, generaron suficiente energía térmica como para abrasar la superficie del planeta.
En el siglo XIX y también durante la Segunda Guerra mundial, el macizo de Adirondack (EE UU) era una de las principales fuentes de mineral de hierro. Como consecuencia, ahora las montañas están taladradas por minas abandonadas. Un día gris del pasado invierno fui a ver una de las minas (me pidieron que no dijera cuál) con un biólogo experto en fauna y flora llamado Al Hicks. Por el camino, Hicks me explicó que, a principios de 2007, empezaron a llegarle muchas llamadas extrañas relacionadas con los murciélagos. A veces le llamaban por un murciélago muerto que algún perro había metido en casa. Otras veces era por un murciélago vivo (o medio muerto) que estaba revoloteando por una carretera. Era en pleno invierno, cuando cualquier murciélago del noreste tendría que haber estado colgando boca abajo en un estado de letargo. A Hicks le extrañaron las llamadas, pero no sabía qué pensar.
En marzo de 2007, unos compañeros realizaron un censo rutinario de murciélagos en estado de hibernación en una cueva al oeste de Albany. Ellos también le llamaron. «Me dijeron: Madre mía. Hay murciélagos muertos por todas partes», recuerda Hicks. Les pidió que trajeran algunos esqueletos a la oficina. También hicieron fotografías de murciélagos vivos que colgaban del techo de la cueva. Cuando Hicks analizó las fotografías, se fijó en que los animales daban la impresión de haber sido sumergidos por la nariz en polvos de talco. Era algo con lo que nunca se había encontrado y empezó a enviar las fotografías a todos los especialistas de murciélagos que se le ocurrieron. Ninguno de ellos supo explicarlo. «Pensábamos que ojalá fuera algo que desapareciera sin más». En invierno de 2008 se encontraron murciélagos con la sustancia blanca polvorienta en 33 lugares de hibernación. Mientras tanto, los murciélagos seguían muriéndose. En algunos lugares de hibernación, las poblaciones se redujeron hasta en un 97 por cien.
Aquel invierno, los responsables del Centro Nacional de Salud de la Fauna y la Flora, en Madison, Wisconsin, empezaron a investigar la situación. Fueron capaces de cultivar la sustancia blanca, que resultó ser un hongo no identificado que se desarrolla sólo a temperaturas bajas. La afección recibió el nombre de «síndrome de la nariz blanca». Este síndrome parecía propagarse con rapidez: en marzo de 2008 se había encontrado en murciélagos de tres Estados más (Vermont, Massachusetts y Connecticut) y la tasa de mortalidad superaba ya el 75 por cien.
En un artículo publicado en Science, Hicks y varios coautores señalaban que «se pueden encontrar paralelismos entre la amenaza que representa el síndrome de la nariz blanca y el de la quitridiomicosis, una infección cutánea de carácter letal causada por un hongo que ha diezmado ostensiblemente la población global de anfibios».
En el tiempo que los murciélagos han tardado en desarrollarse y propagarse, el mundo ha cambiado muchísimo. Hace 53 millones de años, a principios del Eoceno, el planeta era muy cálido y las palmeras tropicales crecían en la latitud de Londres. El clima se enfrió, empezó a formarse la capa de hielo del Antártico y, finalmente, hace cerca de dos millones de años, comenzó un periodo de glaciaciones recurrentes. Hace tan sólo 15.000 años, el macizo de Adirondack estaba enterrado en el hielo.
Una de las cuestiones sin resolver de la extinción masiva es por qué, en determinados momentos, la multitud de recursos de la vida parece venirse abajo. Por muy sólida que fuera la Hipótesis de Álvarez, explica tan sólo una única extinción masiva. «Creo que, después de que las pruebas apuntaran de forma casi unívoca al impacto a finales del Cretácico, los que estábamos trabajando con este asunto teníamos la ingenua esperanza de encontrar pruebas de impactos que coincidieran con las demás extinciones», contaba Walter Álvarez. «Y, naturalmente, ha resultado ser mucho más complicado. Ahora mismo estamos viendo que los seres humanos pueden provocar una extinción masiva. Así que está claro que no tenemos una teoría general para ella».
Cuestión de tiempo
Andrew Knoll, paleontólogo de Harvard, se ha pasado la mayor parte de su carrera estudiando la evolución de los primeros seres vivos. Entre las muchas muestras que guarda en su oficina hay fósiles de microorganismos que vivieron hace 2.800 millones de años. También ha escrito artículos sobre acontecimientos más recientes, como la extinción de finales del Pérmico, que tuvo lugar hace 250 millones de años, y la extinción actual. Knoll señala que el mundo puede cambiar mucho sin provocar grandes pérdidas; las edades de hielo, por ejemplo, van y vienen. «Lo que nos enseña el historial geológico es que el momento de preocuparnos es cuando el ritmo del cambio va rápido», explica. En el caso de la extinción de finales del Pérmico, Knoll y otros muchos investigadores creen que el desencadenante fue una explosión repentina de actividad volcánica; la columna de humo producida por el manto rocoso incandescente de las profundidades terrestres cubrió la zona que ahora se conoce como Siberia de un torrente de más de un millón de kilómetros cúbicos de basalto. La erupción expulsó cantidades ingentes de dióxido de carbono que, al parecer, provocaron (igual que ahora) un calentamiento global y cambios significativos en la composición química del océano.
«El CO2 es el sueño de un paleontólogo», me comentaba Knoll. «Puede matar cosas directamente, mediante efectos fisiológicos (entre los cuales el más conocido es la «acidificación» del océano), y puede matar cosas cambiando el clima. Si se calienta con más rapidez de la que tú puedes emigrar, tienes un problema».
Es posible que el aspecto más mortífero de la actividad humana sea simplemente su ritmo. Sólo en el siglo pasado, los niveles de CO2 de la atmósfera han variado en la misma medida (cien partes por millón) en que suelen variar durante un ciclo glacial de 100.000 años. Por otra parte, es muy posible que la caída de los niveles de pH en el océano que ha tenido lugar a lo largo de los últimos 50 años exceda cualquier otra cosa que haya ocurrido en el mar durante los 50 millones de años anteriores. En una sola tarde, un agente patógeno como el Bd puede recorrer medio mundo volando con United Airlines o American Airlines. Antes de que apareciera el hombre, dicha emigración habría durado cientos, si no miles, de años (en el supuesto de que se pudiera haber realizado).
En la actualidad, un tercio de todas las especies de anfibios, aproximadamente un tercio de los corales que generan arrecifes, un cuarto de todos los mamíferos y una octava parte de las aves están clasificados como «en peligro de extinción». En estos cálculos no están incluidas las especies que los seres humanos ya han exterminado ni aquéllas de las que no se tienen suficientes datos. Estas cifras tampoco tienen en cuenta los efectos del calentamiento global o de la «acidificación» del océano. Y, evidentemente, tampoco pueden anticipar el tipo de catástrofes repentinas y terribles que casi se están volviendo cotidianas.
Al pedirle a Knoll que compare la situación actual con las extinciones del pasado me responde que no quiere exagerar las pérdidas recientes ni insinuar que una extinción como la de finales del Cretácico o la de finales del Pérmico sea algo inminente, aunque señala que cuando el asteroide se estrelló en Yucatán, «fue una tarde horrible». Y añade: «Pero duró poco y las cosas empezaron a mejorar. Hoy no es como si tuviéramos una tensión y, al aliviarla, empezara la recuperación. La cosa está empeorando y no deja de empeorar, porque la tensión no se va. Porque la tensión somos nosotros».