A lo largo de la confrontación entre el presidente Boris Yeltsin y el Parlamento de Rusia, hoy disuelto, los medios de comunicación occidentales calificaron al primero de demócrata y al segundo de conservador. A los ojos del mundo exterior, y para buena parte de la opinión pública rusa, se trataba en el fondo de una batalla entre las fuerzas democráticas, pro-occidentales, defensoras a toda costa de la economía de mercado, y las fuerzas reaccionarias, anti-occidentales, pro-comunistas, nacionalistas, fascistas. El sangriento resultado de esta confrontación demuestra el carácter superficial de tales análisis.
En efecto, de acuerdo con la Constitución de Breznev de 1977, reformada de modo considerable desde 1988, el Congreso de los Diputados (denominado en Occidente, Parlamento) era claramente el órgano superior del poder del Estado, mientras que los poderes presidenciales se encontraban limitados. Durante varios meses, el presidente trató de que el Parlamento adoptase su versión de la nueva Constitución, elaborada por el equipo presidencial, y que debía reforzar considerablemente sus poderes. Pero como el Parlamento no tenía ninguna intención de ceder una parte de sus prerrogativas en favor del presidente, la situación quedó bloqueada. La verdadera razón de la decisión de Yeltsin de disolver el Parlamento fue la siguiente: tenía imperativamente que deshacerse de esa institución para poder someter su proyecto de nueva Constitución directamente al pueblo, en el marco de un referéndum.
¿Qué ocurrió exactamente entre el 21 de septiembre de 1993, día en que Yeltsin anunció la disolución del Parlamento, y el 4 de octubre, cuando el ejército y las fuerzas de élite de la milicia tomaron por asalto la Casa Blanca (sede del Parlamento)? Aparentemente, al proclamar la disolución del Parlamento, Yeltsin no esperaba encontrar una resistencia seria. Y cuando el Parlamento decide no obedecer el decreto presidencial, el presidente trata de aplicar una política de disuasión: promete públicamente conservar los privilegios de los diputados (salarios, apartamentos a su disposición en Moscú, servicio médico privilegiado…) a todos aquellos que abandonen el edificio del Parlamento en las 24 horas siguientes. Cuando la disolución no logra el efecto esperado, le toca el turno al garrote: se priva a los diputados de agua, electricidad y teléfonos. Tan sólo unos días antes del trágico desenlace, en una entrevista televisada, Yeltsin afirmaba en tono burlón que los diputados, aislados en el Parlamento, acabarían abandonando el edificio. Sin embargo, el tiempo estaba en su contra. Cuanto más duraba la resistencia pasiva de los diputados, más reticentes parecían los poderes regionales y la población respecto a la legitimidad de la acción presidencial. Fue en ese momento cuando los acontecimientos del 2 y 3 de octubre estallaron: animados por la ruptura del bloque en torno al Parlamento y por la huida de las fuerzas del orden ante sus partidarios, Jasbulatov y Ruskoi llamaron a la toma de la televisión central y de la alcaldía de Moscú, e incluso al asalto del Kremlin. ¿Cómo han podido cometer una imprudencia de esta naturaleza unos políticos de tan alto nivel? Algunos periódicos de los que no cabe pensar que sientan simpatía alguna por los conservadores, hablaron de una “provocación política grandiosa”.
El libro de una célebre periodista de investigación, Eugenia Albatz, Bombe a retardement. Portrait politique du KGB. (Bomba retardada. Retrato político del KGB) permite comprender esta alusión a la provocación. Albatz cuenta, con fuentes de apoyo, que desde el principio de la perestroika prácticamente todas las organizaciones políticas, ya fueran partidos y movimientos democráticos o de la derecha nacionalista, conservadora, extremista, han sido infiltradas sistemáticamente por agentes del KGB. Cita algunos ejemplos sorprendentes. Así, por ejemplo, tras el golpe fallido de agosto de 1991, se encontraron en el cofre de Valeri Boldine, jefe del aparato del presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, datos proporcionados por la dirección del KGB sobre personalidades como Alexandr Yakovlev, Edvard Shevardnadze, Boris Yeltsin, Ruslán Jasbulatov… Al mismo tiempo, según Albatz, un antiguo agente del KGB se encontraba en el entorno inmediato de Gorbachov e informaba a sus superiores sobre el presidente de la URSS en persona. A lo largo de los dos últimos años, estallaron varios escándalos referentes a agentes del KGB infiltrados en los Parlamentos de las repúblicas de la antigua Unión Soviética: Vergilius Chepaitis en Lituania, Evgueni Kim en Rusia y Les Taniouk en Ucrania.
Provocación política
Estas informaciones permiten comprender las alusiones de algunos periódicos moscovitas a una “provocación política grandiosa”. Es evidente que gracias a las infiltraciones en diversos movimientos y en las estructuras del poder, resultaba fácil para los interesados manipular y desinformar tanto a la dirección como a los miembros del Parlamento y a las masas en las calles de Moscú.
Victoria Chokhina ha escrito: “Sé que aquella noche (el 3 de octubre) mucha gente honesta fue a la plaza Sovetskaia respondiendo a la llamada de Yegor Gaidar. Pero se equivocaron al confundir octubre de 1993 con agosto de 1991. También vi allí a bastante gente sospechosa, que no querían dar sus nombres y que actuaban de forma demasiado profesional para ser simples manifestantes. Creo que hubo muchos “cosacos en misión” en todos los puntos calientes de la capital, muchos más de los que puede imaginar la mente más aventurada. Y temo que todos ellos, los que tienen un nombre muy conocido y los que no lo tienen, tirarán la toalla, pues son los cuadros más preciados de la política rusa”. Queda por saber, como decían los romanos, cui prodest…
Sin embargo, sea cual sea la verdadera historia de la rebelión de octubre, las medidas tomadas a continuación por las autoridades –la instauración del toque de queda, acompañado de redadas anticaucasianas en Moscú, la prohibición de algunas agrupaciones y órganos de prensa de la oposición– no propiciaron en modo alguno el advenimiento de la democracia, ni siquiera a pesar de que algunas de estas medidas tuvieran un carácter temporal. De hecho, la división en Rusia entre demócratas y conservadores es muy frágil. Hace algo más de dos años, los diputados del Parlamento, hoy disuelto, se reunieron espontáneamente en la Casa Blanca para hacer frente a los golpistas. En esa época, bien reciente, Ruslán Jasbulatov, y también el general Ruskoi, estaban entre los principales aliados de Boris Yeltsin, y el Parlamento, cuya composición no ha cambiado desde entonces, encarnaba a la joven democracia rusa. El caso de Víctor Barannikov no es menos sorprendente. En diciembre de 1991, Yeltsin nombró para el puesto de jefe de la seguridad del Estado a este general de la milicia, personalmente cercano a él. Y es este mismo Barannikov, acusado de corrupción y excluido del cuerpo el pasado julio, quien ha aceptado el puesto efímero de ministro de la Seguridad en el “Gobierno paralelo” de Ruskoi, formado durante el encierro en el Parlamento… La trayectoria de numerosos dignatarios de la nomenklatura comunista, abrazados ahora a la causa democrática, como el propio Boris Yeltsin, Edvard Shevardnadze, Leonid Kravtehouk o Gueidar Aliev, muestra una sola cosa: las convicciones juegan un papel secundario en las luchas por el poder personal que tienen lugar sobre los escombros del imperio soviético.
Quizá sea necesario plantearse una pregunta distinta: ¿Es viable un modelo democrático de tipo occidental en la Rusia de hoy? Antes de responder, asomémonos a la vida cotidiana de las personas de la Federación Rusa, es decir, de sus simples ciudadanos.
Al referirse a Rusia, los medios de comunicación mencionan con frecuencia una inflación galopante que alcanza el 20-30 por cien al mes. Sin embargo, detrás de esta inflación, que el Gobierno no ha acompañado de una indexación cualquiera y que ha reducido prácticamente a cero las economías de la población, se esconde un hecho aún más inquietante: desde 1990, los precios han aumentado una media de mil veces, y los salarios unas trescientas. Se ha producido, por lo tanto, un empobrecimiento dramático de la población aunque su impacto no es todavía visible por el escaso tiempo transcurrido. La gente aún tiene ropa, artículos de limpieza, muebles, y a menudo reservas de alimentos. El empobrecimiento va a notarse más en los años venideros, a medida que vayan agotándose los recursos acumulados por los particulares. Esta situación, poco reconfortante, se ve aún más agravada por la existencia de un paro real, que según los expertos de los Fondos del Estado para el empleo, afecta actualmente al cinco por cien de la población activa.
«La gente aún tiene ropa, artículos de limpieza, muebles, y a menudo reservas de alimentos. El empobrecimiento va a notarse más en los años venideros, a medida que vayan agotándose los recursos acumulados por los particulares»
Al mismo tiempo, la población empobrecida observa, con sentimientos que pueden adivinarse, el nacimiento de una clase de nuevos ricos. Pero si la vida lujosa de los apparátchiki del partido transcurría lejos de los ojos del pueblo, mientras que la demagogia social difundía el mito de una sociedad igualitaria, los nuevos ricos tienen un estilo de vida ostentoso: durante los seis primeros meses de 1993, los ciudadanos de Rusia han comprado más modelos caros de Mercedes, BMW y Volvo que toda la Europa occidental.
Y, como si la pobreza de los unos, acosados por la riqueza de los otros, no bastara, existe un fondo de inseguridad debido al incremento vertiginoso del crimen. Los periódicos occidentales que comparan Moscú con Chicago en los tiempos de Al Capone hablan esencialmente de clanes mañosos que arreglan sus cuentas entre ellos y que asesinan a la créme de los nuevos banqueros y grandes empresarios. Pero los habitantes de Moscú y de otras grandes ciudades están aterrorizados por crímenes menos espectaculares: robos, violaciones, asesinatos por un puñado de dólares o extorsiones a los ancianos propietarios de apartamentos. Una de las paradojas de la sociedad rusa reside en el hecho de que las libertades propias de una sociedad democrática adoptan un aspecto desfigurado. Durante decenios, los defensores de los derechos del hombre condenaban un horrible invento estaliniano denominado propiska, que consistía en una autorización para residir en una localidad determinada.
Se comparaba, en apariencia con razón, esta propiska. a la condición de los esclavos, y se explicaba hasta qué punto una casi total imposibilidad de cambiar de domicilio limitaba ia movilidad de la mano de obra. Pero resulta que los residentes de Moscú, en cuanto se debilitó la estricta aplicación de la propiska hace dos años, vieron como su ciudad se inundaba no sólo de refugiados del Cáucaso, cuya acogida no está en absoluto organizada, sino también y sobre todo de grupos mañosos provenientes de Azerbaiyán y de Chechenia. Las estadísticas publicadas justo antes de los acontecimientos de octubre daban la cifra de trescientos grupos de crimen organizado actuando en Moscú. Encontrándome yo en Moscú durante la primera semana de la confrontación entre el presidente y el Parlamento, pude constatar que esa confrontación, no violenta al principio, preocupaba a los moscovitas mucho menos que el aumento del crimen. “¡Con tal de que el alcalde no abole la propiska –oí decir en varias ocasiones–, porque si no correremos el riesgo de ser degollados por los mañosos que harán todo lo que esté en sus manos para hacerse con nuestras viviendas!”.
Nadie en Occidente se ha hecho la siguiente pregunta: ¿por qué la milicia de Moscú, aprovechando el toque de queda decretado por razones políticas, procedió a una redada de caucasianos acompañada de tratos brutales y expulsiones masivas de la ciudad? No obstante, la respuesta es simple: tratando de borrar la engorrosa impresión producida por la sangre derramada en los combates alrededor de Ostankino, la alcaldía, y la Casa Blanca, las autoridades trataron de consolar a la población y de demostrar que eran capaces de hacer frente a ese aumento del crimen. Paralelamente a la redada, el alcalde de Moscú, Yuri Loujkov, se apresuró a anunciar que restablecía la propiska con todo su vigor. Estos gestos de las autoridades son significativos.
El debate político, por difícil que tuera, ha sido reemplazado por un acto de fuerza, la disolución del Parlamento; también se ha sustituido el minucioso de la milicia y de la justicia, ciertamente complicado por la corrupción general, mediante una acción espectacular y brutal. En los dos casos, se trata de gestos de un régimen autoritario, y no democrático. De hecho, el 6 de octubre el centro de derechos del hombre de la sociedad Memorial cuyo objetivo principal es el de reunir documentación sobre las víctimas de la represión del régimen comunista, hizo la siguiente declaración: “de acuerdo con nuestra profunda convicción, todos los órganos del poder, los que existen hoy, los que han sido disueltos y aquellos cuyo trabajo ha sido suspendido, tienen su parte de responsabilidad en los acontecimientos sangrientos que han tenido lugar. Pero los que en este momento concentran en sus manos el poder del Estado en Rusia deben asumir una responsabilidad especial para que el país no se sumerja en un baño de sangre sin límites, para que el poder actual no se transforme en una dictadura”.
Este llamamiento de Memorial, que goza de una cierta autoridad moral, no ha sido escuchado en Rusia, pues parece que las condiciones para que se instaure un régimen autoritario están dadas. En efecto, la población, al igual que en la Alemania de Weimar, está desmoralizada por el empobrecimiento, la inseguridad en el empleo y en la vida, y la humillación nacional ligada a la desintegración del imperio. Este último sentimiento lo ha resumido brillantemente Alain Besançon en un reciente artículo: “Perder el imperio es para un ruso ser herido en el corazón. El mismo Solzhenitsin, tan antiimperialista, no se resigna a la secesión de Ucrania. No conozco a ningún ruso que se resigne a ello. La pérdida de los países bálticos conquistados por Pedro el Grande no ha sido verdaderamente aceptada. Además, la población que esperaba convertirse en libre y rica a la vez, al desechar la ideología comunista, se ve, al contrario, caminando hacia un túnel sucio del que no se ve el final. Y, como en la Alemania de Weimar, esta población aspira profundamente a un poder fuerte, a un Gobierno; poco importa su color político con tal de que sea capaz de ‘poner orden’“.
A diferencia de lo que ocurrió en agosto de 1991, muy pocos moscovitas salieron a las calles para apoyar a Yeltsin en su confrontación con el Parlamento. El 26 de septiembre de 1993, tan sólo unas diez mil personas se reunieron en la plaza Manejnaia, pese al concurso de circunstancias favorables para esta manifestación: fue precedida por un gigantesco concierto gratuito en la Plaza Roja, ofrecido por la orquesta sinfónica de Washington bajo la dirección de Mstislav Rostropovitch. Sabemos también que en la noche fatal del 3 al 4 de octubre de 1993, cuando el destino de Yeltsin parecía incierto, sólo unos miles de moscovitas (apenas cinco mil) respondieron al llamamiento televisado de Yegor Gaidar, viceprimer ministro encargado de la economía, para reunirse en la plaza Sovetskaia delante del Mossoviet. Hoy, tras haber ganado la prueba de fuerza contra el Parlamento; tras haber suspendido las actividades de una parte considerable de la oposición; tras haberse asegurado el apoyo de Occidente y haber restaurado Parcialmente el orden público en la metrópoli, Boris Yeltsin tiene duchas posibilidades de ganar el referéndum sobre la nueva Constitución y de dotarse de un Parlamento amaestrado.
El ejército, el KGB y los círculos de negocios
En este punto es probablemente donde reside el interés de los grandes polos del poder real del antiguo país de los soviets: el ejército (incluido el complejo militar o industrial), el KGB y los grandes círculos de negocios. El reciente aumento de los salarios del ejército, así como el cambio de postura de Yeltsin respecto a la adhesión de Polonia a la OTAN, son signos inconfundibles de un acercamiento entre el poder presidencial y el ejército. ¿Podría acaso ser de otro modo en una situación en la cual el presidente acaba de tener pruebas de su dependencia de las Fuerzas Armadas? El ejército, por su parte, ha decidido visiblemente sostener al más fuerte, a cambio de una mejora de su dramática situación, resultante sobre todo de la política de desarme y de descomposición de la URSS.
Los círculos de negocios de Rusia sostienen a Yeltsin y a su equipo, que apuesta por las reformas rápidas y por la llegada de la economía de mercado. Sin embargo, no es ningún secreto que estos círculos provienen esencialmente de la antigua nomenklatura del PCUS que se ha dotado, desde el principio, de una sólida plataforma por medio de diversas privatizaciones, de exportaciones de materias primas y de transferencias de los fondos del Partido a bancos extranjeros, a pesar de que los detalles de estas operaciones sigan rodeados de misterio, tras el sospechosos suicidio del jefe del servicio administrativo del Comité Central del PCUS, Nikolai Kroutchina en 1991.
Según algunas publicaciones rusas, uno de los canales de estas transferencias de fondos fue la sociedad suizo-canadiense, Siabeco, cuyo director general, un emigrado de la ex URSS, Boris Birstein, se encontraba bajo la tutela personal de Kroutchina y del vicepresidente de la URSS, Guennadi Ianaiev, arrestado tras la intentona golpista de agosto de 1991. Es evidente que estos círculos formados por los antiguos apparátchiki están interesados en un sistema que les permita, por una parte, conservar y aumentar las riquezas que han acaparado durante el período tormentoso del fin de la perestroika pero que les proteja, por otra parte,, de la competencia de los empresarios independientes. Muchos nuevos empresarios se quejan, tanto en la prensa como en conversaciones privadas, de que es prácticamente imposible crear un negocio en Rusia hoy a causa de las trabas burocráticas, artificiales, creadas por la casta de los apparátchiki. Este sistema herméticamente cerrado va a desembocar aparentemente en una especie de capitalismo monopolista del Estado, es decir, en una economía que tolerará las pequeñas empresas independientes (controladas por las mafias), pero que funcionará esencialmente gracias a importantes monopolios bajo el rígido control del Estado, al cual cederán una parte importante de sus beneficios.
A Boris Yeltsin también le apoya el KGB, sea cual sea el título oficial de esta organización. Como ha mostrado en su libro Eugenia Albatz, el KGB no es un servicio secreto tradicional, es un instituto político del poder, maravillosamente equipado en material y en armas: una estructura militarizada que parece ser la única capaz de controlar la situación en Rusia en las condiciones de caos político y económico. Lo que es más, el KGB es probablemente la única estructura del régimen que no ha perdido sus lazos horizontales con las otras repúblicas de la ex URSS. Es en este sentido en el que debe interpretarse la creación, en julio de 1993, de un consejo de coordinación de la actividad de todos los Gobiernos republicanos con los enlaces gubernamentales y de protección de la información, única estructura a la que se han adherido las quince repúblicas de la antigua Unión Soviética. Es el general del KGB, Alexander Starovoitov, director general de la Agencia Federal de Rusia para las relaciones gubernamentales y de información, quien se ha convertido en presidente de este Consejo.
Las aguas vuelven en general a su cauce. La mayoría de las repúblicas, tras haber probado la independencia, acompañada de miseria y de guerras étnicas, vuelve al espacio económico común que se recompone y en el cual Rusia, gracias a sus dimensiones, sus riquezas naturales y su mano de obra altamente cualificada, es requerida para desempeñar un papel preponderante; en realidad, su papel tradicional. En su artículo ya citado, Alain Besançon escribe: “El mejor servicio que podemos hacerle a Rusia es el de ayudarla material y espiritualmente a deshacerse de una vez por todas de los restos de su sueño imperial… El interés de Europa es evidentemente el de cercar el gigantesco espacio soviético de modo que las posibles ondas de choque no se propaguen sin límite desde Brest-Litovsk hasta el Pacífico”.
Este punto de vista me parece difícilmente aceptable. En el momento de la descomposición del Imperio Otomano o del Imperio Austro-Húngaro, los países que pertenecían a ellos no estaban tan industrializados y su separación en entidades independientes no se vio acompañada de cataclismos económicos. Para la ex Unión Soviética, deliberadamente concebida como un espacio económico unido con estrechas especializaciones de regiones, incluso de repúblicas enteras, el divorcio económico tuvo consecuencias nefastas, de las cuales Occidente no puede sacar ningún beneficio.
Se imponen algunas conclusiones. El advenimiento de un régimen fuerte, autoritario en Rusia parece inevitable, sea ello conforme o no con los deseos de las democracias occidentales, y esto por varias razones: por una parte, para reconfortar a la población desesperada; y, por otra, para responder a las exigencias de los “pilares” del Estado: el ejército, el KGB y los industriales. Independientemente de su proyecto inicial, Yeltsin, tras haber aplastado la resistencia parlamentaria, se convierte en un dictador más o menos acertado. En la coyuntura política y económica actual, un Gobierno de Ruskoi y de Jasbulatov habría actuado probablemente de la misma forma.