El mérito de la conmemoración de un aniversario, incluso el de acontecimiento tan trágico como una guerra, es que nos permite situar el tema en perspectiva. Así, cuando hace unos pocos años hablaba yo de la Segunda República española, consideré que era aceptable sugerir que aquellos bellos años turbulentos, brillantes y, en definitiva, calamitosos, había que contemplarlos históricamente como una interrupción extraordinaria de la trama general de la política del siglo XX en España, que se estableció en gran parte bajo auspicios militares: primero, Martínez Anido, experimentalmente, en Cataluña; luego, Primo de Rivera, después Franco.
De la misma forma, la II Guerra Mundial debe contemplarse hoy no sólo como la culminación del nacionalismo europeo, ni siquiera como la segunda oleada de una guerra civil europea que comenzó en 1914 (aunque fue ambas cosas), sino como una demostración más de lo fácil que resulta unir Europa por la fuerza y de lo deseable que es procurar unirla en paz y en democracia si se quiere evitar otra prueba de fuerza.
Mucho menos de la mitad de la población europea de 1989 recuerda el año 1939. Mis propios recuerdos son de dos clases. Tenía yo entonces ocho años y poseo recuerdos generales y recuerdos precisos. Los generales son la memoria de cómo era Inglaterra en los años 1930. Desde luego, como niño que era, no poseía el discernimiento de la lucha intelectual, evidentemente tan importante para quienes eran un poco mayores que yo. Pero sí guardo memoria de la Inglaterra disciplinada, pulcra, deferente, de aquellos días, una Inglaterra puntual, mucho menos imaginativa y vivaz que la de hoy, pero con una tasa de criminalidad tan inferior a la de hoy, que, según piensan muchos, las cifras deben de estar erradas. Los lectores españoles recordarán probablemente el último párrafo de Homenaje a Cataluña…