En mitad de una crisis con perfiles todavía por definir proliferan por doquier los pronósticos más o menos aventurados sobre un mundo que termina y el que le sucederá. Así, hay quienes ya dan por hecho el final de la globalización y del neoliberalismo dominante, junto al renacimiento del comunismo y el derrumbe de la democracia frente a un autoritarismo reforzado por el control tecnológico de la ciudadanía. Otros anuncian el final del liderazgo estadounidense, la consolidación de China como nuevo hegemón planetario y la dilución de la Unión Europea en un mero entramado comercial. De todo cabe apuntar o imaginar a la espera de que el tiempo termine por confirmar unas ocurrencias u otras.
Mientras tanto, conviene recordar que, como nos enseña lo ocurrido tras el 11-S o el estallido de la crisis económica de 2008, nuestra capacidad prospectiva es muy limitada. De hecho, si miramos a los augurios sobre lo que pasaría en esos dos momentos históricos y a lo que realmente ocurrió a continuación, podemos constatar cómo, a pesar del notable impacto que ambos tuvieron en la agenda global, no solo no provocaron la reforma de las bases del sistema internacional económico y de seguridad, sino que en cuanto se alivió la inquietud general se volvió, incluso con más empeño, a las andadas. Ahí está, a modo de ejemplo, la securitización de nuestras vidas y el aumento del presupuesto militar, las prácticas financieras especulativas desconectadas de la economía real y fuera del control de los órganos de regulación o la renovada apuesta por modelos económicos insostenibles tanto desde el punto de vista medioambiental como empresarial. Y todo ello sabiendo que fueron esos factores, en un mundo cada vez más desigual, los principales causantes de la inseguridad y el cataclismo económico consiguientes.
Eso significa que organizaciones como Naciones…