Sea demócrata, reivindique la igualdad
En Desigualdad. Un análisis de la infelicidad colectiva (Turner, 2010), dos epidemiólogos (Kate Pickett, originalmente formada como antropóloga física, y Richard Wilkinson, ídem como historiador económico) constataron que las sociedades más desiguales tienen mayores índices de enfermedad mental y consumo de drogas. También que en ellas el nivel de violencia es mayor y se reducen las oportunidades vitales determinadas por el acceso a derechos durante la infancia. En resumen: sabíamos ya que la desigualdad está detrás de buena parte de los males sociales.
Diez años después, con una visión más clara de “cómo afecta la desigualdad a nuestros valores, nuestra percepción de la propia valía, nuestros sentimientos hacia los demás y nuestra salud mental”, los mismos autores publican un nuevo libro, Igualdad. Cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo, con propuestas prácticas para construir sociedades más igualitarias y, por tanto, democráticas. La versión española viene prologada por el sociólogo Pau Mari Klose, diputado y experto en pobreza infantil.
Estamos ante un libro contundente, en el que se recuerdan los efectos perversos del mito meritocrático. Desde el autoconcepto (“en las sociedades en que se considera que la gente puede ascender o descender en la escala social por sus méritos y su esfuerzo personal, el estatus se percibe mucho más como un reflejo de la capacidad o la virtud personal, y ocupar una posición inferior parece por tanto una señal de fracaso individual”) a la culpabilización de las víctimas de la desigualdad (“insinuaciones de algunos analistas en el sentido de que los pobres no tienen amor propio, como si eso fuera una causa y no un efecto de sus circunstancias”).
Pickett y Wilkinson señalan que la desigualdad tiene efectos negativos para todas las personas. Entre otros motivos, porque “al margen de cuál sea el nivel de ingresos individual, en las sociedades más desiguales crece la preocupación por cómo nos perciban y nos juzguen”. También que la tensión en torno a alcanzar o mantener estatus está detrás de cada vez más casos de ansiedad y depresión. Nos invitan –ante el argumento común de que, a la vista de las alarmantes cifras plantean podríamos estar presentando la tristeza y la ansiedad como una patología, convirtiendo experiencias cotidianas en problemas médicos– a pararnos “a pensar en familiares, amigos y conocidos”, con la convicción de que podríamos “observar fácilmente episodios de depresión, ansiedad, comportamientos destructivos, trastornos de la alimentación, adicciones, trastorno bipolar y otros muchos compatibles con los datos.” Además, añaden, “la manera en que la desigualdad afecta a los índices de enfermedad mental está relacionada con cómo se incentiva a la gente a ocultar su sufrimiento y culparse por ello, y quizá por eso tendemos a considerar la enfermedad mental como un fenómeno menos común de lo que en realidad es.”
Los autores enfatizan la importancia, para la preservación de la salud mental, de sentir que se tiene control sobre la propia vida. Ocurre además que, con mayor desigualdad, la empatía disminuye. Así, “las sociedades más desiguales se vuelven más fragmentadas a medida que se ensancha la brecha social. La gente se retira y se vuelve menos sociable, más reservada y más preocupada por las apariencias o por no causar una mala impresión. Y, cuando algunos se sienten excluidos o amenazados, el mismo proceso que afecta a tantas mentes y cuerpos individuales se traslada al plano político”.
Un ejemplo cada vez más frecuente es la polarización derivada del auge de posiciones políticas con círculos de empatía limitados, tanto “desde arriba” como “desde abajo”. El resentimiento y el desprecio se convierten en diferentes expresiones de una misma tendencia excluyente y deshumanizadora.
El hecho de que la desigualdad fuera un importante factor explicativo de la victoria de Donald Trump en 2016 se conecta con un auge de tendencias narcisistas que también afectaría a líderes políticos. Pickett y Wilkinson aventuran que la desigualdad tal vez “produzca líderes narcisistas, seguros de sí mismos y con la sensación de tener derecho a todo, e incapaces por tanto de ejercer su liderazgo con eficacia, humildad y compasión”. Aunque no se puede diagnosticar a una persona únicamente por sus comentarios en redes sociales, “los incesantes tuits de Trump sugieren un concepto grandioso de sí mismo, crueldad, escaso control y muchas otras características de los narcisistas y los psicópatas.”
El impacto de la desigualdad en la empatía, señalan Wilkinson y Pickett, se relaciona también con tendencias favorables al castigo “al crearse un clima de opinión más inflexible y menos dado a perdonar”. Igualmente, las desigualdades persistentes llevan al error de juicio basado en explicar el comportamiento “sobre la base de características personales innatas, y no en relación con las circunstancias.” Eso llevaría a, entre otras consecuencias negativas, demonizar a la población empobrecida.
Tras reflexionar sobre la relación entre las luchas políticas por la igualdad y la sostenibilidad ecológica, planteando dudas sobre la relación entre bienestar y crecimiento, los autores se preguntan por los límites de la deseabilidad de tendencias igualitarias: “las ventajas de ampliar la igualdad se mantienen al menos hasta que se alcanzan los niveles de igualdad de los países escandinavos, que se encuentran entre los países desarrollados más igualitarios. A partir de ahí, no disponemos de datos, y por tanto no podemos decir qué sucede.” Pickett y Wilkinson defienden la importancia de entender que la política es decisiva para determinar la distribución de la riqueza. Tras plantear un panorama en el que “las víctimas de la desigualdad” han abandonado “los partidos del establishment del centro izquierda, que les habían abandonado a ellas hacía mucho tiempo”, reivindican la necesidad de emprender acciones contra los paraísos fiscales y otras formas de evasión fiscal.
Finalmente, defienden que aunque la oposición será intensa, “la democratización de la economía debe convertirse en un objetivo públicamente reconocido” que debe defenderse “como el siguiente gran paso en el progreso de la humanidad.” Un tono grandilocuente pero con fondo necesario, en contextos que replican lógicas autoritarias y que algunas voces señalan que ponen en riesgo las convicciones democráticas de muchas personas. Desde esas convicciones, reclaman medidas que garanticen la representación de trabajadores en consejos de administración, la transferencia de acciones a fondos controlados por las personas contratadas y políticas orientadas en estructuras más democráticas, como las cooperativas o las sociedades laborales.
Si el anterior libro de Pickett y Wilkinson marcó un punto de inflexión en los debates sobre las consecuencias negativas de la desigualdad, Igualdad podría suponer una fuente de inspiración en el diseño de estrategias que permitan construir sociedades igualitarias. Donde el debate democrático, basado en el reconocimiento empático de la dignidad de cada persona, sea posible.