Durante los años ochenta y noventa del siglo XX Colombia vivió uno de los periodos más complejos y críticos de su historia. El Estado era incapaz de ocupar y controlar el territorio; tenía media docena de grupos guerrilleros (FARC, ELN, M19, EPL, Quintín Lame y PRT); tres poderosos cárteles de drogas (Medellín, con el tristemente célebre Pablo Escobar; Cali, con los Rodríguez Orejuela; y Norte del Valle); así como un centenar de bandas paramilitares (inconexas) que habrían de convertirse en las sanguinarias Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), al mando de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso.
Pese a todo esto, Colombia era capaz de producir una de las mejores literaturas del mundo, de construir una idea de país y de sobreponerse a lo peor. Entre agosto de 1989 y abril de 1990 fueron asesinados tres candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro. El primero, un carismático y joven dirigente liberal que las encuestas situaban como favorito para ganar las elecciones. El segundo, el líder de la Unión Patriótica, partido surgido de los acuerdos entre Belisario Betancur (1982-86) y las FARC. Y el tercero, el jefe del M-19, que acababa de firmar la paz con Virgilio Barco (1986-90).
Los anteriores párrafos compendian el capítulo más dramático de la historia nacional contemporánea. Cuando se mira hacia esos años… todo es tragedia. El asalto al Palacio de Justicia y la muerte de casi todos los magistrados de la Corte Suprema y del Consejo de Estado (1985); el exterminio sistemático de sindicalistas, indígenas y líderes populares; el asesinato de ministros, procuradores, periodistas, jueces, fiscales, policías, soldados y civiles, cuyo único pecado era estar en el lugar equivocado, como ir en un avión que estalla en pleno vuelo, o estar en un centro comercial. Ningún país supera a Colombia en dolor y sufrimiento…