¿Cuántas veces hemos oído decir que el Estado nacional es algo del pasado? ¿Que las fronteras han desaparecido, que la distancia ha muerto, que la Tierra es plana, que nuestras identidades se han vuelto mundiales, que la política trasciende los límites nacionales, que las decisiones que dan forma a nuestra vida económica las toman ahora corporaciones multinacionales y burócratas internacionales sin rostro? Y, sin embargo, fíjense en el modo en que se han desarrollado los acontecimientos a medida que el mundo se ha sumido en la crisis financiera. ¿Quién rescató los bancos para impedir que la crisis se convirtiese en un cataclismo todavía mayor? ¿Quién inyectó la liquidez necesaria para calmar los mercados internacionales del crédito? ¿Quién estimuló la economía mundial por medio de la expansión fiscal? La respuesta a cada una de estas preguntas es la misma: los gobiernos nacionales. Puede que pensemos que vivimos en un mundo cuya gobernanza se ha visto radicalmente transformada por la globalización, pero la responsabilidad sigue recayendo en los políticos nacionales.
Puede que pensemos que vivimos en un mundo cuya gobernanza se ha visto radicalmente transformada por la globalización, pero la responsabilidad sigue recayendo en los políticos nacionales. Esto ha sido necesario para nuestra economía. Sin embargo, somos menos conscientes de que también es bueno para la salud de nuestro sistema de gobierno. Durante demasiado tiempo se ha pasado por alto las formas en las que la globalización puede dañar la democracia (y las formas en que el Estado nacional puede ayudar a salvarla).
Tras el final de la Segunda Guerra mundial, la economía estuvo regida durante tres décadas por los acuerdos de Bretton Woods, que tomaron su nombre del centro turístico de New Hampshire donde los responsables políticos de los países aliados se reunieron en 1944 para diseñar un nuevo…