¿Qué es más importante para un país: ¿la salud, el dinero o el amor? El caso de la democracia más longeva del mundo, Estados Unidos, nos ilustra que, como con las personas, el dinero parece lo más relevante pero, a la hora de la verdad, lo esencial es la salud y el amor.
Dinero
La democracia americana está más débil que nunca a pesar de que su economía nunca ha estado tan fuerte. La posibilidad de que Donald Trump vuelva a la Casa Blanca tras las elecciones presidenciales de noviembre preocupa en todo el planeta en general, pero aterra en Ucrania, Gaza y otros puntos calientes en particular. Sin embargo, los números de la economía norteamericana son imbatibles. Crece más que las economías europeas y dos veces más rápido que los otros países del G7. Además, no es un desarrollo económico tan desigual como en otros momentos de expansión. La desigualdad entre ricos y pobres, el secular talón de Aquiles de la sociedad americana, se ha reducido con Joe Biden. Pero también cayó con Trump. Bajo el mandato del presidente plutócrata que venía para perdonar impuestos a los más ricos y reírse de la justicia social, los norteamericanos experimentaron una sensación generalizada de bonanza económica.
No es pues extraño que Trump haya retenido un apoyo sostenido entre la clase trabajadora. Lo que es más llamativo es que, además, ahora el republicano esté consiguiendo el respaldo de los americanos con estudios universitarios que, durante los últimos años, se habían inclinado hacia los demócratas. Muchos piensan que, aunque con errores, Trump se fija en “las cosas del comer”: en la inflación, la deslocalización de empresas y en otros asuntos de política doméstica, frente a unos demócratas más preocupados por la política exterior. Los tipos de interés en casa interesan más que los muertos en Ucrania. Además, en términos comparados con Biden, a pesar de su edad avanzada y escasa apariencia de salud, Trump es el candidato joven y sano.
Obviamente, el futuro que le espera a la economía americana con cuatro años más de “Trumpenomics”, podría ser desastroso. La política económica de Trump es una mezcla, balsámica a corto plazo pero explosiva a largo de, por un lado, recortes de impuestos financiados con déficit, que es la tentación favorita de los populistas neoliberales que menosprecian la sostenibilidad del Estado; y, por el otro, tarifas a la importación, que es la tentación favorita de los populistas de izquierdas. En definitiva, Trump aúna lo peor de los populismos de derechas e izquierdas juntos. Pero, aun así, y según numerosos estudios de opinión, genera más confianza entre el público americano que su oponente Joe Biden. En términos demoscópicos, nunca Trump, ni tan siquiera en los meses previos a su victoria electoral en 2016, ha gozado de tal ventaja en las encuestas sobre su oponente demócrata.
Amor
La variable más preocupante para la supervivencia de la democracia americana no es el dinero, sino el amor. El final del amor. La agria sensación de un romance acabado e irrecuperable. Los ciudadanos norteamericanos que, independientemente de su credo ideológico formaron antaño la quintaesencia de una comunidad modélica, han pasado a estar visceral y casi viciosamente enfrentados por motivos políticos. Estados Unidos era una sociedad con un alto nivel de confianza social e institucional durante gran parte del siglo XX, lo que, de acuerdo con muchos expertos, posibilitó su desarrollo socioeconómico. Pero, durante las últimas décadas, los americanos han dejado de confiar en sus compatriotas, sobre todo si son del partido rival, y en las instituciones públicas.
«La mentalidad tribal se ha adueñado de un número creciente de norteamericanos»
El porcentaje de americanos que confiaban bastante o mucho en las nueve instituciones que regularmente monitoriza Gallup (el Congreso, los periódicos, los bancos, el Tribunal Supremo, los colegios públicos, las fuerzas armadas, los sindicatos, las grandes empresas y las iglesias y organizaciones religiosas) en 1979 era del 48%. Desde entonces, se ha producido un lento, pero imparable, descenso de la confianza. Y ahora ese porcentaje medio es de apenas un 26%. Es decir, tres de cada cuatro norteamericanos confían poco o nada en las instituciones centrales sobre las que se sustenta una democracia capitalista.
El problema es aún peor, pasamos de la foto general a un análisis más segmentado. Porque no es sólo que los americanos en su conjunto estén poco entusiasmados con sus instituciones, sino que, por encima de todo, están furiosos con sus propios vecinos. Durante las últimas décadas se ha disparado la antipatía partidista. Si en 1994 apenas un 21% de los simpatizantes Republicanos, y un 17% de los Demócratas, tenía una visión muy desfavorable del partido contrario, ahora esos porcentajes han subido al 62 y al 54%. Y al mismo tiempo, en los últimos años ha aumentado la percepción positiva que los votantes de un partido tienen de sí mismos. Por ejemplo, el porcentaje de Demócratas que consideran que sus compañeros Demócratas son más morales que otros americanos ha crecido del 38% en 2016 al 51% en la actualidad. Los resultados son parecidos para los Republicanos. Cada día, unos y otros muestran más odio hacia los miembros del otro gran grupo político y más querencia hacia los suyos. En otras palabras, la mentalidad tribal se ha adueñado de un número creciente de norteamericanos. Por cierto, en estos índices de polarización afectiva otro país puntero es España.
Si cogemos la perspectiva histórica del termómetro de sentimientos de las encuestas de American National Election Studies, que empiezan en los años 60, el panorama es, si cabe más desolador. Por un lado, vemos cómo el sentimiento positivo de los Demócratas y los Republicanos hacia los de su propio partido se mantiene relativamente estable y cercano al 80% durante más de seis décadas. Sin embargo, desde principios de los 70 empezamos a ver un lento, pero imparable, descenso del afecto que los Demócratas tienen hacia los Republicanos y viceversa.
En otras palabras llevamos medio siglo de deterioro de las relaciones políticas en Estados Unidos, lo cual implica que puede que esté impulsado por factores estructurales de largo recorrido y, por tanto, difíciles de revertir. Otra consecuencia negativa es que, si la primera democracia del mundo y el país pionero en tendencias culturales del mundo, tomó una senda de polarización hace ya muchos años, va a ser casi imposible que el resto del orbe democrático pueda escapar de lo que parece un sino histórico.
De momento, esta polarización no ha derivado en violencia. Como mínimo, no sistemática, aunque no es difícil imaginar que un episodio como el asalto al Capitolio en enero de 2021 pudiera repetirse, ya sea durante la toma de posesión del nuevo presidente en 2025 o en cualquier otro momento. Algunos signos son inquietantes. Si extrapolamos los resultados de las encuestas existiría hasta una masa social de 25 millones de adultos norteamericanos que creen que el uso de la fuerza estaría justificado para restaurar a Donald Trump en la Presidencia. No es que los Demócratas se muestren más pacifistas en este sentido, pues un 18% aprueban el uso de la violencia si su candidato perdiera las elecciones. Y, en quizás la pregunta más deprimente del mundo sobre la polarización, un 20% de los votantes Demócratas están de acuerdo con la afirmación de que “el país estaría mejor si muchos miembros del partido rival murieran”. En el caso de los Republicanos, el porcentaje de deseadores de la muerte ajena es del 15%.
En conjunto, estamos hablando de muchos millones de americanos que parecen sentir un odio visceral y una pulsión violenta hacia el oponente político. Y de nuevo, el problema no es tanto el nivel de inquina, sino la evolución de la misma: ascendente a lo largo de este siglo XXI y, lo que es más preocupante todavía, que no sólo no ha disminuido tras la salida de Trump del poder, sino que ha aumentado. No sólo no se ha moderado con la prosperidad económica sin igual, sino que se ha acentuado.
Podemos pues pronosticar que el deterioro de las relaciones entre Demócratas y Republicanos continuará en el futuro, independientemente de quien gane las presidenciales de este año, o las de 2028. Si se celebran. Porque ¿Qué ocurriría si a esta fractura entre Rojos y Azules le añadiéramos una lenta recesión o un rápido shock económico? ¿Aguantarán las costuras de una democracia americana, pacientemente trenzadas a lo largo de más de dos siglos, un empeoramiento del panorama socioeconómico en un contexto tan extremo de polarización política?
Salud
A esta situación hay que añadirle un vector de disrupción: la tecnología. La generalización de las redes sociales, que aumentan el efecto “cámara de eco” y la irrupción de la inteligencia artificial, que nos ha inundado de deepfakes, audios y videos que imitan la apariencia y el sonido de personas reales, han trastornado el debate público. La salud de la democracia se deteriora al mismo ritmo que la salud mental de muchos americanos. En particular, los jóvenes. Desde 2012, se han disparado los diagnósticos de problemas mentales en Estados Unidos y alcanzan niveles de epidemia entre las generaciones más jóvenes, aquellas que han entrado en la adolescencia de la mano de las redes sociales.
Durante un tiempo se insistió en eso de que “correlación no es causalidad”, que simplemente estábamos hablando de dos fenómenos paralelos en el tiempo, pero no relacionados entre sí: por un lado, la adicción a las redes sociales, por el otro, el incremento de las patologías mentales. Sin embargo, los estudios sistemáticos –llevados a cabo por, entre otros, Jonathan Haidt– indican que sí hay un efecto. Se ha demostrado que introducción de las redes sociales como mecanismo de interacción ha intoxicado las relaciones de amistad entre los jóvenes. En concreto, la generalización de los iconos de “me gusta” y “compartir” ha servido para encumbrar socialmente a aquellos individuos capaces de crear un mayor sentimiento tribal, estimulando las emociones negativas hacia quienes no pertenecen al grupo X que sea.
Y eso se ha reproducido en la política. No es casual que uno de los estudiosos más reconocidos de la psicología política americana, Haidt, también haya analizado los problemas de los adolescentes derivados de las redes. En el fondo, es lo mismo: en Estados Unidos primero, y el resto del mundo después, han ganado preeminencia los discursos identitarios. Aquellos con la habilidad de tejer lazos con los “suyos”, aislándolos y enfrentándolos con los “otros”, triunfan. Es cada vez más difícil escuchar a los candidatos que apelan a la ciudadanía en general y no a los militantes duros de su bando. Los mensajes conciliadores son silenciados en la crecientemente ruidosa plaza pública de las redes sociales. La elección de Trump en 2016 fue la primera prueba y en 2024 es desgraciadamente posible que se confirme la tendencia.
Los idus de noviembre
Los augurios son malos. Y empeoran por momentos. Si un año antes de la victoria arrolladora de Trump en los caucus de Iowa les hubieran preguntado a los estrategas Demócratas qué les parecía, muchos hubieran firmado ese resultado. Nada parecía más favorable a Biden que otro enfrentamiento con un Trump perdido en el monte del radicalismo. Con una economía fuerte, un paro débil y una inflación relativamente controlada, Biden podría vender gestión sustantiva frente a la crispación vacua de Trump. Entonces, a los Demócratas les preocupaba más la posibilidad de victoria de una Republicana moderada como Nikki Haley. En esos momentos, las encuestas proyectaban que Haley podría obtener un 55% del voto en unas presidenciales frente a un 45% de Biden.
Pero las esperanzas de moderación del partido Republicano se esfumaron pronto. Y Trump ha arrasado en el proceso de primarias. Sus juicios y escándalos no sólo no lo han debilitado, sino que han fagocitado a su base electoral. Y la han ampliado. De hecho, en la década que lleva Trump optando a la Presidencia americana nunca ha gozado de un apoyo popular tan importante. En principio, se nutría de un voto obrero, masculino y blanco. Pero, en la actualidad, Trump ha logrado expandirse a otros grupos, consolidando la tendencia histórica: señoras y señores, esto no va de los clivajes tradicionales (raza, clase económica, educación, género), sino de una nueva división cultural, encarnada por los dos partidos políticos. A un lado, los defensores de los valores tradicionales y nacionales. Al otro, los partidarios de la modernidad y el cosmopolitismo. Así, el determinante más claro de qué va a votar un norteamericano en las elecciones de noviembre es su religión. Si son cristianos (sobre todo, practicantes), pero también judíos (cuyo apoyo a Trump ha crecido notablemente), la probabilidad de que voten a Trump es muy elevada.
Trump ha conseguido penetrar en votantes relativamente conservadores, con estudios superiores. Es un cambio sustancial en relación con el pasado, cuando todos recordamos esos mítines de Trump con hombres de mediana edad, seguidores de las carreras de coches, y con la gorra de Make America Great Again. Ahora, Trump recibe un apoyo remarcable entre personas con estudios universitarios, pero no tanto porque su estilo levante pasiones entre este público, sino porque este público se ha cansado de los Demócratas y de su obsesión con lo woke. Los escándalos provocados por algunas políticas teóricamente dirigidas a fomentar la diversidad han desencantado a un tipo de votante que estaría, en principio, destinado socioeconómicamente a votar a Biden. Es decir, la nueva divisoria cultural se va reforzando.
Moribunda pero viva
No parece pues que la situación vaya a mejorar de aquí a las elecciones presidenciales de noviembre, pero ¿Y después? Si miramos a las teorías estándar sobre la democracia, una victoria de Trump no debería significar el colapso de la democracia americana. El desarrollo económico es el mejor antídoto contra el autoritarismo. Jamás en la historia ha colapsado una democracia con una renta per cápita superior a los 6,055 dólares per cápita (que eran el ingreso medio en la Argentina de 1975). Ha habido sustos en muchas, notables en algunas naciones, pero no transformaciones radicales en autocracias. Además, los mismos pesos y contrapesos, del sistema judicial y de los funcionarios públicos que impidieron que Trump llevara a cabo sus políticas más antidemocráticas durante su Presidencia, siguen vivos y fuertes.
Es cierto que, a diferencia de 2016, el equipo que rodea a Trump está preparando un plan de choque para contrarrestar eso que denominaron en su momento el Deep State (la alineación de intereses corporativos, vinculados al partido Demócrata o, como mínimo, a valores internacionalistas). Cuentan con despedir a varios miles de empleados públicos, politizando al máximo el aparato administrativo. Pero, si algo nos enseña la historia de los países modernos es que ningún ejecutivo ha sido capaz de subyugar completamente a su administración pública.
Trump puede limarla, cortocircuitarla y asfixiarla con recortes presupuestarios, pero las energías requeridas para llevarlo cabo pueden exceder sus capacidades y las de los representantes Republicanos en el Congreso. Por ejemplo, cuando llegó al poder tras ganar las elecciones de 2016, Trump no pudo politizar muchas agencias gubernamentales simplemente porque no tenía gente con la mínima cualificación y motivación para ocupar estos puestos.
Y se dio la paradoja de que el presidente con el afán más politizador de la administración de la historia –como mínimo desde Andrew Jackson hace dos siglos– hizo menos nombramientos políticos que sus antecesores en el cargo. Barack Obama, George W. Bush y Bill Clinton “colonizaron” las agencias federales más que Trump, por la sencilla razón de que el ejército de trumpistas que tiene Estados Unidos cuenta con pocos generales. Es el emperador Trump y la multitud. Entre ellos, los cuadros medios son más bien escasos.
Son estos frenos administrativos, amén de los jueces ferozmente independientes propios del Common Law anglosajón y una Prensa difícil de amordazar, los que, a mi juicio, hacen altamente improbable que la democracia colapse en Estados Unidos. La democracia estadounidense está llena de fango, pero seguirá rodando.