Saber lo que nos pasa
Es frecuente recurrir a la cita de Ortega —“No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa”— para diagnosticar nuestro presente. Desde el punto de vista económico no sabemos si vamos hacia una desglobalización, una globalización regionalizada o un colapso del sistema. En el terreno geopolítico tampoco sabemos si la rivalidad entre China y EEUU determinará las relaciones de fuerza, si cada país irá a lo suyo, o si el multilateralismo prevalecerá. Y desde el plano cultural no estamos seguros cómo acabará la pugna entre progresistas y conservadores, o si se impondrá un sistema de hábitos automatizado, condicionado por algoritmos. Si bien estas dimensiones están interrelacionadas, detenerse en una siempre es útil para arrojar luz sobre las demás. Esto es lo que ha hecho Fernando Vallespín en La sociedad de la intolerancia al examinar las claves culturales que estarían erosionando los fundamentos de la democracia liberal, entendida como marco normativo e institucional levantado sobre el concepto de tolerancia.
Muy al estilo habermasiano, el análisis arranca tomándole el pulso al estado de la opinión pública. En la obra del filósofo alemán, el espacio público es el enclave central de la deliberación (desarrollada en el pasado en cafés y en la prensa) que modula las acciones “estratégicas” de los sistemas político y económico. Su relevancia no solo radica en preservar el “uso público de la razón”; también propicia el clima de conversación propio de las democracias e informa la toma de las mejores decisiones. Bajando al terreno práctico, la descripción de Vallespín sobre la situación ya digitalizada de tal espacio resulta bastante cruda. Parece paradójico que la des-intermediación mediática (vía redes), que entremezcla criterios de análisis y arrambla con la jerarquización de la agenda pública, aflore como uno de los factores de su disgregación, toda vez que la mediatización era lo que según Habermas amenazaba el diálogo entre iguales, privatizado a manos de las corporaciones. Pero no lo es tanto si constatamos que lo ocurrido ha consistido en el escalonamiento publicitario de la esfera privada, de la que los medios tradicionales son cómplices, al acecho de topics que irrumpen como tendencias y en donde, por si fuera poco, se infiltran campañas de desinformación.
«Todo juicio se acopla a la distinción entre “nosotros” y “ellos”, y ha acabado proyectándose en los sistemas políticos»
Vallespín nos recuerda el prestigio que adquirió hace décadas exhibir “opiniones contundentes”, en tanto muestra fehaciente del interés cívico por los asuntos generales. Así lo explicó Albert O. Hirschmann, pero todavía entonces se precisaba de un argumentario maduro, articulado sobre preferencias autónomas. Por contraste, la expresión contemporánea de las opiniones obedece a una lógica heterónoma —tribal, en palabras de Jonathan Haidt— cuya manifestación se ancla en un moralismo sectario y maniqueo. Todo juicio se acopla a la distinción entre los míos (“nosotros”) y “ellos”, y ha acabado proyectándose en los sistemas políticos. De este modo se llega a una polarización en la que, al menos en EEUU (un país post-ideológico hasta hace poco), la adscripción partidista determina patrones de consumo y modos de vida: dime a quién votas y te diré quién eres. Un panorama acorde a la visión schmittiana de la enemistad como categoría crucial de la política. Y que, además, reafirmaría nuestra predisposición biológico-instintiva a definirnos grupalmente (convendría, con todo, distinguir el aspecto emocional inscrito de los procesos cognitivos, del acento sentimental del pensamiento romántico, donde el plano simbólico prevalece sobre el conceptual).
Aunque quizá el mayor perjuicio de esta degradación del espacio público recaiga en su impacto epistemológico, cuestionando la naturaleza factual de la realidad. Esto es la “posverdad”: postular “hechos alternativos” que solo sirven para confirmar nuestras opiniones (como “sesgos de confirmación”). Así es como se pasa de debatir racionalmente sobre el soporte fáctico de unos datos aceptados por todos a polemizar irracionalmente sobre ficciones construidas a la medida de cada cual. Acudiendo a la tesis de Michiko Kakutani, la “izquierda posmoderna” aparece como primera responsable. Su perspectivismo, según el cual la construcción de la realidad obedece a un modelo colonialista y patriarcal opresivo, refuta el universalismo del proyecto ilustrado. Trasladado a la sociedad, este enfoque habría estrechado la libertad de expresión, cuya vigencia quedaría acotada a un precepto meramente formal. De hecho, la expansión de lo políticamente correcto no solo habría instaurado un clima de autocensura, sino que ha eclosionado como mecanismo de sanción social que lincha a quien no se pliega a la “opinión correcta”. Es la denominada “cultura de la cancelación”, una estrategia de la llamada “izquierda woke” en alerta constante por denunciar todo aquello que, marcado por la “carga del hombre blanco” (Kipling), considera injusto.
Creerse los reyes de la infamia
Ciertamente, esta actitud afronta problemas de incongruencia, el más grave de los cuales anticipó Pascal Bruckner en 2006; se trata del “paternalismo de la mala conciencia: creerse los reyes de la infamia significa continuar en la cima de la historia”. Pero es que asimismo, según Kakutani, la “cultura de la cancelación” habría dado pábulo a una “derecha alternativa”, encantada de emplear el mismo victimismo para agrupar a la white trash desindustrializada, como minoría todavía mayoritaria. Cabría añadir el margen de transgresión, ahora “contra-contracultural”, que la izquierda ha perdido. Mayor interés tiene advertir cómo, más que instrumentalizar al identitarismo woke, la alt-righ enlaza con su origen genuino, justamente el del romanticismo germano que, en tanto corriente reaccionaria, prioriza el “sentido de pertenencia” y los “estados de ánimo” sobre los ideales de la Ilustración, desde Herder hasta Heidegger. Analizar la responsabilidad del post-estructuralismo francés, que actualizó su legado y lo exportó a EEUU, y presentar sus últimos subproductos, hostiles al método científico (¿qué pensaría el físico Alhazén?; ¿cómo disponer siquiera de un espacio público sin respetar evidencias empíricas y deducciones lógicas?), o directamente exclusivistas (insiderism cultural), rebasa nuestras ambiciones. En cualquier caso, describir esas “batallas de las ideas”, nos sitúa en la antesala de los capítulos principales, centrados en la identidad y la tolerancia.
Las identidades importan y contribuyen a reducir las complejidad social a partir de unos rasgos que solidarizan a sus miembros. El problema de ubicarlas en la raíz del conflicto reside en sus desajustes con la “autonomía individual”
Bajo ellos lidian dos modelos de convivencia y, por extensión, dos planteamientos teórico-políticos: comunitarista/romántico frente a liberal/ilustrado. No es fácil dilucidar por qué la identidad ocupa el núcleo del conflicto político. Las razones pueden encontrarse en la configuración de las sociedades multiétnicas, fruto de sucesivas olas migratorias, o en la institucionalización de los “nuevos movimientos sociales” de los sesenta/setenta. Sea como fuere, las “identidades importan” y contribuyen a reducir las complejidad social a partir de unos rasgos (religión, nación, lengua, etc.) que solidarizan a sus miembros (Kwame A. Appiah). No obstante, el problema de ubicarlas en la raíz del conflicto reside en sus desajustes con la “autonomía individual”. En el plano teórico, su auge parte de la reinterpretación del concepto hegeliano de “reconocimiento”: ya no basta con conquistar la libertad y la igualdad ante la ley, resuelta en la homogeneidad del “fin de la historia”. Ahora se requiere un reconocimiento diferenciado a la “autenticidad” de las identidades minoritarias. En la práctica, la cuestión se complica por las dificultades para responder a unas reivindicaciones que, tras décadas de acomodo jurídico (los “derechos culturales”), nunca se consuman; antes al contrario, agudizan la fragmentación. Ya sea por el contrasentido que implica exigir a la vez ser tratado como un igual y como un diferente, o por la naturaleza indivisible de sus demandas (de nuevo Hirschmann); ya sea por la adopción de estrategias de corte “etnocorporativo”, o por la agregación de nuevas distinciones posmodernas —y premodernas—, la insaciabilidad del reconocimiento no tiene fin. Gran parte de la controversia se explica por el carácter identitario que el comunitarista observa en el liberalismo, producto a su juicio de una tradición igualmente cultural, convertida en hegemónica. Como si el “velo de la ignorancia” rawlsiano encubriese una identidad más, y encima la dominante.
«Ahora se requiere un reconocimiento diferenciado a la “autenticidad” de las identidades minoritarias»
Es aquí cuando, por contrapunto, entra en juego la reflexión sobre la tolerancia de Vallespín. Su perfil conceptual, pese a ser ortodoxo, no deja de redescubrirnos su alcance: la tolerancia, lejos de equivaler a aceptación o indiferencia, integra el rechazo al valor o comportamiento tolerado. Así, no consistiría tanto en abrirse como en sobrellevar a quien no piensa ni actúa como nosotros. En consecuencia, la tolerancia presupone un diseño institucional que declina defender una determinada noción del bien y opta en cambio por un pluralismo axiológicamente neutral (estableciendo como límite los derechos fundamentales). Justo en dicha neutralidad estriba la entidad normativa de la tolerancia, por más que su emergencia derivase de razones pragmáticas (solventar las guerras de religión). No hay más bien común que permitir que cada uno desarrolle su propia concepción del bien; de ahí que la libertad del liberalismo englobe tanto al pensamiento y acción individuales como a las instituciones que operan como su condición de posibilidad. Por descontado, este razonamiento no contenta a quien continúa considerando la tolerancia como un dispositivo condescendiente, de poder y “autorización”, que no puede sino reproducir los estigmas heredados (Wendy Brown). Sin embargo, en este punto caben pocas salidas, salvo que —como Vallespín señala—, se genere una suerte de “producción administrativa del reconocimiento” que imponga para todos lo que solo vale para algunos, reabriendo las guerras de religión.
Dejando de lado la omisión, no menor, de estas luchas sobre el antiguo conflicto medular —la redistribución de los recursos económicos—, en los últimos compases del libro sigue en pie el interrogante inicial: ¿están realmente en peligro las democracias liberales? Habida cuenta de los bandos en pugna —hiperpolíticos, y a ambos extremos del espectro ideológico; mientras los tecnócratas dilatan sus ademanes postpolíticos— las perspectivas no son halagüeñas. Nuestro autor subraya las conclusiones a las que ha llegado Philippe Corcuff (2020): a mayor confusión, mayor “derechización”, léase: triunfo de un iliberalismo que merma la independencia judicial y controla los medios. Con todo, quizá el futuro solo depare, como augura Ross Douthat, un lento estancamiento intelectual, un “agotamiento civilizatorio”, no incompatible con la prosperidad: un tiempo posthistórico (postliberal), acaso tampoco catastrófico. No lo sabemos. Pero lo que sí logramos gracias a este libro es saber mejor lo que nos pasa.