Rusia es un país dominado por una élite dolida con el pasado, cada vez más indiferente al futuro y que en el presente confía en prevalecer gracias a la disuasión nuclear y la debilidad, cobardía o inconstancia de Occidente. El régimen ha envejecido con mucho dinero ahorrado. El “tardoputinismo” amenaza endurecido por lecciones crueles: durante las últimas décadas Moscú se impuso con el uso de la fuerza sobre la disidencia y sobre sus vecinos, y Occidente acabó normalizando la situación. Ése fue el combustible de la siguiente guerra.
Desde su “trono” del Kremlin, Putin vislumbró en sus primeros años en el poder la amenaza del separatismo en el Cáucaso; después, los rigores de la economía, y más tarde los desafíos de antiguos territorios –como Georgia y Ucrania– que para gran sorpresa del homo sovieticus querían seguir su propio camino. En la recta final a 2020 el putinismo afrontó otro problema nuevo: su fecha de caducidad institucional. Durante ese año lo resolvió sobre el papel con una reforma constitucional inaudita que puso a cero los mandatos del presidente. Pero había que llevar ese reinicio a la calle. De cara al futuro hacía falta un país nuevo: no sería el democrático que pedían unos pocos, sino un Imperio 2.0 en el que mansamente se acomodaría la mayoría silenciosa como hizo con el regalo de Crimea en 2014.
Ucrania 2022 debía ser la coronación de Putin como zar, hacia adentro y hacia afuera. A los rusos les daría un país más grande y poderoso, cerrando la herida ya imaginaria de la Guerra Fría. A Occidente le dibujaría en el mapa la potencia a la que no quisieron tener en cuenta, entrando Moscú en el futuro multipolar como actor principal, no secundario. La “coronación” histórica de Putin no sólo sería su intervención militar con un golpe de estado en Kiev, sino la postración de Occidente ante esa maniobra audaz. ¿Qué importa una UE que hace infinitas leyes si hay una Rusia que impone fronteras?
Las cosas no salieron como estaba planeado. Lo que iba a parecerse al brutal fin de la Primavera de Praga pronto pasó a asemejarse al inicio de la incursión soviética en Afganistán: un ejército inferior defendiendo con éxito su territorio ayudado por armas occidentales destinadas a contener y desgastar a Moscú. El retrato del senil macho soviético Leonid Brezhnev contempla los movimientos temerarios de Putin.
Putin confía en que, a diferencia de lo que le pasó a la URSS en esa fallida cruzada, esta vez la potencia en decadencia es la UE. Igual que Mijail Gorbachov tuvo que bajarse de la apuesta de Leonid Brezhnev diez años después de lanzarse contra Kabul, los sucesores de Joe Biden, de Emmanuel Macron y de Olaf Scholz se apartarán del “no pasarán” enarbolado –con sonoras palabras y cautos hechos– por las cancillerías occidentales a partir de febrero de 2022. Ese desistimiento occidental es la teoría de la victoria de Putin.
Los rusos no van bien, pero Rusia sí
Europa o Rusia, segundo asalto. Los años que le quedan a esta década dirán cuál de los dos enfermos, que se hacen cortes de manga desde su camilla del hospital, está en peor estado. Por un lado, Rusia desenchufada de la Europa que dio forma a su identidad prevaleciente; Moscú ebria de nacionalismo belicista hacia fuera y de totalitarismo paranoico hacia adentro, incapaz de producir un sucesor o de tejer una mínima seguridad jurídica que haga posible una vida tranquila tras perder el poder. Por otro, Europa, avejentada y olvidadiza de la guerra, temerosa en todas las batallas, celosa de su nivel de vida pero encaprichada con nacionalismos y radicalismos descreídos de la integración y con ganas de remover el sistema al ritmo funesto del siglo XX.
No recordamos los tiempos en los que no vivíamos bajo el frío chorro de la palabra crisis. Pero ahora, enfrentados en una guerra europea, la economía de cada país adquiere una dimensión militar: el PIB es una bayoneta. La tasa de crecimiento de la economía rusa está por encima de la media mundial. Rusia ya ha superado a Japón y Alemania en términos de volumen económico. Pero en términos per cápita, Rusia ocupa el puesto 60 en el mundo. Rusia va bien, los rusos no tanto.
En Rusia, incluso hasta 2022, el desempleo era relativamente bajo. Por ejemplo, entre 2011 y 2019 rondó el 5,4%. En 2023 Rusia tuvo un descenso récord del paro: en abril ya era del 2,6%. En contra de lo que se temía, con las sanciones no hubo despidos masivos, aunque en 2022 cayeron las vacantes. La salida de compañías extranjeras –que incluso siguieron pagando salarios durante un tiempo– abrió la puerta a las llamadas empresas de sustitución: salieron los titulares y el banquillo empezó a moverse. Los negocios que han de suplir los bienes importados que han abandonado el mercado ruso han cobrado un notable protagonismo en el desempeño de la economía en 2024. Así, el desempleo en Rusia ha ido disminuyendo constantemente desde principios de 2022. El paro juvenil ha bajado significativamente, pero sobre todo es debido a que desde que empezó la gran invasión los problemas demográficos se han intensificado debido a la emigración y la movilización. No es economía todo lo que te hace encontrar trabajo, la pirámide poblacional se alza entre la tormenta económica.
Según refleja el medio independiente ruso Meduza, el desempleo disminuyó con mayor fuerza en Adigueya, Buriatia y Tuvá: casualmente es allí donde se reclutó en masa personal militar. Al mismo tiempo, faltan especialistas en nuevas tecnologías, porque fueron los primeros en irse en marzo y abril de 2022. ¿Cuántos se fueron? Difícil saberlo, porque muchos lo hicieron sin hacer ruido y un goteo ha ido regresando: las estimaciones de los expertos oscilan entre 300.000 y más de un millón, entre el 0,4 y el 1,5% de la población activa. Un tercer factor es que, por culpa de la caída del rublo primero y de las restricciones a la emigración después –especialmente tras el atentado islamista de marzo de 2024 en la sala Crocus– los inmigrantes de los países de la antigua URSS ahora están menos dispuestos a viajar a Rusia. Hay menos inmigrantes y en Rusia la gente tiene menos ahorros o derechos laborales. Siempre ha tenido menos paro porque la gente sencillamente no puede permitirse estar sin trabajar más de unas semanas.
«Enfrentados en una guerra europea, la economía de cada país adquiere una dimensión militar: el PIB es una bayoneta»
La guerra ha hecho huir a muchos, pero también ha sido un generador de empleo. Rusia espera incorporar a medio millón de jóvenes cualificados en el sector tecnológico-militar. El mismo número que Ucrania quiere sacar de la población activa para ir a combatir al frente. También han sido de pronto necesarios muchos constructores, conductores e ingenieros, que han marchado rumbo a las nuevas conquistas para restaurar la infraestructura en los territorios anexionados tras los combates de 2022.
Debido a la emigración y la movilización, hay menos rusos que trabajan. Así que por un lado la gente está pasando del sector civil a las industrias de defensa o relacionadas con la misma. Y las empresas en general están de momento dispuestas a ofrecer salarios más altos para compensar la escasez de hombres. En Putinistán la guerra tiene cada lunes más sentido.
Rusia está acostumbrada a tener más dinero que economía, pero el nuevo proteccionismo general y el aislacionismo particular pueden dar un respiro a viejas debilidades. Además, las “otras potencias” están en alza. Los países “amigos” de Rusia –China y la India– representan las tres cuartas partes de su volumen de negocios comercial porque se han convertido en los mayores importadores de petróleo ruso. La puesta en marcha del gasoducto Poder de Siberia-2 podría convertir a Rusia en el principal proveedor de gas de China. Pero, como escriben estos días los medios independientes rusos, Moscú necesita ese proyecto más que Pekín y las autoridades chinas pueden dictar las condiciones a Gazprom durante las negociaciones.
Tras el imperio, nada
En Rusia no cambian los líderes, sino las fronteras: el presidente se queda, pero una Rusia nueva y más asertiva sucede a la anterior. El nivel de vida no existe en la conversación pública, pero la tele dice que los confines son importantes. El régimen no puede mejorar el futuro, pero puede poner en su sitio a un pasado insolente.
En Rusia la economía no juega un papel tan central como en Europa o Estados Unidos. El tipo de cambio del rublo se ha ido debilitando, las importaciones se encarecen y la inflación se acelera. Esto sucedió mientras Rusia aumentaba los pagos en moneda nacional con otros países. La participación del rublo en las transacciones de importación y exportación casi se duplicó, hasta el 39%. Son datos que a los rusos se les escapan, pero ellos mismos saben que no pueden torcer el rumbo del gobierno, que no tiene que vender gestión a una sociedad civil amordazada.
La guerra está transformando el país. Y tal vez el cambio más trascendental sea el que se deriva de la situación de aislamiento, que dificulta la competitividad, pero a la vez da una oportunidad a amplios sectores del país que eran poco competitivos. Los economistas lo llaman “industrialización inversa”, es decir, el lanzamiento de nuevas industrias que utilizan tecnologías disponibles —menos avanzadas— que requieren más trabajadores. Las condiciones de aislamiento y de demanda mayor que la oferta permiten esa situación, que reconfigura la economía con difícil vuelta atrás. Y esto es lo que hace pensar que Rusia, en lugar de pasar a una economía de guerra, ha convertido la guerra en la economía misma. Un escenario en el que la paz no es una opción prioritaria, e incluso la victoria —rubricada con un acuerdo con Occidente que levantaría las sanciones— encarna un problema. El país está amarrado a la idea belicista de la agresión no sólo en el ámbito de la política o la propaganda, sino en el de su propia estructura económica.
No se trata tanto de reconstruir el imperio ruso/soviético, sino de destruir las alternativas que surgieron tras el mismo: desaparecido el muro de Berlín y el Pacto de Varsovia, las capitales que no fueron metrópoli podían quedar en la neutralidad eterna, confiando en no provocar, no molestar, no decepcionar o no interesar al vecino dueño del cañón. Pero también podían embarcarse en otro proyecto ambicioso y global integrándose en alianzas de mutuo acuerdo entre países libres e iguales: la Unión Europea y la OTAN fueron los máximos exponentes, y así lo entendió la mayoría de los retales del imperio, desde Riga a Bucarest. Kiev, rezagada, dio el paso demasiado tarde. Minsk, de momento, ha optado por parar el reloj al menos hasta la siguiente protesta.
Para Moscú, enfrentarse al imperio es fascismo. Pero el simple hecho de no guardar luto por el imperio también lo es. Sobre esas cenizas no se puede construir nada, salvo con permiso de la vieja metrópoli, cada vez más desconfiada ante el paso del tiempo y los cambios.
Europa es la alternativa al colonialismo y a la guerra. Y esa integración es para casi todo el mundo. Ese club basado en la legalidad nunca pudo acoger a una Rusia que –y ahora no se molesta en disimular– estuvo, está y aspira a estar basada en el control de la ciudadanía por parte del gobierno, no en el control del gobierno por parte de la ciudadanía.
El maltratado vecindario de Rusia vio el fin de la URSS como una oportunidad disfrazada de crisis, no como la tragedia que ha dibujado Putin en sus discursos. La vía de entrada en la UE son las reformas, y Moscú abandera lo contrario: la eternidad, las esencias, el revisionismo. Por eso cada cambio que ha acontecido –desde las independencias de los noventa hasta los nuevos modelos de familia en la actualidad, pasando por las nuevas alianzas o la descarbonización pendiente– ha sido visto por Moscú como una traición, una degradación, una amenaza o una mezcla de las tres cosas. Al imperio inmóvil, el movimiento le parece una amenaza. Para mitigarla se ha puesto a avanzar hacia nosotros, diciendo que no le hemos dado opción.
La victoria de los perdedores
Mientras las capitales europeas cedían poder a Bruselas y Estrasburgo, Moscú acumulaba año a año más poder dentro de Rusia, eliminando contrapesos y limando el margen de acción de los gobernadores de sus regiones. Ahora la guerra, o su transición económica, puede compensar a parte de la periferia rusa. Al fin y al cabo, cuanto más sencilla es la producción, menos conocimientos y habilidades se necesitan. La conquista de Ucrania –al contrario que la liberalización pendiente de Rusia– puede ser la oportunidad para los rusos que salieron perdiendo con la nueva Rusia de Yeltsin. Es la revancha de los repetidores: los hombres vuelven a luchar, las industrias vuelven a humear.
Pero la sociedad rusa ya se estaba modernizando por su cuenta, y ve con cierto pasmo como, igual que con el fin de la URSS, hay un nihilismo de valores: rapiña de activos extranjeros, caída en desgracia de los que no se amoldan y hasta un nuevo protagonismo de los criminales. El grupo mercenario Wagner, liderado por el fallecido Yevgeny Prigozhin, reclutó al menos a 48.366 presos de cárceles rusas para luchar en la invasión de Ucrania. Los reclutadores de Wagner pedían a los reclusos que sirvieran en el frente durante seis meses a cambio de un indulto y la eliminación de sus antecedentes penales, además de un buen salario y pagos de seguro a sus familiares en caso de que murieran o resultaran heridos.
Según una investigación conjunta de periodistas de Mediazona y BBC Rusia, que obtuvieron y analizaron registros internos de la empresa que documentan los pagos a las familias de los combatientes muertos en batalla, los registros internos de Wagner muestran placas de identificación para 48.366 hombres, lo que coincide aproximadamente con la afirmación pública de Prigozhin de que su compañía militar privada reclutó alrededor de 50.000 presos.
«Rusia está amarrada a la idea belicista de la agresión no sólo en el ámbito de la política, sino en el de su propia estructura económica»
En la Rusia pícara de Yeltsin, la cárcel tenía rango de facultad de económicas; en la potencia colonial y homicida de Putin la cárcel tiene rango de academia militar. Una multitud tatuada y desdentada tiene de nuevo un papel en las humaredas de la patria.
La URSS mató al imperio, pero heredó satisfecha sus contornos. Rusia podía fingir aceptar dejar de ser ese imperio de burócratas, pero cuando sus viejos súbditos quisieron tener líderes en lugar de títeres, Moscú dijo basta. El imperio sólo concibe como iguales a sus rivales, no a sus vecinos. Por eso lanza sus guerras contra países pobres, a los que viste de amenaza.
¿No rendirse es escalar?
La historia de Ucrania en el siglo XXI es la de un país que primero no creyó en las amenazas, después se acostumbró a ellas y por último las desafió. Sigue en inferioridad de condiciones, pero ha recibido permiso para atacar en algunas zonas dentro de Rusia con el armamento occidental que se le ha entregado. De nuevo se habla de la posibilidad de que las Fuerzas Armadas rusas utilicen armas nucleares. Ahí empiezan los escalofríos europeos.
La primera vez que Washington realmente temió una escalada por parte del Kremlin, incluso hasta el punto de toparse con un ataque nuclear inmediato, fue en el otoño de 2022, cuando Rusia se vio obligada a movilizar a parte de su población para contener un frente en el que estaba en retroceso. Ahí nació la “fórmula de Putin”, que sigue en uso: Rusia no quiere ni va a utilizar armas nucleares, pero al mismo tiempo ese uso es posible dentro de su doctrina nuclear. Holocausto nuclear no, aunque podría ser que sí.
Esta doctrina establece como escenarios “agresión contra la Federación Rusa utilizando armas convencionales, cuando la existencia misma del Estado está amenazada”. La formulación es suficientemente borrosa como para dejar que el enemigo intente determinar qué puede hacer y qué no puede. Estados Unidos y Europa, por el contrario, no han parado de repetir las cosas que no van a hacer: no escalar ni extender el conflicto y no combatir con sus propios soldados en Ucrania. Ambivalencia propia mientras los demás se definen, un terreno cómodo para Putin el Conquistador.
Las nuevas armas que puede usar Ucrania en suelo ruso añaden un tipo de objetivo que antes estaba a salvo: bases aéreas utilizadas por bombarderos rusos, que se encuentran en su mayoría en la profundidad de los límites legales de Rusia.
Si en 2022 Rusia perdía conquistas recientes, en 2024 con la luz verde para usar armas que pueden llegar alcanzar objetivos a 300 kilómetros, Moscú pierde el privilegio que ha tenido desde el inicio de la guerra: el de atacar sin ser atacado más que de manera esporádica. Es un salto no sólo cuantitativo (cada vez se dan más armas) sino cualitativo (ahora amenazarían a una porción considerable de Rusia), por lo que el riesgo de escalada, desgraciadamente, es muy real. Por eso Estados Unidos todavía no ha dado ese permiso a Ucrania. Y por eso (y también por las urgencias electorales y presupuestarias) Washington parece estar sutilmente buscando una salida a la guerra.
Rusia puede considerar “amenazas existenciales al Estado” la destrucción de tres bases aéreas. Documentos de planificación militar del año 2014 a los que tuvo acceso el Financial Times apuntan que ese tipo de mengua amenazaría la capacidad de combate de Rusia.
“Tampoco es un escenario imposible el de escalar para desescamar”, explica preocupado un diplomático europeo destinado en un estado europeo limítrofe con Rusia. Se refiere a una situación en la que “Putin, al darse cuenta de que no consigue tener éxito en Ucrania ni tampoco logra llevar el conflicto a la mesa de negociación”, amplía el problema a terceros países añadiendo riesgo de choque nuclear para empujar a las potencias a forzar, de una vez por todas, una negociación. Una negociación que puede ser, esta vez, la salida a una escalada. O bien, una vez más, una trampa.