La designación de Medvedev como ‘heredero’ del Kremlin es otro de los actos de la democracia de imitación rusa. En un sistema fuertemente presidencialista, la élite empresarial-burocrática parece no tener ya interés en un líder funcional. ¿Aceptará esta idea la ciudadanía?
Rusia se aproxima al final de un ciclo político simbolizado por la presidencia de Vladimir Putin. Junto con su predecesor, Boris Yeltsin, Putin presidió el nacimiento del sistema poscomunista ruso que ha adquirido una lógica propia. Hay algo irónico en el hecho de que sea un sistema basado en el poder personificado que en un momento dado se convierte en rehén de las circunstancias, la dinámica del propio sistema y los intereses de la clase política.
Las elecciones parlamentarias del 2 de diciembre (con un 64,3 por cien de los votos para Rusia Unida, la lista de Putin cocinada en el Kremlin) y la designación de Dmitri Medvedev, hasta ahora viceprimer ministro del gobierno y presidente de la junta directiva de Gazprom, como su sucesor, han demostrado la naturaleza contradictoria de la realidad política rusa. Por un lado, el desesperado intento de la élite gobernante por garantizar la continuidad de su poder; por otro, el esfuerzo por legitimarse a través de la competición electoral, aunque con unos resultados controlados que socavan esa legitimidad.
En este artículo deliberaré sobre la sustancia del legado político de Putin, sus contradicciones y su potencial, así como sobre los importantes desafíos en materia de política nacional y exterior que Putin dejará a Rusia.
La evolución poscomunista de Rusia durante el mandato de Putin puede servir como un caso clásico de transición democrática fallida. La experiencia rusa ha confirmado a su vez que la democracia liberal carece de competidores ideológicos plausibles. El sistema político que ha aparecido en Rusia confirma que la democracia es la…