Al empezar el siglo XXI la demografía humana poco tiene que ver con la existente cuando acabó el siglo XIX. En 1900 se habían superado los 1.000 millones de personas de forma lenta y accidentada, pero solo en el siglo XX alcanzamos 6.000 millones. La esperanza de vida, inferior a 30 años (únicamente algún país se acercó a 35 en el siglo XIX), ha alcanzado ya los 70 años en el planeta, y supera los 80 en países punteros como Suecia, Japón o España. La fecundidad humana ha caído desde unos siete hijos por mujer a menos de dos, con países donde no supera 1,4 (de nuevo España entre ellos). Igual de extremos han sido los cambios en muchos otros comportamientos y características demográficas, como la movilidad espacial y residencial, la pirámide de edades, las relaciones conyugales y de género, las formas de hogar y de convivencia.
En definitiva, se trata de un cambio históricamente brusco, de magnitud descomunal y con efectos enormes en la vida humana. Sin embargo, apenas ocupa lugar alguno en los libros de Historia o en las teorías del cambio social, político o económico. No está claro si se trata de un único proceso o de muchos simultáneos. Tampoco sus consecuencias, conjuntas o parciales, y aún menos las políticas que debería suscitar. Su simple valoración se mueve entre extremos, desde las previsiones de decadencia y extinción si no se aumenta la fecundidad y se frena el envejecimiento demográfico, hasta el temor a la insostenibilidad y agotamiento planetario si no se pone freno a la explosión demográfica.
Los demógrafos, pues, no hemos sido capaces hasta ahora de ofrecer un marco explicativo sobre lo que ocurre en nuestro objeto de estudio: las poblaciones. Nuestro trabajo cotidiano prima la descripción y el análisis estadístico, en campos muy especializados y…