Las medidas adoptadas en Europa y Estados Unidos para afrontar la crisis definirán el modelo financiero del futuro. Evitar precipitaciones y diferencias regulatorias, adoptar una visión global y dar prioridad a la solvencia son claves para conseguir un sistema financiero reforzado.
Más de un año después del inicio de la crisis financiera y con un notable aumento de las primas de riesgo, pocas dudas quedan ya sobre el impacto en la actividad económica de los países desarrollados. Tal vez el interrogante más relevante a estas alturas es la duración de la crisis y, en especial, la capacidad de las medidas de política económica que se están poniendo en práctica para impulsar una salida rápida de esta situación. En este sentido, los planes que intentan proveer liquidez al sistema de forma masiva o que están orientados a la rápida recapitalización del sistema bancario deberían constituir un elemento clave para evitar un periodo lento de ajuste.
Repasemos el origen de la crisis.
A finales de los años noventa y desde 2000 distintos factores propiciaron un proceso de desarrollo y difusión de la innovación financiera. En este periodo se alcanzaron tipos de interés reales en niveles mínimos en un contexto de alto ahorro en las economías emergentes y de significativa internacionalización de los flujos de capital. De esta forma, las economías emergentes acumularon volúmenes espectaculares de reservas que les permitían, además, mantener sus divisas depreciadas y facilitaban su estrategia de crecimiento basado en la exportación. El exceso de ahorro que fluía desde los mercados emergentes a los desarrollados facilitó que durante esa etapa se produjera una infravaloración del riesgo de un buen número de activos.
Junto a ello, durante ese periodo fue claro que existía una notable demanda de activos de alta calidad crediticia por parte de los gestores de fondos. Mientras tanto,…