Ya en septiembre de 2015, un líder empresarial mexicano me aseguraba que las relaciones entre Estados Unidos y México habían retrocedido a la situación existente dos décadas atrás. Di por hecho entonces que aquella circunstancia se debía a los ofensivos comentarios proferidos por el entonces candidato Donald Trump, tachando a los migrantes mexicanos de “delincuentes” y “violadores”. “Cada país tiene su propio Trump –me decía este empresario–, pero lo que más nos dolió fue que el resto de candidatos presidenciales republicanos no le llamaran al orden y partieran una lanza por México. Ese silencio significaba que los cimientos de nuestra relación bilateral eran mucho más frágiles de lo que habíamos creído hasta entonces”.
Cinco años después, el deterioro en las relaciones entre EEUU y América Latina es palpable y no se prevén circunstancias futuras que permitan un restablecimiento rápido ni sencillo de las mismas. A estas alturas, no cabe duda de que la postura del gobierno de Trump hacia la región se ha visto definida y alimentada en un grado sin precedentes por la agenda personal y el programa político del presidente estadounidense. Los factores personales nunca están ausentes en la formulación de las políticas –en América Latina y en cualquier otra parte del mundo, y al respecto de cualquier otro asunto–, pero el caso de Trump es extremo. Es difícil dilucidar si Trump se preocupa en realidad por defender los valores e intereses nacionales de EEUU.
Dos batallas: inmigración y comercio
Trump ha utilizado América Latina en la construcción de su estrategia política siguiendo dos vías. Primero, hemos de hablar de la política en relación con México, el único país de importancia al respecto del cual se combinan los dos asuntos que Trump ha enarbolado durante sus campañas electorales –a saber, la inmigración y el comercio– y tiene…