Al poner en marcha el proceso de Barcelona en noviembre de 1995, la Unión Europea (UE) ofrecía a los países mediterráneos una cooperación cuya principal ambición era combinar los imperativos de seguridad de la orilla norte y las necesidades de prosperidad de la ribera sur.
Seis años después, a duras penas puede poner en marcha programas de ayuda económica coherentes, mientras que los gobiernos del Mediterráneo sur, después de años de difíciles ajustes estructurales, dudan si emprender transformaciones discutidas por numerosos sectores de su sociedad, en particular la privatización de empresas. Esta cooperación nunca ha estado tan llena de buenas intenciones aun cuando la marginación de los países mediterráneos se acentúa, a riesgo de provocar en un futuro tensiones en sus balanzas de pagos con consecuencias sociales y políticas imprevisibles o al menos adopción de moratorias unilaterales sobre su deuda exterior.
La lasitud llega al Norte: en Bruselas prevalece la impresión de que el Mediterráneo es un pariente pobre que no interesa a mucha gente. El despecho llega al Sur, cuyas elites se resisten a llevar a cabo cambios que corren el riesgo de poner en entredicho sus privilegios. Sin embargo, existen factores favorables a la instauración de una secuencia virtuosa que permitiría la emergencia de un espacio regional euromediterráneo basado en la solidaridad y en una cooperación equitativa.
Después de los atentados del 11 de septiembre, se ha oído hablar mucho del choque de civilizaciones: el Mediterráneo constituiría uno de los teatros naturales de ese choque y sobre todo el Mediterráneo occidental. Pero los acontecimientos que han golpeado a Estados Unidos en su territorio por primera vez desde 1812 cuando las tropas inglesas incendiaron Washington, no constituyen de ningún modo un “choque de civilizaciones”. Este choque ya tuvo lugar en el siglo XIX, con la irrupción de los nacionalistas…