Podría decirse parafraseando a Clausewitz que las armas son los instrumentos de la política por otros medios y que, por lo tanto, cuentan con una naturaleza esencialmente política.
Es obvio que las armas no son mercancías como otras cualesquiera y que su comercio es distinto del de otros bienes de consumo privado. Revela una fuerte componente de política exterior y de seguridad tanto de quien vende como de quien compra y, aunque se quiera, difícil- mente puede considerarse políticamente neutro.
Por otra parte, la compra-venta de armas expresa y sufre de una paradoja consustancial a las armas mismas: ofrece el camino para dotarse de los medios de una actividad ilícita según el Derecho internacional, la agresión armada, pero, al mismo tiempo, nutre de los instrumentos necesarios para una acción legítima, la defensa frente a una agresión.
De ahí que, en resumidas cuentas, el comercio de armamento sea un comercio permanentemente en cuestión, mal comprendido y rápidamente condenado por grandes capas de la sociedad. Por un lado, se une al principio del libre comercio, al derecho a la autodefensa y a la igualdad sobe- rana de todos los Estados, pero, por otro, se liga inexorablemente al horror y a la destrucción que tan a menudo nos muestran los medios de comunicación.
La repulsa moral suele levantarse en torno a una sencilla afirmación: las armas matan. Pero no matan como pueda hacerlo un producto farmaéutico, como consecuencia de una mala aplicación, sino que su única aplicación posible es matar. Y, ciertamente, las armas sirven para matar, pero la amenaza de muerte que toda arma lleva en sí sirve también para evitar que otro intente usarlas en contra de uno o de los amigos de éste. Sirven para matar y para evitar que se mate.
A pesar de todo, guardando en la mente…