Los diversos intereses, historias y geografías de los miembros de la UE se traducen en una división de enfoques hacia Rusia. La defensa del imperio de la ley podría ser un paradigma aglutinador válido ante la falta de unidad de los europeos en sus relaciones con Moscú.
Para la Unión Europea, Rusia se ha convertido en el factor de división más acusado desde que el ex secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, separó a los Estados miembros entre “nuevos” y “viejos”. En la década de 1990, a los integrantes de la UE les resultaba fácil ponerse de acuerdo sobre la forma de tratar en común con Moscú. Confluyeron en una estrategia, ahora hecha jirones, consistente en tratar de democratizar y occidentalizar a una Rusia débil y endeudada. La galopante remontada de los precios del petróleo y del gas ha hecho que Rusia sea más poderosa, que coopere menos y, sobre todo, que tenga un menor interés en unirse a Occidente.
Aunque la UE no ha logrado transformar Rusia durante la época de Vladimir Putin, este país sí ha tenido una gran influencia sobre la Unión. En el campo energético, centrándose en determinados países miembros, Moscú está firmando acuerdos de larga duración que minan en sus principios esenciales la estrategia común de la Unión. En lo tocante a Kosovo, está bloqueando los avances en las Naciones Unidas. Respecto al Cáucaso y Asia central, las iniciativas rusas han logrado realmente expulsar a la UE de una zona en la que quería fomentar las reformas políticas, resolver conflictos y forjar pactos energéticos. Además, en Ucrania y Moldavia, Moscú se ha esforzado mucho, y con cierto éxito, en mitigar el atractivo del marco europeo.
El nuevo desafío que Rusia supone para la UE va más allá de la amenaza de cortes de…