A pesar de la victoria proclamada contra el EI, el temor a un estallido de conflictos subyacentes es inmenso, por no hablar del peso de las influencias externas.
En 2014, la toma de Mosul por parte del grupo Estado Islámico (EI) hizo que la interminable crisis iraquí volviese a acaparar toda la atención. En una perspectiva a largo plazo, los profundos cambios que se han producido desde esa fecha reflejan una trayectoria que sigue siendo cambiante: la de los árabes suníes que, tras el derrocamiento de Saddam Hussein en la primavera de 2003, simboliza más que ninguna otra comunidad la fragmentación extrema que debilita Irak. El conflicto actual pone en entredicho gran parte de los análisis que se realizan generalmente y no se reduce a un simple enfrentamiento confesional entre entidades suníes y chiíes. Es cierto que el auge del EI y el incremento de la violencia que se produjo como consecuencia de ello ponen de manifiesto la magnitud de las tensiones entre las comunidades en el país, pero éstas son igual de intensas en el seno de la propia comunidad suní.
Los observadores avezados coinciden en que la normalización de la situación de los árabes suníes sigue siendo un elemento fundamental para que Irak recupere la seguridad y la estabilidad, así como para la reconstrucción de un Estado-nación y de una sociedad hoy en día destruida. Sin embargo, el futuro parece muy incierto. Las circunstancias en las que se produjo el ascenso del EI, cuando existía un amplio descontento entre la población de las ciudades y de las provincias suníes, no han cambiado: sus manifiestas suspicacias y su abierta hostilidad frente a las élites chiíes y a las milicias afiliadas cuestionan principalmente su sentimiento de pertenencia a Irak; su situación socioeconómica es deplorable y se ve agravada por…