Desintegrar, según la Real Academia de la Lengua Española, admite varias acepciones. Una de ellas significa destruir por completo; otra, perder cohesión y fortaleza. La noción de desintegración remite entonces a una pérdida y a una destrucción. En la disciplina de las relaciones internacionales la desintegración es, en general, muy poco estudiada: se la considera una anomalía y resulta, por supuesto, indeseable. A los fines de este análisis, se asume que la desintegración es no solo la antítesis de la integración, sino que refleja el ocaso de un modo de diseñar y aplicar políticas comunes y compartidas, en una amplia gama de asuntos, entre los Estados vinculados por un acuerdo formalizado e institucionalizado, cuyo propósito principal es configurar una comunidad política entre las partes. En esa dirección, queremos advertir sobre el peligro de que Mercosur pudiera, eventualmente, desintegrarse. Y en ello la responsabilidad mayor y conjunta sería de Argentina y Brasil.
Desde el comienzo de los procesos de democratización en los años ochenta y antes del final de la guerra fría, ambos países asumieron y reivindicaron el mérito de una asociación estratégica. Ya sea por convicciones diplomáticas y razones comerciales, reconociendo la gravitación simultánea de los valores y de los negocios, la integración fue invocada, reivindicada y promovida bajo gobiernos de distinto signo ideológico. Hoy, la gran iniciativa subregional de ese compromiso bilateral, Mercosur, pierde gravitación y es fuente de una creciente divergencia entre sus miembros. Año a año –y retórica aparte– han aumentado, en la práctica y según la coyuntura nacional en cada país, los Merco-escépticos, los Merco-obstaculizadores y los Merco-impugnadores. Con independencia de que se deba a la búsqueda de dividendos electorales o a cálculos geopolíticos extrarregionales, a raíz de cambios en las estructuras productivas locales, en virtud de creencias hiperideologizadas, aumentan los actores que cuestionan y desdeñan…