El presidente Vladimir Putin se ha convertido en una constante de la vida política rusa. Su retrato oficial cuelga sempiterno en las paredes; de ahí que su inminente reelección haya generado muy poca expectación. Nadie espera iniciativas extraordinarias ni logros subrayables. La transición a su cuarto mandato no cambiará nada en la vida del ruso de a pie; al menos no inmediatamente después de las elecciones.
Lo mejor que Putin puede ofrecer es el viejo statu quo sin mácula. De hecho, quizá ese sea su programa político: remar con más fuerza para que el barco del Estado no avance. Por esta razón, el régimen debe hacer cambios dentro de las élites tanto regionales como federales. Los cambios, sin embargo, serán en realidad superficiales y servirán para poco a la hora de abordar desafíos fundamentales a los que se enfrentan el régimen y el país.
A la hora de crear su equipo para 2018, Putin se guía por la lealtad y las capacidades tecnocráticas de los candidatos. Dicho equipo está integrado por personas a las que podríamos calificar de “funcionarios de enlace”, burócratas que, generalmente, son más jóvenes que aquellos capitalistas de otras ocasiones que tan bien se llevaban entre sí. Los llamados funcionarios de enlace deben actuar racionalmente para mantener a raya el hundimiento, la corrupción y la ineficacia del régimen. A estos nuevos burócratas se les pide mantener la estabilidad del sistema sin hacer modificaciones de alcance. Se trata del mismo tipo de tarea que abordó la burocracia soviética al final de la etapa comunista. Y, aun así, aquel imperio se vino abajo, pero no porque los burócratas no hicieran su trabajo. El sistema era ineficiente, sin más.
Esta es la trampa en que ha caído el régimen de Putin. La base del sistema no está en cambiar ni…