En un año, Bergoglio ha desgranado un ambicioso programa reformista: limpieza en los negocios vaticanos, descentralización del gobierno de la Iglesia y revisión del papel de la mujer.
No ha pasado aún un año desde su elección (el 13 de marzo de 2013) y el paisaje vaticano ya no es el mismo. Parece como si el viento de la historia hubiera tenido prisa en pasar página y acelerar el ritmo de los cambios en una institución bimilenaria como la Iglesia católica. Es lo que podríamos definir como el “efecto Bergoglio”, porque ha sido la personalidad del primer papa latinoamericano –¡y, no lo olvidemos, también del primer jesuita que sucede al apóstol Pedro!– el motor de un giro tan espectacular. Es obvio que estamos solo en una primera etapa, a la que seguirán una serie de reformas que van a afectar de forma singular al gobierno de la Iglesia (no a su fondo doctrinal) y por lo tanto a su imagen.
En honor a la justicia hay que reconocer que la elección papal del que era hasta marzo de 2013 arzobispo de Buenos Aires ha sido posible por el gesto audaz y profético de la renuncia de Benedicto XVI. Después de casi ocho años de pontificado, el teólogo alemán Joseph Ratzinger (de 86 años) llegó a la conclusión de que “para gobernar la barca de Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Así lo anunció el 11 de febrero de 2013 ante unos atónitos cardenales que no daban crédito a lo que acababan de escuchar. Una renuncia libre y responsable de la que no…