POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 40

Un hombre y un niño conducen su carro cerca de un cartel del presidente cubano Fidel Castro en La Habana el 1 de agosto de 2006. ADALBERTO ROQUE. GETTY

Primero de mayo en Cuba

La sociedad cubana se enfrenta a la dicotomía entre desarrollo económico y lealtad a la Revolución, entre ideología y apertura exterior. Un país que todavía intenta deshacerse de los últimos vestigios del vocabulario de la Guerra Fría.
Bella Thomas
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Este año, el Primero de Mayo en Cuba no transcurrió como en otras ocasiones: se había considerado conveniente celebrar el Día Inter­nacional del Trabajo de modo más sobrio que de costumbre. Los festejos en las provincias se adelantaron al último día de abril y en La Habana fue suspendida la tradicional concentración en la plaza de la Revolución. En lugar del desfile militar y del enérgico discurso de rigor, pronunciado por el comandante en Jefe desde la tribuna situada a los pies de la gigantesca estatua de piedra de José Martí, el principal acontecimiento de la jornada, retransmitido por televisión a toda la isla, se desarrolló en el grisáceo interior de la Asamblea Nacional. Quinientos cincuenta y un dipu­ta­dos se alineaban en el hemiciclo de la cámara, con el presidente y su equipo ministerial sentados en un estrado presidencial y un único, aunque des­co­munal, asunto en el orden del día: arreglar la situación económica del país.

Tras los discursos de los principales representantes del Gobierno, a muchos diputados se les dio la oportunidad de expresar sus preo­cupa­ciones, sus opiniones y propuestas. A través de un medio tan re­cono­ci­damente engañoso como es la televisión, pareció imponerse una atmósfera vagamente informal. A menudo, Fidel Castro, sentado tras el presidente de la Asamblea, Ricardo Alarcón, intercalaba un extenso comentario en las palabras del orador. En cierto modo, el procedimiento hacía pensar en algún complejo seminario en la universidad: el viejo profesor que se ha despojado de su toga y ha ideado un nuevo método para inculcar sus convicciones a sus oyentes. Castro podrá ser famoso por su vigorosa oratoria, pero esa manera suya de expresarse, tan desagra­dablemente reposada, en la que buena parte de su efecto depende de las pausas teatrales, está bien pensada para adaptarse a las sombrías circuns­tancias actuales. Tiene la indudable finalidad de proporcionar gravedad a su porte y transmitir la imagen de un hombre que discute y analiza las cosas con su pueblo.

Esta reunión extraordinaria fue planteada, pues, como una seria dis­cu­sión científica acerca de un problema específico. En un determinado mo­mento, Castro observó que los allí reunidos, gracias a sus laboriosos esfuerzos, acabarían siendo “expertos” en el problema de cómo resolver la cuestión de los estraperlistas, los cuales, como sugiere el líder máximo, se han convertido en la personificación de todos los males a los que Cuba se enfrenta hoy. Pero, ¿cuáles son, en realidad, los resultados de esta reunión extraordinaria de la Asamblea Nacional? Todos, dentro y fuera de la cámara, eran conscientes de la seriedad del asunto que se estaba discutiendo, sabían que sería necesario hacer algo y, probablemente, comprendían que las me­didas que se adoptasen tendrían que ser espectaculares, aunque sólo fuera para reducir en cierto grado el perjuicio sufrido por la revolución. Por añadidura, la reunión de la Asamblea Nacional en diciembre había sido aplazada, de modo bastante extraño, tras anunciarse que, al no ser posible todavía adoptar ninguna medida, la Asamblea volvería a reunirse en la primavera siguiente, una vez que las posibles vías de acción hubiesen sido estudiadas minuciosamente.

El resultado consistió en un decreto y un “acuerdo”. Aunque para poder valorar su importancia, es preciso referirse al contexto en el que se celebró la reunión y a las expectativas que ésta había creado.

 

El hundimiento económico

La urgencia de la situación ha sido ya expuesta de mil maneras y las presiones para que se adopten reformas provienen de todas direcciones. El simple hecho de que el Estado sea en este momento incapaz de propor­cionar al pueblo lo suficiente para comer y que éste, al menos para sobre­vivir, tenga que recurrir al “traidor” mercado negro es la señal más evidente de que algo debe cambiar. Entre 1989 y 1993, el Producto Interior Bruto cubano se ha reducido en un 40-50 por cien y las importaciones han pasado de 8.100 millones de dólares a 1.750 millones. Por lo general, sólo naciones que se encuentran en guerra o atraviesan períodos de escasez han expe­rimentado pérdidas tan impresionantes. Aunque no pueda hablarse de ham­bre a gran escala, circulan infinidad de historias sobre casos de malnutri­ción, en especial entre los jóvenes y los ancianos. La ración oficial de comida consiste normalmente en un panecillo al día, dos kilos y medio de harina y dos kilos y medio de arroz al mes, a lo que hay que añadir dos kilos y medio de la verdura que esté disponible en el mes. Esto explica perfecta­mente por qué el mercado negro ha venido a proporcionar un servi­cio indispensable. Al seguir siendo ilegal comprar alimentos a cual­quiera que no sea el Estado y, al mismo tiempo, éste último sólo puede abastecer al pueblo con el mínimo imprescindible, a la población en general se le plantea un gravísimo problema. Para el Estado la escasez ha supuesto una pérdida de control político, ya que al no poder suministrar los bienes demandados acaba, de hecho, forzando a la población a recurrir a fuentes ilegales de alimentación.

Del mismo modo, la infraestructura sanitaria, educativa y de transportes se ha visto enormemente reducida por falta de presupuesto. Es posible que haya muchos médicos, pero prácticamente no hay equipos médicos utiliza­bles. Los autobuses, que son la única forma de transporte público, escasean y aunque se han importado algunos (principalmente de Noruega y de Holan­da) para paliar el problema, la falta de combustible les obliga a circular de forma muy esporádica. Quizá las colas más largas que se ven en La Habana (y en las desiertas carreteras de los alrededores de la capital) sean las formadas por los que, pacientemente, están “esperando la guagua”.

Más concretamente, desde que en julio de 1993 se legalizó el uso del dólar, el valor del peso frente a dicha divisa se ha modificado notablemente. Mientras que, oficialmente, la relación es de 1 a 1, el cambio que rige en el mercado negro desvela otra cruda realidad, ya que el valor del dólar está entre los 90 y los 120 pesos. Esta cotización refleja las carencias que sufre Cuba y el carácter irregular de la producción. Aproximadamente el 70 por cien de las fábricas están funcionando con pérdidas y una cuarta parte de las mismas no funcionan en absoluto, lo que representa un coste tremendo en concepto de subvenciones estatales. En diciembre de 1993, el ministro de Economía, José Luis Rodríguez García, reveló que en los tres años ante­riores se habían gastado más de 7.200 millones de pesos en subvenciones a la agricultura, lo que en conjunto representa el 54 por cien del déficit fiscal durante ese mismo período. Por último, como admiten funcionarios cuba­nos abiertamente, hasta que no se emprendan medidas radicales para incrementar la producción, el peso seguirá soportando fuertes presiones. Pero ello requeriría una reestructuración radical de la economía. En la actua­lidad, cada cubano está ganando, por término medio, de dos a tres dólares mensuales, lo que automáticamente les excluye de los lujos de que disfruta un número cada vez mayor de turistas. Tal y como ocurrió durante los últimos años en la Europa comunista, los lugares frecuentados por el turismo son inaccesibles para la mayoría de los cubanos que no disponen de dólares. Por lo demás, ni siquiera con millones de pesos sería posible adquirir prácticamente nada, ya que el Estado tiene poco que ofrecer.

Las tres reformas introducidas en septiembre de 1993 constituyen un cauteloso intento de solucionar algunos de estos problemas. En primer lugar, la jugada de legalizar el dólar, realizada a regañadientes, fue en parte un reconocimiento tácito del hecho de que el Estado, por la fuerza de las circunstancias, era incapaz de ser el proveedor que pretendía. Significa igualmente que el Estado está ahora en situación de recolectar divisas para atender a sus propios fines. Tanto los dólares que son enviados a los cubanos por parientes más solventes que viven en el extranjero (antes conocidos por “gusanos”, pero a veces llamados “compañeros gusanos”, ahora que empieza a apreciarse su filantropía), como los que aporta el negocio turístico han comenzado a generar una notable economía alter­nativa –que algunos observadores han calculado, incluso, que puede que haya alcanzado el volumen de la propia economía oficial–. Con el reco­nocimiento del dólar, el Estado se colocó en una posición que le permite explotar algunas de estas fuentes. En segundo lugar, la introducción del trabajo autónomo a pequeña escala en algunas áreas fue ideada sin duda con el objetivo de combatir el desempleo. Y, en tercer lugar, la conversión de dos millones y medio de hectáreas pertenecientes a las granjas estatales (lo que equivale a un 80 por cien de la tierra dedicada al cultivo de la caña de azúcar) en cooperativas más autónomas (conocidas como UBPC o Unidades Básicas de Producción Cooperativa) fue una medida concebida para incrementar la producción agrícola y la eficacia. Es difícil decir cuál podrá ser, finalmente, la importancia de estas reformas desde el momento en que alguno de estos sectores todavía está creciendo. En la actualidad, sin embargo, la cantidad de personas que trabajan como autónomos representa un pequeño porcentaje de la fuerza laboral (aproximadamente unos 150.000, según las cifras oficiales) y están concentrados en profesiones marginales, como peluqueros y fontaneros.

Con el paso del tiempo, es posible que la actividad de las cooperativas acabe teniendo un impacto sobre la economía, pero en la situación en que ahora se encuentran no es posible esperar que vayan a suponer un estímulo radical para la producción. Los directivos de una cooperativa en Güines, a los que entrevisté, pusieron de relieve el éxito obtenido por las cooperativas en su municipio. Según ellos, ahora que los cooperativistas son respon­sa­bles de los beneficios que obtenga su producción, los obreros trabajan casi el doble que hace seis meses en las granjas estatales, cuando no existía correlación directa entre su trabajo y su salario. De igual modo, al ser ahora responsables de las finanzas de sus nuevas empresas, los gestores están interesados en mantener los costes reducidos a un mínimo, algo que se desvía también de la experiencia en las granjas estatales. No obstante, el Estado continúa controlando los precios y dictándole a cada cooperativa aquello que debe producir, estando éstas, además, obligadas a vender su producción exclusivamente al Estado. Si estas últimas restricciones signifi­can que el Estado controla, en efecto, las actividades de los cooperativistas, son esas mismas restricciones también las que marcan la diferencia con las cooperativas que se crearon en China y Vietnam en 1987 y que, con tanto éxito, consiguieron impulsar el renacimiento económico en aquellos países.

 

«Los obreros trabajan casi el doble que hace seis meses en las granjas estatales, cuando no existía correlación directa entre su trabajo y su salario»

 

De momento, sigue habiendo una enorme presión desde el exterior. Mientras que la política de Estados Unidos siempre ha sostenido que el cambio sólo puede producirse por una completa congelación de las rela­ciones y del comercio, otros países entienden que un contacto directo puede resultar más efectivo. Uno de los directores del Fondo Monetario Interna­cional, Jacques de Groóte, en el curso de una visita informal a Cuba el pasado noviembre, opinó que se estaba “acabando el tiempo en que todavía se puede adoptar, de manera ordenada, una masa crítica de medidas orientadas hacia la economía de mercado”. Según él, si el Gobierno tenía intención de emprender una acción decisiva debía contar con un plazo de entre tres y seis meses a partir de aquella fecha (plazo que ya ha trans­currido). En todo caso, De Groóte no ha sido el primero en adoptar este papel asesor. Toda una multitud de emisarios, desde Felipe González a Manuel Fraga, pasando por César Gaviria han intentado en estos últimos años hacer que el Gobierno cubano tomara conciencia de la necesidad de emprender acciones mucho más decisivas en lo tocante a la reforma económica. Carlos Solchaga, ex ministro español de Economía, hizo entrega el año pasado en La Habana de un documento que bosquejaba una actua­ción específica que el Gobierno cubano podía abordar con objeto de rectificar el desorden económico. Un periodista cubano, Guillermo Jiménez, se refería en un reciente artículo a esta presión favorable a la reforma, tachándola de “verdadero acoso”, en el que “los más disímiles polos ideoló­gicos instan al Estado cubano a atemperar su sartén a la brasa de cada quien”.

Si bien es posible que el Gobierno cubano preste atención a estos abundantes consejos, ha insistido en que cualquier maniobra necesaria para la transición la realizará a su modo. Los funcionarios cubanos reconocen incluso, con toda franqueza, que ni modelos ni fórmulas les han servido nunca de mucho. Osvaldo Martínez, que está al frente de la comisión económica de la Asamblea Nacional, llegó al extremo de admitir, el mes pasado, que habían probado el “modelo soviético” y que éste también había fallado, por lo que no debe sorprender que hoy en día el gobierno tenga cierta prevención contra los “modelos”. Ricardo Alarcón, presidente de la Asamblea Nacional, durante una reciente visita a Londres, desautorizó la sabiduría de los “tecnócratas” e insistió en la necesidad de encontrar una solución cubana al problema cubano. Apoyan su argumentación las recientes derrotas electorales sufridas por los “tecnócratas” en toda Europa del Este y la aparente falta de habilidad de tales expertos para trazar un camino despejado y justo que conduzca hasta el mercado libre. Cuando, en octubre de 1989, se le pidió a Guenady Gue­rasimov, portavoz del ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de Mijail Gorbachov, que diera su opinión sobre la doctrina Breznev (consistente en amenazar con la Intervención militar a sus reacios aliados), replicó lanzando la “doctrina Sinatra”, que provocó un gran estruendo en los titulares de la prensa mundial, siempre a la búsqueda de alguna suculenta agudeza. “Sinatra”, dijo Guerasimov, “tiene una canción titulada ‘A mi manera’ (…) así, pues, cada país decide a su manera qué camino es el que habrá de tomar”. Esta observación informal expresa la desconfianza hacia las fórmulas y la idea de que lo más importante es atender y responder a las necesidades e idio­sincrasias de cada nación.

No obstante, Cuba se encuentra en una posición diferente a la de sus antiguos socios del este europeo. No ha experimentado el estallido demo­crático que se produjo en Europa del Este en 1989 y no cabe duda de que el actual Gobierno todavía no está convencido de que tal cosa pueda ser de alguna utilidad. Más aún, hasta ahora los indicios de que el Gobierno de Castro tenga intención de permitir el surgimiento de un verdadero mercado libre en Cuba son bastante inconsistentes. Sucede también que los funcio­narios asocian, erróneamente, reforma con fórmulas inverosímiles, cuando la reforma del mercado consiste, esencialmente, en permitir a la gente que compre, venda y distribuya lo que quiera. Sin embargo,, ahora que Cuba está buscando activamente inversores extranjeros, los funcionarios tienen al menos que demostrar una disposición abierta a las reformas del mercado. Por eso insisten en decir que, en el futuro, se introducirán nuevas reformas en este sentido. Muchos observadores rechazan esta disposición, alegando que se trata de mera apariencia e insisten en lo escasamente que, hasta la fecha, han cambiado las cosas. Aunque también existe la posibilidad de que algunos miembros del Gobierno se encuentren dispuestos a llevar a cabo los cambios, pero se vean frenados por elementos más conservadores.

 

«Cuba se encuentra en una posición diferente a la de sus antiguos socios del este europeo. No ha experimentado el estallido demo­crático que se produjo en Europa del Este en 1989 y no cabe duda de que el actual Gobierno todavía no está convencido de que tal cosa pueda ser de alguna utilidad»

 

Pero, ¿acaso es posible que la actual situación siga arrastrándose durante otros veinte años si no se producen cambios a nivel político? El cambio progresivo (o “el incrementalismo progresivo”, como algunos lo llaman) puede que conduzca, finalmente, a alguna parte, aunque sea inintencionadamente. Por ejemplo, y a despecho de las nuevas medidas punitivas, es probable que el mercado negro siga creciendo, socavando aún más el control político. Y, con o sin la aprobación del Estado, las inver­siones extranjeras, con toda seguridad, barrerán a su paso ciertas activi­dades e influencias. Después de que, a mediados de junio, se anunciase que el Grupo Domos de México tiene previsto adquirir el 49 por cien del monopolio telefónico de Cuba, cabe pensar que la inversión extranjera despegue con verdadero ímpetu. La noticia de este acuerdo animó incluso a Jorge Domínguez, un profesor de Harvard, a decir que “esto tendrá un gran efecto multiplicador sobre la economía (…) y demuestra la apertura del Gobierno cubano respecto a la privatización”. El pasado mes de noviembre, De Groóte insinuó también que estos primeros pasos en el camino de la transición, aunque sean de naturaleza preliminar, irán cobrando, inevita­blemente, velocidad en el momento en que las fuerzas de mercado que se han puesto en marcha demuestren ser irreversibles y mucho más fuertes de lo que la actual apreciación de las autoridades cubanas parece indicar”.

A todos los efectos, esta reunión de la Asamblea Nacional, celebrada los días 1 y 2 de mayo, era una oportunidad para responder a los estímulos favorables a la reforma. Sin embargo, la única medida palpable aprobada por la Asamblea fue el Decreto-Ley 149. Esencialmente, concede al Go­bierno el derecho a confiscar todos los productos obtenidos en el mercado negro. Se trata, obviamente, de una medida que obedece a motivos políticos y que pretende ser una respuesta a la antipatía que la población siente por los oportunistas que logran amasar en el mercado negro una fortuna, aprovechándose de la escasez. En tanto que estos “macetas” (que es como se conoce popularmente a estos individuos, debido a la costumbre que tienen de ocultar el dinero que atesoran bajo las macetas) son despreciados por su habilidad para prosperar mientras otros sufren, la medida de la Asamblea Nacional no contribuye demasiado a atajar el problema de raíz. Se trata, básicamente, de una medida punitiva para reprimir a aquellos que han escapado al control político y económico del Estado y que venden con beneficio lo que consiguen robarle al Estado. Además, sirve para mitigar el malestar del resto de la población que ha sido incapaz de enriquecerse por su cuenta. Pero esto obliga a plantearse la cuestión de por qué si la causa del problema es el robo, o los ladrones, las leyes penales contra tales prácticas no resultan suficientes, y de si dicha actividad por sí sola justifica una ley suplementaria. En respuesta a esta pregunta de los periodistas, los funcionarios replican que la especulación y el tráfico lucrativo a expensas de los demás también exigen ser castigados. No obstante, por mucho éxito que pueda tener esta medida a la hora de provocar el miedo a participar en esta clase de transacciones, no es de esperar que logre acabar con el problema. Es bien sabido que los mercados negros florecen en condiciones de escasez, por muy obediente que la sociedad pueda ser. Además, en el mejor de los casos, se trata de una medida de carácter redistributivo y en nada contribuye a la mejora de la oferta en la economía.

De manera similar, el “acuerdo” que fue aprobado por la Asamblea en la misma sesión resulta insuficiente para abordar el problema de una manera enérgica (aunque haya que decir que no hay respuesta sencilla a los pro­blemas cubanos). El “acuerdo” es un curioso documento debido a que, en lugar de ser una ley específica, se limita a facultar al Estado para que éste promulgue decretos que corrijan ciertos problemas. De este modo, la Asamblea se limita a pasarle el problema a los tecnócratas del Gobierno para que estos estudien soluciones y las pongan en práctica. A nivel político parece, pues, que la Asamblea Nacional todavía no se ha convertido en una asamblea legislativa y que su finalidad sigue siendo, exclusivamente, discu­tir asuntos de importancia y dar, así, la apariencia de participación popular.

El “acuerdo” solicitaba la aplicación de seis medidas importantes, denominadas “ofensivas”. Estas eran las siguientes: la reducción del déficit fiscal, el fomento del ahorro, la búsqueda de procedimientos y de medios para incrementar la producción, la fijación de precios más elevados para determinados productos que no son de primera necesidad, gravar con impuestos ciertos servicios y reducir algunas gratificaciones. Algunas de estas medidas, tales como precios más altos para las bebidas alcohólicas, el tabaco y algunos servicios públicos como el suministro eléctrico, ya han sido aplicadas. Consideradas en conjunto, estas propuestas son un intento de combatir la depreciación del peso, el cual se ha visto socavado sobre todo por la excesiva liquidez de la moneda nacional. Según cifras oficiales, el exceso de dinero en circulación se eleva en la actualidad a 11.636 millones de pesos, lo que equivale a la suma total de los salarios nacionales durante quince meses. Se ha discutido la idea de que, para hacer frente a los problemas económicos del país, habría que retirar de la circulación un gran porcentaje de este exceso de pesos, de tal manera que el peso vuelva a ser una moneda con la que sea posible trabajar. La notoria, casi desesperada, búsqueda de dólares por parte de los cubanos es, sin duda, un grave motivo de preocupación y desconcierto para el Gobierno. No se trata sólo de que la prostitución en torno a los hoteles para turistas haya llegado a ser endémica, sino que la gente está dispuesta a hacer cualquier cosa para obtener trabajo en un hotel, en la esperanza de reunir algunas propinas de los turistas, una sola de las cuales puede representar un mes de salario en cualquier otro trabajo.

Tales medidas van dirigidas a influir sobre la demanda y son bastante importantes en sí mismas. Pero no van acompañadas de ningún esfuerzo coordinado que permita abordar los problemas que la oferta tiene planteados y que, en último término, constituyen el punto donde residen las dificultades económicas: hasta que la producción no se incremente de modo espectacular, probablemente haya que seguir contando con un aumento del déficit presupuestario y con un exceso de dinero en circulación. De hecho, se habló de la necesidad de encontrar incentivos para incrementar la producción, pero sólo se mencionaron algunos de escasa relevancia: apertura de tiendas en las cooperativas azucareras, que venderán productos muy solicitados, y a las que podrán acceder los trabajadores en proporción a sus ingresos personales. Esta última propuesta iba probablemente dirigida a elevar la moral de los trabajadores agrícolas, que están resentidos a causa de las atractivas prebendas de que disfrutan quienes trabajan en la industria turística.

Cuando preguntaron a Osvaldo Martínez y a Ricardo Alarcón acerca de esta importante laguna en la estrategia económica esbozada en la Asamblea Nacional, ambos respondieron que primero había que ocuparse de la deman­da, lo cual repercutiría positivamente sobre la oferta. Martínez explicó que si en la actualidad predominaba en el trabajo una actitud indolente y desinteresada, ello se debía, precisamente, al hecho de que el peso tuviera tan poco valor. Añadió que él y sus colegas estaban abiertos a todo tipo de sugerencias sobre cómo estimular la producción. Mencionó que posible­mente el sector agrícola sería liberalizado, permitiéndose a las cooperativas vender a quien quisieran y a los precios fijados por ellas mismas. En caso de adoptar esta medida, ello representaría un importante paso adelante, ya que por primera vez la atención se centraría seriamente en el problema de la producción. Sin embargo, existe, naturalmente, un cierto malestar ante la perspectiva de que se lleven a cabo estos cambios estructurales, debido a las implicaciones políticas que los mismos traerían consigo.

La impresión que se tiene es que el Gobierno está esperando el momento propicio, insistiendo en que no hay que precipitarse y desviando todas las recomendaciones de urgencia. Quizá esté tratando también de proyectar una imagen de calma y de despreocupado liderazgo. Funcionarios cubanos, en todo caso, hacen gala de una franqueza sorprendente con los periodistas extranjeros cuando se refieren a la magnitud de las dificultades económicas que atraviesa el país. Da la impresión de que están tranquili­zándose a sí mismos, tratando quizá de mantenerse a flote hasta que sea posible plantear toda una línea de acción. Por otra parte, parece como si necesitaran adaptar a la situación actual la lógica del pasado. Abel Prieto, director de la Unión de Escritores y Artistas Cubanos declaró en una entrevista que éste era, de hecho, un momento de gran transformación en Cuba, pero que ello no iba a implicar, necesariamente, un cambio hacia el “capitalismo” (sea cual fuese el significado que esta palabra tenga para él). Otro diputado en la Asamblea, Lázaro Barrero, argumentó que los actuales cambios no eran más que la continuación del proceso revolucionario.

 

Economía y política

Todo este riguroso análisis económico le resulta bastante extraño al Gobierno cubano. Como me dijo un funcionario, “la política es la que siempre ha dictado el curso de los acontecimientos en la Cuba revolu­cionaria. La economía siempre ha sido un jugador de segunda categoríai un hermano menor, si usted lo prefiere. Yo diría que las decisiones eran políticas en un 80 por cien y económicas en un 20 por cien”. Por utilizar este mismo ejemplo, podríamos decir que ahora el hermano menor ha crecido y que hay una sensación de malestar ante la idea de que este joven advenedizo pueda llegar a alcanzar tanta importancia. Pero, si todavía Castro, de vez en cuando, se mofa públicamente de la ciencia económica, han comenzado a proliferar toda una serie de think tanks creados por el Estado. Sus filas están repletas de jóvenes inteligentes y pragmáticos que sólo hablan de ideología revolucionaria en los términos más vagos. Puede que lleguen a decir, por ejemplo, que están dispuestos a aceptar cualquier medio que les permita conseguir un incremento de la producción, que las cooperativas deberían ser liberalizadas con el tiempo, pero, a la vez, insisten en que es importante conservar el sistema de sanidad pública y el educativo, así como el resto de los logros sociales de los últimos 35 años. Su trabajo investigador parece estar bastante próximo a los oídos del poder. Por ejemplo, el actual ministro de Economía, José Luis Rodríguez García, fue anteriormente direc­tor de uno de estos centros, el Centro de Estudios de América.

No obstante, las medidas restrictivas arriba mencionadas indican que las consideraciones de tipo económico todavía no desempeñan un papel clave en el proceso de toma de decisiones. Después de pasar tanto tiempo bajo las alas de una generosa superpotencia, es natural que lleve algún tiempo aprender lo que es el sentido económico real. En cierto modo, esta reunión de la Asamblea Nacional vino a demostrar que el Gobierno aún tiene que enseñar sus cartas. Se ha hablado mucho, pero, hasta ahora, ha habido poca acción. Un ambiguo mensaje se desprende de todo esto: los observadores internacionales pasan largas horas discutiendo sobre si existen o no signos reales de cambio, qué signos son estos y si el programa trazado no será más que un intento de salvar las apariencias.

Existe también una ambigüedad de otro tipo. La Asamblea aludió a la posibilidad de confiscar el dinero de las cuentas bancarias cuando la cifra depositada supere cierta cantidad (de nuevo una medida destinada a cazar al “maceta”). Al mismo tiempo, insinuó que podría producirse una devalua­ción que permitiría declarar fuera de circulación sumas de dinero que excedan de un determinado límite (tal como ya hizo el Gobierno en 1961). Bien podría ser que la confusión resultante sea una ambigüedad calculada para provocar en los “macetas” el máximo de ansiedad y de nerviosismo, para que, así, estos últimos no sepan ya dónde guardar su dinero. Teniendo en cuenta que los “macetas” han arrebatado a los “gusanos” el papel de principales enemigos de la revolución, este tipo de estrategia es muy importante para el Gobierno.

¿Cuál es, entonces, la transformación a la que se refiere Abel Prieto? ¿Se trata, sencillamente, de que el rasgo característico del “período especial” es la escasez como antes pudo serlo la abundancia? ¿O es que existe un cambio apreciable de mentalidad? Hablando con cubanos se puede llegar a adquirir un sentido bastante distorsionado de la realidad, porque en sus argumentos hay una espesa veta contradictoria. Puede oírse en La Habana que ésta es una época de grandes cambios, aunque estos seguían formando parte del impulso revolucionario; que eran necesarias algunas reformas del mercado, pero que el “capitalismo” no figuraba en el orden del día. (Un sacerdote me dijo que Cuba siempre ha sido un lugar profundamente contradictorio, pero que sólo recientemente dicha tendencia contradictoria había penetrado en la esfera política). Sin embargo, la jerga comunista se escucha ahora mucho menos. Si antes se decía que, hace cuatro años, el contenido de los discursos oficiales estaba plagado de referencias a la necesidad de defender el comunismo, dos años después el tono se había modificado y se hablaba de defender el socialismo; actualmente, es más frecuente oír hablar de la necesidad de defender la “nación”. Ralf Dahrendorf, en su libro Reflections on the revolution in Europe, escribe que uno de los aspectos más estimulantes de las llamadas “revoluciones de terciopelo” fue la circuns­tancia de que se pudiese hablar con los europeos del Este sin tener que recurrir a la “traducción ideológica”. Dos sistemas basados en dos concep­ciones del mundo acostumbraban a usar también dos lenguajes con con­ceptos enteramente diferentes. “Mientras que se mantuvieran los dos lenguajes”, escribió el citado autor, “nada podía cambiar. De improviso todo esto ha desaparecido, lo que significa que el lenguaje ya no sirve para estabilizar ambos sistemas. La conversación y la discusión pueden, efecti­vamente, cambiar nuestra manera de ver las cosas.”

En Cuba, los funcionarios se expresan a menudo con una gran franque­za, y hablan sin reservas de las dificultades económicas. “Es peor de lo que imaginan ustedes”, dijo Ricardo Alarcón durante una conferencia pronun­ciada en el Cuban Forum en Oxford. Esta forma de hablar tan directa es importante y nueva, aunque no tenga, en modo alguno, carácter general. Pero hubo un tiempo en que los comunistas no estaban dispuestos a admitir que hubiese defectos en su economía o en su sociedad, y aparentaban ante el mundo exterior que todo era tal y como debía de ser. De hecho, una de las fragilidades del comunismo como sistema era su incapacidad para admitir sus deficiencias o sus fallos. Si ahora algunos funcionarios admiten ciertas debilidades, hay que considerarlo como una actitud digna de elogio. ¿Signi­fica esto, entonces, que el comunismo cubano se dispone a dar un viraje?

Que algunos funcionarios cubanos hablen sin reparos, no debería ocultar el hecho de que el Gobierno sigue siendo esencialmente hermético y que no está sometido ni a una prensa libre ni a un electorado. Actualmente, todos los gobiernos del mundo, incluyendo el de Sadam Husein, se declaran fundamentalmente democráticos, y Fidel Castro y su equipo no son la excepción. Durante los últimos cuatro años ha habido un intento consciente de proporcionar al Gobierno cubano la apariencia de participación popular. Esto ha acabado por instituir un fenómeno conocido unas veces por “parlamentos de base” y otras por “parlamentos de obreros”, en los cuales se reúne un gran número de trabajadores para discutir la situación económica y, lo que es más importante, para escuchar cómo se propone el Gobierno hacer frente al caos económico. Algunas personas han quedado impresionadas por la franqueza de que se hace gala en estos parlamentos. Pero, si bien permiten al Gobierno hacerse una idea del clima reinante a nivel popular, estas asambleas no pueden votar ningún tipo de leyes y tampoco quienes participan en ellas están autorizados a expresar su oposición al Gobierno de forma organizada. Cuando pregunté a un diputado en la Asamblea Nacional acerca de las elecciones para esta cámara, celebradas en febrero de 1993, y si pensaba que habían sido elecciones limpias, habiéndose presentado a ellas un único partido, me replicó que, de hecho, no había partidos, ya que sólo representan intereses. La población pudo elegir entre tres candidatos. Que todos ellos fueran miembros del partido comunista le parecía un detalle irrelevante. Quizá lo más que pueda decirse acerca del creciente papel que desempeña la Asamblea Nacional es que demuestra que el Gobierno se ha vuelto sensible a la consabida crítica de que Cuba no es democrática.

Ya que, hasta el momento, en Cuba tan sólo parecen percibirse señales bastante marginales de cambio, merece la pena discutir sobre lo que supondría un cambio de importancia, y sobre cuál debería ser la magnitud de dicho cambio para convencer a Estados Unidos de que hay suficientes pruebas de la existencia de una reforma como para que levanten el embargo. Tanto George Bush como Bill Clinton han expuesto públicamente su disposición a abandonar el boicot en cuanto hubiera pruebas de una nueva actitud en La Habana. Mientras que muchos cubanos en el exilio no tolerarían el final del embargo hasta que Fidel Castro no desaparezca de la escena (sin duda, en parte, porque juzgan improbable que pueda cambiar su modo de actuar), cabe preguntarse si ésta sería también la política de Washington. A la vista del cese del embargo contra Vietnam, donde, desde luego, no ha habido elecciones y se continúan cometiendo abusos contra los derechos humanos, el Gobierno de Estados Unidos habrá tenido que examinar sus criterios para seguir manteniendo tal política. Para Estados Unidos, ciertamente, con un millón de cubanos afincados en Florida, electoralmente muy sensible, la cuestión del embargo se ha convertido en una cuestión de política interior. En cualquier caso, sería importante preguntar qué clase de cambios están esperando los norteamericanos que se produzca. Si no se trata de elecciones libres, quizá se trate, sencillamente, de la creación de algún tipo de mercado libre. Vladimir Roca, portavoz del grupo de derechos humanos CODEHU, con sede en La Habana, ha dicho que la transición en Cuba sólo comenzará verdaderamente cuando se autoricen los mercados privados, lo que implicaría el reconocimiento de la propiedad privada y de la libertad de vender o comprar cualquier cosa a cualquiera.

Es evidente que, dentro del Gobierno cubano, existe una fuerte resis­tencia a eliminar las trabas impuestas al libre mercado. Esta no es una cuestión tan simple como pueda parecer porque, según una creencia muy extendida en la propia Cuba, si Fidel Castro hubiera introducido estas reformas en 1989 podría haberse asegurado su posición de por vida, mientras que ahora el camino se ha vuelto tan escabroso que no puede estar tan seguro de ello. Al mismo tiempo, de China a Vietnam hay ya suficientes ejemplos de comunistas que permanecen en el poder mientras desmantelan la economía dirigida, como para poder argumentar que tal cosa es posible. También en los años setenta y ochenta existieron mercados de agricultores, antes de que fueran eliminados en 1985, curiosamente justo después de que Gorbachov lanzara su perestroika en la Unión Soviética y, al parecer, poco después de que Castro hiciera una visita a Corea del Norte. Pero si bien esta resistencia exige un cierto análisis, también lo merece la resistencia por parte del pueblo cubano a protestar contra la situación, tal y como sucedió en Europa del Este. Dicho brevemente, ¿por qué el régimen comunista cubano no ha sido la última pieza de dominó del imperio soviético en caer derribada?

En primer lugar, la resistencia, tanto del Gobierno como del pueblo, ha acabado transformándose en una especie de mito. La retórica guberna­mental alude constantemente a la pequeña nación resistente y sitiada, que se mantiene impávida frente a la agresiva postura de los “Estados Unidos imperialistas”. Un cartel que puede verse por todas partes en La Habana representa a un yanqui encorvado y de aspecto avinagrado que contempla a través del mar a un cubano robusto, sobre cuya figura pueden leerse estas palabras: “Señores Imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo”. No en vano algunos han defendido que lo que está manteniendo a Castro, en realidad, es el propio embargo norteamericano, ya que propor­ciona un motivo plausible para explicar la calamitosa situación económica y significa, además, que la isla no se ve inundada por turistas, hombres de negocios, especuladores y periodistas norteamericanos que, en conjunto, contribuirían a difundir una considerable influencia.

Públicamente, el Gobierno cubano también se felicita a sí mismo por haber permanecido fiel al principio de una sociedad teóricamente igualitaria y por no caer en las dificultades disgregadoras que hoy día afectan a Europa del Este. Es comprensible también que en la Cuba actual, después de 35 años de régimen comunista, no se entienda muy bien el funcionamiento de una economía de mercado. La larga duración del sistema de economía dirigida ha engendrado una cierta ignorancia de la eficacia de tales me­canismos. Esto quedó demostrado para mí cuando, durante una visita a la cooperativa de Güines, recientemente creada, un jefe de producción me dijo que la razón por la que el Estado todavía tiene que decidir qué productos han de ser producidos es porque, de otro modo, cada cual se dedicaría a producir sólo las cosas más solicitadas. “Si todos decidieran cultivar arroz”, explicaba, “en lugar de lo que el Estado les exige, no habría, entonces, judías, u otros productos”.

Forzosamente, en Cuba también hay pruebas de todo lo contrario, siendo el floreciente mercado negro, en cierto modo, algo que revela un agudo sentido empresarial. Aunque puede haber un feo elemento criminal en la actividad del mercado negro, también hay en él un aspecto pasmosamente versátil e imaginativo. La venta daliniana de hamburguesas rellenas de moqueta y recubiertas de goma fundida (para imitar el queso) puede quizá considerarse el ejemplo más desesperado de lo que decimos. (Se comenta que hay personas ingresadas en los hospitales por haber comido estas hamburguesas falsificadas). Pero también se puede percibir la presencia de un espíritu empresarial más honorable. Mucha gente en La Habana se dedica ahora a la avicultura, para introducir alguna variación en su dieta y también para vender ilegalmente (el cacareo de los gallos proveniente de los patios interiores o de las cajas colocadas en las ventanas es en la actualidad más fuerte que el ruido producido por el poco tráfico existente) y mientras que las raciones estatales son extremadamente escasas, la gente se las arregla para incluir alimentos “exóticos” en sus comidas, tales como guisantes o berenjenas.

Pero más allá de la retórica y de la rígida actitud impuesta por el hábito de muchos años, debe haber alguna otra fuente, más irritante si cabe, de resistencia al cambio que probablemente nunca se discute y que obsesiona al Gobierno hasta lo más profundo de su ser. Nos referimos al temor a que una liberalización del mercado pudiese acarrear una pérdida de control político del Estado y permitir a la gente expresar algunos sentimientos indecorosos. El Gobierno, sin embargo, es capaz de discutir abiertamente una parte de este temor debido a que se refiere a ello como si del temor a las maquinaciones de Estados Unidos se tratase.

¿Por qué, entonces, la gente no ha expuesto hasta el momento sus quejas? En épocas en las que hay problemas económicos, la gente, por lo general, no simpatiza con sus gobiernos. La historia parece haber demos­trado que la gente sólo se echa a la calle cuando las cosas han comenzado a ir bien y existe la fuerte sensación de que una esperanza renovada se ha visto defraudada. Pero vale la pena preguntarse si el férreo control de los servicios de seguridad es el responsable único de esta falta de expresión. Es evidente que estos últimos han desempeñado un papel fundamental en la represión de cualquier actividad considerada desleal al Gobierno. Hay muchas personas en la cárcel por el mero hecho de haber expresado sus opiniones. En un reciente informe, Amnistía Internacional calcula que actualmente habrá más de quinientos presos de conciencia en Cuba. El CDR (Comité de la Defensa de la Revolución) sigue siendo un aparato que mantiene su vigilancia sobre cualquier actividad sospechosa y del que se dice que tiene un representante en cada manzana de las ciudades. A esto hay que añadir que el Gobierno revolucionario se ha mostrado partidario de asociar su identidad a un foco de lealtad más perdurable: el nacionalismo cubano. (Al fin y al cabo, la revolución cubana, durante su decisivo primer año, parecía más nacionalista que comunista.) Así pues, los que se atreven a criticar no son tachados de oponentes o disidentes, sino de anticubanos, como gentes desleales no al Gobierno, sino al país. Esto podría definirse como el reverso de la situación en Europa del Este, donde fue precisamente el resurgir del sentimiento nacionalista lo que ayudó a liberarse del yugo comunista. El comunismo en Europa del Este se consideraba más bien un poder internacional que para los centroeuropeos estaba ligado, además, a la invasión militar soviética de 1945.

Al hablar con la gente en La Habana, se tiene la sensación de que lo que desean es evitar los problemas o la violencia. La vida cotidiana se ha convertido en una tremenda lucha desde el inicio del “período especial”. Las eternas colas, la búsqueda de Comida en las “bodegas” estatales y en el mercado negro deja a la gente agotada y exhausta, sobre todo si tenemos en cuenta que hay muy poco alimento disponible. Puede que también la población se haya acostumbrado a expresar sus quejas de manera velada. Por ejemplo, los jóvenes, que podrían mostrarse críticos con el Gobierno, tienden a encontrar en la música de rock y otras formas de expresión cultural un vehículo más idóneo para expresar sus frustraciones. “Fresa y chocolate”, la película que este año tomó por asalto la capital cubana, describe la apurada situación en que se encuentra la homosexualidad en Cuba y, de ese modo, analiza una forma más personal de liberación (Rei­naldo Arenas ha utilizado este mismo argumento). Estas amortiguadas manifestaciones de resentimiento poseen a menudo una gran riqueza artística. El temor a hablar claramente anima al pueblo cubano a envolver sus palabras en un lenguaje oscuro (un clásico recurso para derrotar a los censores) y a buscar, así, la verdad en contextos semirreales o paralelos.

Tal vez merezca la pena señalar que nada de esto es nuevo en Cuba. El catolicismo siempre fue la religión oficial de Cuba, como atestiguan las iglesias coloniales bellamente decoradas repartidas por toda la isla. Pero, mientras que la inmensa mayoría de los cubanos de origen africano aceptaron esta situación (o fueron forzados a aceptarla) muchos de ellos siguieron adorando en privado a otros dioses, que sus antepasados esclavos habían traído con ellos desde África; así, cuando por ejemplo los “santeros” dicen Santa Bárbara, se están refiriendo, en realidad, a Changó. Algunos antropólogos han definido este fenómeno de una religión que se oculta dentro, o debajo, de la religión oficial, como una forma de “sincretismo”, pero ambas religiones nunca se fundieron, sino que siempre se mantuvieron conscientemente separadas. Tal vez sea lícito pensar que la ocultación de las opiniones privadas dentro de un lenguaje oficial diferente sea un eco de la experiencia con los dioses de la santería.

Queda por decir que están también los que creen que la revolución les ha beneficiado. La suposición de que les va mejor con un Estado todo­poderoso que controla la sanidad y la educación, así como cualquier otra forma de intercambio, incluido el cultural, probablemente esté aún arrai­gada en muchas personas. También hay otras cuya forma de ganarse la vida está íntimamente ligada al régimen y que temen que un cambio podría amenazar su carrera. Habrá que ver lo que sucede si el Estado continúa empobreciéndose. Ciertamente, por el momento no parece que haya señales de un cambio espectacular. Pero, quizá, antes de que nada cambie real­mente, sería necesario deshacerse de los últimos vestigios del vocabulario de la guerra fría –y Osvaldo Martínez estaba completamente de acuerdo sobre este punto–. Nos referimos a la permanente polaridad del sistema comunista y del capitalismo que, en parte, fue postulada para subrayar la colisión frontal de dos superpotencias. No obstante, a un nivel modesto, o clandestino, el capitalismo nunca llegó a desaparecer por completo entre los pliegues del sistema comunista. Así, por ejemplo, se realizaron transac­ciones capitalistas en la Unión Soviética cada vez que el KGB miraba hacia otra parte y el mismo Castro estuvo experimentando con mecanismos de mercado en los años setenta y primeros años ochenta. Cuando los funcionarios cubanos hablan de que están cambiando, pero de que no van a abrazar el “capitalismo”, seguramente sólo pretenden decir que están decididos a no caer en el regazo de Estados Unidos.

Cuba se halla, sin duda, en un proceso de transición hacia alguna parte. Su Gobierno ya se ha desembarazado de una buena parte de su bagaje ideológico, buscando de este modo la integración en el mundo exterior. Es evidente que intentan avanzar, tratando de adoptar la perestroika sin pasar por la glasnost. Pero lo que quizá haya funcionado en China o en Vietnam o incluso, en cierta medida, en México, puede que resulte demasiado difícil para un país tan impredecible como Cuba.