La euforia inicial del mensaje de Obama, Yes, we can, ha tropezado sistemáticamente contra los desastres de la herencia: recesión económica, desequilibrios comerciales a nivel global con la consecuencia de un continuado declive del dólar, pero también guerras y conflictos en Oriente Próximo y Medio, que no sólo repercuten en las finanzas del Estado sino que remueven los pozos de la ideología neoconservadora. Frente al eslogan de Obama, el de Sarah Palin: ¿En el cambio podemos creer?, renovado In God we trust.
Obama ha buscado afanosamente la recuperación de la actividad económica y la recomposición de una sociedad más justa. «No quieras para los demás lo que no quieras para ti», el imperativo kantiano que resuena desde el Siglo de las Luces, ahora extendido a la protección sanitaria. Su aceptación requiere, así lo cree la Casa Blanca, alguna colaboración, o al menos la no obstrucción, del Partido Republicano.
No será fácil. Los intereses envueltos en las ideologías se defenderán con uñas y dientes. Los baluartes de los mercados eficientes y del menor Estado posible no van a rendirse. El mercado libre, sin ataduras, es el motor del crecimiento, el estímulo para la virtud ciudadana, dicen sus defensores, las regulaciones y la intervención del Estado destruyen la ética individual. Las alzas exuberantes en el valor de las acciones y de los inmuebles confirmaban los postulados, mientras los bancos de Wall Street liberados de los grilletes prudenciales de los reguladores se convirtieron en alocados tomadores de riesgos. No podían salir mal. No había por qué preocuparse.
Los temores económico-financieros que siguieron a la quiebra de Long Term Capital y a la destrucción de las Torres Gemelas habían sido eficazmente contrarrestados por una hábil y expansiva política monetaria instrumentada por el Banco de la Reserva Federal. La autoridad monetaria suministró dosis…