Las revueltas que estallaron en el norte de África son una reedición de la tensión entre premodernidad y modernidad que los árabes no han sabido resolver aún. Por su impacto y duración, se trata del gran cambio geopolítico del paso del siglo XX al XXI.
Los que estamos viviendo el relevo de siglos debemos considerarnos unos privilegiados de la historia: en poco más de 30 años se han desplegado ante nosotros, sin timidez, todas las fuerzas que la dirigen. El fenómeno de las revueltas árabes está siendo un episodio interesantísimo de este striptease geopolítico que pone a prueba, una vez más, lo acertado de las recetas que académicos y políticos aplican a las relaciones internacionales.
No es un secreto: Europa, Occidente en general, se ha visto sorprendida por este vendaval; sorpresa que nos enseña que la ausencia de liderazgo efectivo se vuelve contra nosotros porque impide conformar el espacio en el que las relaciones internacionales se desenvuelven. Pero superado el desconcierto inicial, Europa ha reaccionado, y Estados Unidos, y Rusia, y China, y Arabia Saudí, y Qatar… Cada uno de estos actores está enfocando este fenómeno desde una perspectiva distinta, y en muchos casos opuesta, de manera que la gestión de las crisis árabes, a escala mundial, constituye un auténtico laboratorio de geopolítica.
La periodísticamente bautizada como “primavera árabe” se inició como de todos es sabido en Túnez el 17 de diciembre de 2010, con la inmolación de Mohamed Bouazizi, un comerciante de frutas, en protesta aparentemente por las extorsiones y abusos de la policía, y se propagó en efecto dominó por todo el norte de África, saltó el mar Rojo y alcanzó la región del golfo Pérsico, hasta los confines de la península Arábiga en Yemen.
Dos años después, los regímenes políticos de Túnez, Libia y Egipto han sido…