Vivimos en un mundo en el que ciencia y tecnología se encuentran estrechamente relacionadas. Es cierto que podemos hablar de ámbitos científicos en desarrollo, o muy recientes, en los que dominan los universos conceptuales más abstractos, la denominada “ciencia pura” o “ciencia básica”; formulaciones como el modelo estándar en la física de altas energías, la controvertida (sobre todo por lo lejos que está todavía de poder ser sometida a comprobaciones experimentales) teoría de las supercuerdas o formulaciones matemáticas del tipo de la teoría de cohomología. Todo esto –la vigencia y vigor de la ciencia básica– es indudable, pero no lo es menos que las fronteras entre ciencia y tecnología son hoy cada vez más, y en más lugares, difusas. Pensemos por ejemplo en ese dominio científico que nos trae, prácticamente cada día, novedades antes insospechadas, el de la biología molecular: ¿es posible distinguir siempre entre avances llevados a cabo en ingeniería genética, biotecnología o la en apariencia más “fundamental” biología molecular? Distinguir, en el sentido de poder manifestar: “Este hallazgo vale solo para ingeniería genética, pero no nos dice nada fundamental para la biología”. La respuesta es no, no es factible establecer semejantes distinciones.
La interrelación entre ciencia y tecnología ha llegado a tal punto que se acuñó un nuevo término, “tecnociencia”, que el Oxford English Dictionary (el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia aún no lo recoge) define como: “Tecnología y ciencia consideradas como disciplinas que interaccionan mutuamente, o como dos componentes de una sola disciplina; dependencia de la ciencia para resolver problemas técnicos; la aplicación de conocimiento tecnológico para resolver problemas científicos”.
Asociar de manera tan estrecha tecnología y ciencia representa un cambio significativo en una tendencia que surgió entre los científicos, en especial después de la Segunda Guerra Mundial. La ciencia, se argumentó entonces,…