Un índice de la capacidad de presencia de un escritor muerto, aparte de la perduración de sus libros, es cuántas veces nos preguntamos qué habría pensado sobre cosas que no ha podido ver. Tony Judt murió en 2010, y algunos de sus libros fundamentales permanecen visibles en las mejores librerías, pero su presencia la notamos de una manera más perentoria cuando, ante algunos de los abusos y de los horrores de este presente que a él le arrebató una muerte prematura, nos preguntamos qué pensaría. Unas veces casi podemos estar seguros de cuál sería su respuesta, y otras echamos más en falta la desaparición de una implacable lucidez que ahora nos sería tan necesaria. El porvenir de los escritores muertos, y quizá más todavía de los historiadores o intelectuales públicos, como era él, suele ser despiadado. Muere alguien cuya voz era constante y respetada y al poco tiempo ha desaparecido por completo. Las resurrecciones póstumas son tardías, pero sobre todo son improbables. El propio Judt fue testigo de cómo algunos de los prestigios intelectuales unánimes de los que casi nadie más que él había disentido –el de Jean-Paul Sartre, sin ir más lejos– se disipó casi sin rastro en unos pocos años, en la misma medida, y casi al mismo ritmo, con que resurgía otro nombre no olvidado pero sí desacreditado por Sartre y los suyos, el de Albert Camus.
Un escritor encarna y resume con su omnipresencia hipertrófica el tiempo en que vive y desaparece en cuanto ese tiempo pasa. Otros que reciben menos atención y permanecen más al margen resulta que al hablar o escribir para un público que no los escuchaba estaban dirigiéndose al público del porvenir. Y tampoco hay que olvidar que las modas intelectuales son casi tan volubles como las indumentarias: lo que más deslumbra…