En 1981, vio la luz un libro que se convirtió en texto de cabecera para los servicios de seguridad y de inteligencia: The Terror Network. Sin embargo, la obra no tuvo la misma fortuna en los ambientes intelectuales europeos ni estadounidenses ni entre la mayoría de los expertos en la nueva realidad internacional que se dibujaba en los años ochenta como fruto de las tensiones, los conflictos y la cultura política que había ido acumulándose en la década anterior.
Cuando hace veinte años Claire Sterling hablaba de las redes internacionales del terrorismo describiéndolas como una inmensa telaraña que, con epicentro en Moscú, se extendía por el planeta y alimentaba centros regionales en cada continente y en cada zona de conflicto, su hipótesis apenas entró en el discurso de los observadores europeos. Éstos, seducidos por una explicación más “sociológica”, insistían entonces más en las causas profundas de los conflictos que en las consecuencias y la expresión de los mismos. Tampoco fue afortunada respecto a la recepción de sus conclusiones en los centros universitarios de Estados Unidos, donde se le tuvo por una experta más en conexión con los métodos, la forma de analizar y las conclusiones de los servicios de inteligencia, siempre paranoicos, siempre desconfiados, en palabras de los bienpensantes universitarios.
The Terror Network
Claire Sterling
Nueva York: Reader’s Digest Press, 2021
Sin embargo, los hechos acaecidos desde esa fecha no han hecho más que confirmar sus tesis, aunque no todos se hayan dado por aludidos. Sterling realmente no hizo ningún descubrimiento espectacular. Su obra tuvo el mérito de ordenar, sistematizar y explicar con rigor y rotundidad lo que venían constatando la policía y los servicios de inteligencia de todo el mundo occidental.
Su objetivo fue exponer cómo el terrorismo, tanto individual como colectivo, había abandonado el pasado, su herencia puramente nihilista y anarquista, sus viejos orígenes balcánicos y rusos, para convertirse en una técnica, un método revolucionario sometido a disciplina, centralización, reglas y códigos estrictos, racionalizado en su criminalidad y, en algunos casos, convertido en un instrumento de política exterior de países instalados en el autoritarismo, marxista con frecuencia aunque no exclusivamente.
La autora estadounidense situaba el origen ideológico y organizativo del nuevo terrorismo en 1968 “cuando comenzó todo”, según su propia expresión. Fue en ese año cuando cuajaron las ilusiones de una izquierda que parecía derrotada tras la posguerra mundial y la consolidación de las democracias occidentales.
En los años sesenta había comenzado la descolonización de grandes territorios africanos, que la izquierda se apropió como “parte de la gran batalla antiimperialista” y la URSS aprovechó para tejer un bloque internacional que la sacara de su aislamiento; se explicitó la aparición en ese proceso de descolonización del terrorismo brutal como instrumento, fundamentalmente en Argelia, y se produjo la toma del poder por los guerrilleros de Fidel Castro en Cuba, explicada como el triunfo de la violencia revolucionaria y no como síntoma de la descomposición de un sistema corrupto y de ausencia de libertades como el de Fulgencio Batista.
Todo ello contribuyó a crear el mito de la utilidad de la violencia para “hacer la revolución y desenmascarar a las democracias burguesas”. La ruptura de China con Moscú puso la guinda en el pastel del nuevo terrorismo naciente. La necesidad para Pekín de encontrar grupos que extendieran su influencia en rivalidad con la URSS y EE UU, “el poder nace en la punta del fusil” afirmó Mao Zedong, le llevaron a optar por el apoyo o la creación de grupos guerrilleros–terroristas en todo el mundo, incluida España con el FRAP. Finalmente, la revolución de “mayo del 68” en Francia, con su cohorte de intelectuales pequeño burgueses fascinados por la violencia “de los desheredados de la tierra”, alimentó el monstruo aún en pañales. Pero ya no dejaría de crecer.
Establecido el paradigma del nuevo terrorismo, Sterling analizó sus diversas manifestaciones, que correspondían con conflictos reales o imaginarios en los que los actores y sus teóricos habían inoculado violencia: Frantz Fanon respecto a Argelia y los pueblos africanos; Toni Negri para Europa justificando a las Brigadas Rojas; Carlos Marighela, Castro y Ernesto Che Guevara respecto a América Latina, con el apoyo del francés, más tarde asesor de François Mitterrand, Regis Debray; Noam Chomsky legitimando la violencia para todo el planeta y la constelación de grupúsculos de izquierda compartiendo, comprendiendo y a veces ejecutando los planes y las conclusiones que llegaban desde los sótanos del terrorismo.
Sólo desde esta perspectiva de embellecimiento de la violencia como expresión de una rebeldía legítima se entiende la trayectoria de personajes como el editor y millonario italiano Giangiacomo Feltrinelli del que habló extensamente Claire Sterling. Este editor, fascinado por la estética revolucionaria y violenta, editó textos teóricos sobre la guerrilla y el terrorismo, financió a grupos que actuaron violentamente contra el sistema y sus representantes y acabó él mismo asesinado en extrañas circunstancias.
Siguiendo la pista del cultivo ideológico, Sterling destripó a la ultraizquierda europea y desentrañó las redes terroristas que iban desde las Brigadas Rojas a ETA pasando por el IRA y desde esta alianza para el horror a los terroristas de la Fracción del Ejército Rojo alemán (RAF). Además, por primera vez, explicó el papel de la República Democrática Alemana como subsidiaria de Moscú para los trabajos sucios, la protección que se daba en Berlín al terrorismo europeo, la conexión de aquel gobierno con las redes terroristas palestinas en Oriente Próximo y cómo esta conexión facilitó la colaboración y el entrenamiento de grupos terroristas europeos, ETA entre ellos, en los campos de Yemen, Libia, Líbano y otros países.
Sólo de un escenario tan enrevesado como éste podía surgir Ilich Ramírez, Carlos, terrorista venezolano, el Osama bin Laden de los años ochenta. Carlos. Fue el primer revolucionario profesional de aquella época, actuó en todos los frentes, recibió protección de checos, sirios y alemanes orientales, actuó integrado en comandos palestinos, colaboró con la RAF alemana y se ofreció a realizar atentados por encargo como el de la sinagoga de París, a requerimiento de un grupo de empresarios palestino-libaneses. Su detención en los años noventa por agentes especiales franceses en Sudán, donde disfrutaba de una jubilación protegida por Ahmed Al Turabi, dirigente integrista sudanés, ponía fin a su trayectoria de terrorista profesional.
Sterling establece tres grandes focos del terrorismo internacional, a su vez imbricados entre sí por relaciones personales, por lazos tendidos por los centros ideológicos y logísticos y por un único colchón de legitimación ideológica que daba las mismas explicaciones a los hechos que les afectaban.
Estos tres centros eran Europa, desde donde partía un ramal que se extendía a América Latina con Cuba como metrópoli; Palestina gran causa de la izquierda mundial, que comenzaba con los atentados suicidas y contaba con las redes europeas para sus acciones fuera de zona, logrando la defensa de intelectuales europeos de postín y ofreciendo a cambio prestigio, dinero y entrenamiento a sus imitadores en el continente; y Turquía, donde las oscilaciones entre autoritarismo y democracia, la complejidad étnica y la integración en la OTAN, habían convertido a este país en un escenario ideal para la conspiración de la violencia.
En la periferia del terrorismo internacional, en los límites del sendero pero no con menor importancia, Sterling sitúa al coronel Muammar el Gaddafi, que ya empezaba a postularse como patrón del terrorismo internacional, coqueteaba con las organizaciones más radicales en el entramado palestino conspirando a la vez contra las fracciones prosirias y las partidarias de Yasir Arafat y tratando de desplazar la influencia egipcia.
El gran beneficiario de aquella etapa, afirma la propia Sterling, fue el bloque soviético. El terrorismo creó la suficiente inestabilidad como para que se tuviera en cuenta al comunismo como alternativa mundial, conseguir influencia en determinadas áreas del planeta y acceder a no pocas materias primas en países que, recién llegados a la independencia, optaban por el “bloque antiimperialista”. Esta aseveración, veinte años después, tiene que someterse a revisión.
Hoy, aquellas redes han pasado de manos del marxismo revolucionario al integrismo islámico. Son las mismas organizaciones, la misma cultura de la conspiración, de la clandestinidad, del centralismo democrático y de la mitificación de la violencia como gran palanca para mover la historia. Los mismos mitos para adorar otros dioses. Lo que antes era un instrumento para desestabilizar el mundo y crear condiciones para la revolución se ha convertido ahora en una herramienta para tratar de sustituir a los gobiernos laicos de países islámicos, más o menos moderados, por teocracias, por gobiernos directos de los doctores de la ley islámica. Los sucesos del 11 de septiembre han sido sólo el primer episodio de una nueva etapa.