Terminada la negociación del tratado de Niza (7 y 8 de diciembre de 2000), la ampliación aparece como la tarea fundamental de la Unión Europea en los próximos años. Se reproduce así lo que parece ser una constante en su construcción: a una reforma de los tratados, en el camino hacia una mayor integración, le sigue una nueva ampliación.
Lo novedoso es que la profundización de Niza parece haber sido insuficiente, según la mayoría de las críticas emitidas desde diferentes sectores –aunque desde una perspectiva realista no coincido con ellas–, mientras que la ampliación que tenemos ante nosotros, y en eso sí que todos estamos de acuerdo, es la mayor en la historia del proyecto comunitario. El reto, por tanto, es extraordinario, como también lo son los riesgos inherentes a este proceso.
La ampliación es una empresa que Alemania y España apoyan plenamente porque ambos son conscientes de los beneficios que de ella se derivarán a largo plazo para Europa. En el plano político, permitirá una mayor seguridad y cooperación entre los países, en un continente que ha sido desgarrado por guerras seculares y ha estado artificialmente dividido hasta no hace mucho, pero también aportará más estabilidad, democracia y, por consiguiente, paz. En el plano económico, el mercado interior y la unión económica y monetaria (UEM) generarán –ya lo están haciendo ante el horizonte de la adhesión– una intensificación de los flujos comerciales, una mayor confianza para las inversiones y, en definitiva, un mayor crecimiento económico.
Aunque Alemania y España puedan tener percepciones distintas en capítulos específicos de la negociación, los dos desean la ampliación y tienen gran interés en que el proceso se realice de manera ordenada. Una ampliación apresurada y prematura podría no sólo crear dificultades internas en las políticas económicas y sociales, sino también poner en peligro…