En los últimos tiempos, Hannah Arendt ha sido recordada por la reedición de sus ensayos y por una recopilación epistolar que clarifican su relación –pasional y amorosa, tanto como intelectual– con el filósofo Martin Heidegger, del cual –por otra parte– ya era evidente su complacencia práctica e implicación ideal en el nazismo. A atar en sus diversos cabos la paradoja evidente de una relación así han ido encaminadas recientemente la crítica y la opinión.
El valor y el significado del gran trabajo de Arendt, Los orígenes del totalitarismo, que acaba de reeditar en español y en un solo volumen la editorial Taurus, apenas han sido objeto entre nosotros de una nueva atención. Y, sin embargo, en relación con lo que se ha llamado el “debate Goldhagen”, podría esta resultar una ocasión magnífica para volver a considerar las pautas y los instrumentos de la barbarie y el horror.
Sería esta una oportunidad excepcional de volver a pensar, con calma, si es cierto a estas alturas –como la autora dijo en 1950 al publicar la edición norteamericana de este libro– que “sin el totalitarismo surgido en la Europa central y oriental, quizá nosotros, los occidentales, no hubiéramos conocido nunca la naturaleza verdaderamente radical del mal”. Después de Zygmunt Bauman, de J. L. Talmon, Zeev Sternhell o Leon Poliakov, más allá de las nuevas lecturas sobre el Holocausto y la memoria judía, e incluso de los textos emotivos de Malraux o Semprún, las perspectivas mismas de transcender aquel punto de mira quedarían anuladas, sumidas las conciencias en la consternación.
Hannah Arendt nació en Königsberg en 1906, en el seno de una familia judía ilustrada, proclive a las nuevas ideas de la razón y la modernidad. Una actitud por la que, de algún modo, habría de pagar después la propia Arendt. A esta pertenencia familiar, compleja y peculiar en actitudes, atribuyó el sociólogo Ernest Gellner la razón primordial de su atracción, para algunos incomprensible, por esa especie de romanticismo filosófico llevado hasta el extremo de sus consecuencias morales que, décadas más tarde, anidará en Heidegger.
Para un perfil en vías de modernización, como recuerda Gellner, abjurar de su credo religioso para hacerse partícipe de la revelación secular no entraña, al menos en principio, separación alguna con la comunidad a la que pertenece. Para un judío, en cambio, la situación vendría a ser radicalmente inversa. La reacción romántica habría de ofrecer a esta aporía insoluble de la identidad, una provisional, aunque contradictoria, solución: bien identificarse con algún tipo de ilusión colectiva compartida –como sería el sionismo– o tratar de vivir en perpetuo equilibrio, a expensas de los vaivenes de la Gemeinschaft de los demás.
En su experiencia neoyorquina, ya después de la guerra, Arendt pudo aplicar al nuevo Estado de Israel algunas de las ideas y experiencia que se asentaban en su anterior acervo alemán. La aceptación más extendida, y el reconocimiento de su capacidad intelectual, le vendrían no obstante de su ambiciosa contribución a un intento de explicación general del reto del momento: ¿qué había sucedido en Europa, cómo y por qué? Hannah Arendt estaba preparada excepcionalmente para ello en virtud de su vida y experiencia anterior. “Si no hubiera existido” la propia Arendt, opinó Gellner, “habría sido necesario inventarla”.
Los orígenes del totalitarismo (1951 fue el año de su primera edición en inglés, empezando por lo que luego iba a ser el tercer volumen) es un libro escrito en el exilio y compuesto de tres partes, que en ocasiones anteriores se habían publicado en castellano en volúmenes independientes: Antisemitismo, Imperialismo y Totalitarismo. La separación en tres partes bien diferenciadas corresponde al intento de separar todo lo posible elementos y orígenes, causas y consecuencias del fenómeno que la autora se propone estudiar.
El núcleo central del ensayo es el concepto específico de totalitarismo, aquel que nos acerca –en la posterior definición de Arendt, al escribir sobre el juicio de Eichmann– a la “banalización del mal”. A pesar de lo confuso, totalitaria es toda aquella política que se muestre capaz de despertar activamente en los seres humanos aquel lado siniestro, la manera eficaz de conseguir al fin una completa extensión social del “mal, hasta hacerlo sujeto de pautas de conducta común y colectiva, de ansias de exterminio impuestas y aceptadas merced a la violencia y desnaturalización de la condición humana. Entre 1930 y 1940, carentes de precedente histórico hasta entonces, un par de casos de este tipo de gobierno, vendría a decir Arendt, desencadenaron el terror en Europa.
El libro fue escrito entre 1945 y 1949, en un tiempo que la autora vivió personalmente como el primero de “relativa calma”, después de “décadas de desorden, confusión y horror”. Dejó constancia, dos décadas después, de que muchos de esos horrores de destrucción y muerte, de humillación y de aniquilación que sus contemporáneos habían vivido, sin duda tuvieron el apoyo cómplice de amplios conjuntos de la población. Habría, pues, un amplio asentimiento ante la idea siniestra y asesina, que tendría que ver con la previa demolición interna de lo “humano”, incapaces por tanto aquellos colectivos de “formar opinión independiente”. Y siendo obvio ya, en su opinión (1966), que aquel “apoyo de las masas al totalitarismo no procede de la ignorancia ni del lavado de cerebro”.
A caballo entre la historia intelectual y la sociología histórica, forma parte central del conjunto del texto la idea del desencadenamiento general de una especie de fuerzas subterráneas, consecuencia directa del hundimiento del orden político y social en la Europa que precede al ascenso de Hitler. Surgiría de ahí un poder sin precedentes, cuyas manifestaciones “habrían pulverizado, literalmente las categorías de nuestro pensamiento político y nuestros criterios de juicio moral”. Masas y muchedumbres son, a su vez, protagonistas indirectos, sin que llegue a saberse, finalmente, cómo Arendt establece el nexo principal entre política y mentalidades. La inminente popularidad de su discurso trascendería, no obstante, el déficit formal de construcción.
Parte de la acogida desigual de esta obra –calurosa en extremo y muy polémica y crítica también– tendría que ver con la difícil asunción, por parte de la izquierda en los años cincuenta y sesenta, de la homogeneidad como fenómenos que Arendt hacía radicar en los dos totalitarismos europeos: el alemán y el soviético. Pero también con la resistencia comprobada de Arendt a suscribir las líneas oficiales de propaganda del sionismo: “Yo no amo a los judíos –respondió una vez cuando se la acusaba de desafección–. Soy simplemente una de ellos”. La desinformación occidental sobre lo sucedido en China, por otra parte, le llevaría a arriesgar juicios no del todo maduros o acertados sobre el particular. Mao no era –llegó a escribir– “un asesino por instinto”, como sí en cambio Hitler o Stalin. Y, junto a esa nota de carácter personal, el fuerte nacionalismo contribuiría a ahorrarles a los chinos la tremenda experiencia, indeseable, de “la dominación total”.
A estas alturas del siglo que ya acaba, seguramente el principal valor del texto de Hannah Arendt no es analítico, y mucho menos, de novedad y de actualización historiográfica o científico-social. Lo cual no quiere decir, sin embargo, que no hallará el lector en estas páginas apretadas y densas sugerencias, a veces realmente extraordinarias, y párrafos enteros de completa vigencia y tremendo vigor. El aparato crítico sigue siendo importante, y muchas de las obras anotadas podrían ser aún objetivo de lecturas diversas y plurales.
Los orígenes del totalitarismo no encierra ya, por tanto, sorpresas hermenéuticas ni crípticos mensajes. Pero contiene, eso sí, altas dosis de emoción, un valor ejemplar impresionista, y en consecuencia un casi seguro efecto de rechazo moral entre los ciudadanos ante la mefistofélica tramoya que, tanto nazis como estalinistas, habrían de levantar en su momento con tal de conseguir llevar a cabo su macabra operación de exterminio. Aunque tan solo fuera por esta virtud, ya habría que leerlo. Y urgentemente. La obra de Arendt, a medida que avanza la reevaluación positiva de diversos enfoques fenomenológicos, seguramente habrá de conseguir, en un futuro próximo, una nueva atención en general.
De su estilo y mensaje pueden dar fe palabras como estas: “Hasta ahora, la creencia totalitaria de que todo es posible parece haber demostrado solo que todo puede ser destruido. Sin embargo, en su esfuerzo por demostrar que todo es posible, los regímenes totalitarios han descubierto sin saberlo que hay crímenes que los hombres no pueden castigar ni perdonar. Cuando lo imposible es hecho posible, se torna en un mal totalmente impune e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía. Por eso la ira no puede vengar; el amor no puede soportar; la amistad no puede perdonar. De la misma manera que las víctimas de las fábricas de la muerte o de los pozos del olvido ya no son humanos a los ojos de sus ejecutores, así estas novísimas especies de criminales quedan incluso más allá del umbral de la solidaridad de la iniquidad humana”.